No le gustaban los trenes. Nada de nada. Y ahí estaba ella, a punto de subirse y pasar unas eternas horas en una máquina que no le transmitía ninguna sensación que se asemejase a la confianza.
Pero este desapego hacia los trenes no surge por casualidad. Como todo lo que sentimos, tiene una causa:
Hace exactamente tres semanas, ocurrió algo muy extraño. Y lo que es más extraño aún, la gente no quería hablar de ello, lo cual provocaba un ambiente tenso en el pueblo en el que vivían.
Todo el mundo sabía que la madrugada de aquel no tan lejano sábado, había ocurrido algo que inquietaba a todo el pueblo, algo que era difícil de dejar pasar. Mi vecino, que estaba allí, me lo contó todo:
estaba profundamente dormido en el compartimento del tren, y una sensación de frío le desveló. Cuando se dio cuenta que ninguna ventana estaba abierta, se percató de que la sensación de frialdad no era un buen presagio. Le recorría por la espalda un escalofrío, como gotas heladas que se clavan como alfileres. No pudo aguantar la presión e inmediatamente se levantó para calmar su estado de intranquilidad. Abrió la puerta del compartimento, y a primera vista lo único que encontró fue el silencio. El silencio sepulcral de una amenaza, el silencio inquietante de un crimen que todavía está por llegar, un silencio revelador. Miró a ambos lados para asegurarse bien que bajo la oscuridad del tren no se escondía nadie. Pero como no se fiaba de él mismo, volvió al compartimento y cogió su mechero. No muy seguro de lo que hacía lo encendió, y empezó a recorrer muy lentamente el tren. Como si sus pies fuesen de plomo. No se atrevía a romper aquel silencio. Miraba arriba, miraba abajo... y nada. Parecía que su sensación era equivocada. Pero como siempre, decidió asegurarse otra vez y fue a ver al conductor. Pero nada. El conductor no parecía perturbado por ningún hecho. Sin embargo, cuando volvió, vio en cada compartimento colgado un papel. ¡Y eso no podía ser! ¡Sólo había pasado un minuto! ¡Nadie en ese escaso tiempo podía colgar un puñado de hojas sin hacer ruido, y mucho menos sin que él se enterase!
Pero lo peor de todo fue leer las hojas. Ojalá mi vecino no las hubiese leído, porque ahora podría vivir una vida normal Y ojalá no le hubiese dicho nada a ella, que ahora no estaría deseando no subir al tren.
Yo aún no me atrevo a decir en voz alta qué ponía en aquella hoja. Pero todo el pueblo sabíamos que nos atañía a todos. Sin excepción.
Y ahí estábamos todos en la estación. Con caras de no saber nada, aparentando una falsa tranquilidad, mirándonos unos a otros esperando una respuesta en nuestros ojos, inquietos por saber qué nos esperaba hoy.