lunes, 30 de mayo de 2011

Órdenes. 2

–Sofi, ¿dónde vas?
–No me llames Sofi.
–Pero, ¿dónde vas?
–Me acaba de llamar Rosa. Está con Sergio y éstos en la plaza de los yonkis. ¿Qué, te vienes?
–Vale, pero… ¿te sigues llevando con Rosa y éstos? Quiero decir…
– ¿Por qué no me iba a llevar con ellos?
–Porque… Bueno, no sé. Por lo de… Jorge y eso…
–No es que fuese la culpa. Y aunque la fuera, cabrearme con ellos no le va a resucitar, ¿o sí?
–Tía, no te pongas así… Todos entenderíamos que no quisieses ver a nadie que… Ya sabes, que fuese su amigo o que te lo recuerde…
–Todos éramos sus amigos. ¿Por qué yo no iba a querer veros?
–Vale, Sofía, no seas así.
–Soy como me da la gana. Estoy borracha, estoy de vacaciones y me lo quiero pasar bien, ¿vale? Vale. Pues ya está. Vamos por aquí, que acortamos.
–Vamos a cruzar por un semáforo por una vez, Sofía.
–Qué más da… A estas horas no hay nadie. Y aunque lo haya, ¡no nos va a pasar nada! Vamos, gallina, ¡Ven!
Empieza a dar vueltas sobre sí misma en medio de la carretera. Se oye el viento chocando contra el asfalto y despeinándole las ideas. Por primera vez en mucho tiempo, se siente libre. Se ha sacudido el hálito de la muerte y ya no le pesan las articulaciones como si fuesen de plomo.
–Sofía. ¡Sofía!
–Déjame. Mira, no pasa nada. Nada de nada…
– ¡Sofía, joder! Deja de hacer el gilipollas, anda.
–Vamos, ven aquí conmigo. Corre un pequeño riesgo. Una carretera a las cuatro de la mañana… Uuuh, qué miedo.
– ¡Sofía! ¡Ven aquí! ¡¡Sofía, mierda!!

Explotó. Se convirtió en una supernova, en un conductor de energía. Su cuerpo se hizo demasiado pequeño para contenerla. Viajó hasta las estrellas, por todos los planetas; saludó al Principito y a su rosa, recorrió cien millones de galaxias, les recomendó a los marcianos que no se acercasen a la Tierra, resolvió el misterio de los agujeros negros, vio el nacimiento de mil planetas, llegó hasta los límites del universo y, cuando creía que los traspasaría y su viaje terminaría en los abismos del fin del mundo, donde todo es silencio y ruido atronador, un vacío lleno de preguntas, una nada tan aterradora que es todo lo oscuro y retorcido del alma humana, donde se genera la enfermedad, el odio, el miedo, pero también todo lo maravilloso, puro e inalcanzable que pueda haber entre las estrellas… Cuando creyó que todo acabaría ahí, retornó. Volvió a su cuerpo.
Sólo que ya no era su cuerpo. O, por lo menos, no su cuerpo tal y como lo recordaba.

¿Qué ha pasado? ¿Esas luces eran un coche? Sí, claro que eran un coche, un monovolumen negro enorme. No me puedo creer que me hayan atropellado a las tantas de la madrugada por estar haciendo el imbécil… Debo ser una fina capa de paté sobre el asfalto. Pero, entonces, ¿estoy muerta? ¿Esto es la muerte?
No me siento el cuerpo, no puedo moverme. Ni los pies, ni las manos, ni los párpados. Ni siquiera puedo mover los ojos para ver los bordes de esta oscuridad. Tampoco se mueven mis pulmones, buscando un poco de aire necesario. Ojalá pudiese respirar hondo y poner mi cabeza a funcionar, pero no lo consigo. Tampoco me late el corazón, no lo siento palpitar en mi pecho. Así que debo estar definitivamente muerta.

domingo, 29 de mayo de 2011

Cuentos de Leona

Ahí estás Leona, de nuevo en medio de esta manada con demasiados Leones, demasiado borrachos. Otra vez luchando por conservar la melena, porque las zarpas no pierdan su fulgor morado, porque tus ojos no pierdan su oro verde. Otra vez llegan los reyes de esta inmunda selva a quirate lo que es tuyo, a alimentarse de tu cacería, a darle cigarrillos a tus crías, a llenar de humo tu futuro. A dispararte palabras desalmadas, a quitarte la piel con balas de envidia, a pisotearte con sus botas despiadadas.

Ahí siguen las manchas de los Buitres ensuciando el cielo. Ahí siguen con sus cabezas rapadas, por dentro y por fuera, para no pensar, para no sentir. Ahí siguen odiando a los diferentes que son iguales, a los iguales que son únicos. Ahí siguen, entintados en la sangre de sus víctimas, dibujando cadáveres sobre la sabana del mundo. Ahí siguen, apuñalando con sus garras obscenas la mirada de los Perros salvajes, oyendo el miedo en sus hocicos pero sin escuchar nada, hablando al aire con sus voces contaminantes, pero sin decir nada, con sus banderas desteñidas, con sus cruces torcidas bajo el peso de la estupidez.

A pesar de todo estos Perros siguen aullando a la Luna, siguen lamiendo sus heridas y las notas musicales, siguen guardando tus amaneceres, leona. Siguen siendo fieles al Sol, y a sus huesos, y a las jaurías pacíficas. Siguen ladrándole al tiempo al pasar.

Y ahí Leona, sobre los baobabs, duermen los Monos, sin preocuparse por nada, empastillados por las pantallas de televisión, mirando al cielo, ignorando al mundo, aspirando las líneas de los aviones y las humaredas de las nubes de tormenta. Duermen sin sueños que traer al despertar, sin ronquidos con los que se les escuche, sin silencio para no oír nada, sin bostezos para que no se escape el vacío de sus mentes. Se dejan devorar poco a poco por las termitas de los segundos. Se desangran lentamente sin luchar, sin moverse, sin gritar ni correr, mientras sus derechos se escapan fuera de las venas, con la esperanza de encontrar la libertad.
Y las Hienas intentan despertarles con sus risas, con sus espectáculos grotescos, con sus teatros de carne y asfalto. Pero el encefalograma sigue plano, y el aliento no empaña los cristales, dejando a la vista los corazones muertos.

Y al menos quedan Jirafas, con la cabeza en las nubes, descolgando las locura tendida, escribiéndola en los Pájaros, pintándola en las Gacelas.
Mientras tanto, Leona, los Cocodrilos se aferran a sus saunas, se revuelcan en montones de zapatos, se sumergen en ríos de miedo, en mares de lágrimas. Ahogan a los débiles con mandíbulas de cadenas, beben su sangre y la devuelven con exceso de balas.
Mientras tanto los Caballos han optado por maquillarse de Cebras, para confundirse entre la multitud, para apuñalar por la espalda, para cocear a quién se niegue a vestir sus rayas.

De nuevo, Leona, los Rinocerontes cornean el aire, con la esperanza de reventarlo, y que el firmamento se desinfle de una vez y el globo terráqueo plastifique el espacio entero. Y que por el hueco entre las estrellas se escapen los Elefantes, sin más marfil que vender, y las Panteras, con la piel cuarteada como Leopardos de venderse en cada esquina.

A pesar de todo, ahí sigues Leona, rugiéndole a la soledad y a las horas muertas, dibujando sonrisas a zarpazos. Y aquí seguimos los Perros, caminado por las cunetas, sin leer los carteles, pues todos señalan a la muerte. Aquí seguimos, sin prestar atención a las malas Pulgas, sin gruñir a los gatos que perdieron su corazón, sino maullando con ellos para encontrarlo en las grietas del asfalto.
Ahí, y aquí, y en todas partes seguimos debatiéndonos contra esta vida salvaje, seguimos levantando nuestras pezuñas endurecidas por la rabia, seguimos combatiendo lo real a lametones, seguimos manchando las aceras con nuestras huellas, seguimos modelando el viento con nuestras voces, seguimos bailando alrededor del fuego. Porque nuestro deseo no es más que una utopía, y nuestra promesa no es más que un cambio, porque el Sol nunca duerme, porque todo día amanece alguna vez, y nuestro horizonte acaba de ser encendido.

viernes, 27 de mayo de 2011

Órdenes. 1

No toques eso. No entres ahí. Duérmete. No te subas al bordillo. No te acerques a la ventana. No te tires a la piscina sin manguitos. No comas chucherías antes de comer. Deja de dar golpes. No juegues con el balón en casa. No te arrastres con esos pantalones. No meriendes en el salón. Ponte la falda que te regaló la abuela. No saltes encima del sofá. No hagas ruido. No te pelees con tu hermano. Haz los deberes. No veas tanto la tele. Baja esa música. No vayas con esa gente. No te vistas de negro, pareces una gótica. Vuelve pronto a casa. No discutas con tus padres. Estudia y saca una buena media en bachillerato. No toques la batería, hace demasiado ruido. Escoge una carrera útil. Sácate el carnet de conducir.


Una larga, infinita serie de órdenes destinadas a convertirla en alguien de provecho. Machacadas día a día, tatuadas en su ADN a base de repetición, tantas veces gruñidas que sonaban a ritmo makinero y no a palabras sabias que debían escucharse. La receta para encontrar la felicidad, o eso decían. Hasta que un día perdieron todo su sentido. Claro que la muerte quita sentido a muchas cosas, incluso si no es la propia.


La muerte deja a su paso un rastro pálido y espeso, un hálito congelado tan sutil que sólo aquellos que lo sufren pueden percibirlo. No puedes cruzarte con una persona por la calle y pensar, “ha visto a la Muerte”. No se ve, no se oye, no se huele. Sólo se sufre. Y eso Sofía lo sabía muy bien. Notaba el manto de la Parca día a día sobre sus hombros, combando su espalda, y sobre su cabeza, cegándola y haciéndola sorda a las órdenes que todos ofrecían como su Verdad Universal. Esta vez no eran órdenes ladradas, sino susurradas con cariño y buenas intenciones. Olvídalo. Supéralo. Sigue con tu vida. Eres joven, no dejes que esto te hunda.


Inútil. Como os decía, las órdenes habían perdido su razón de ser. Jorge había seguido todas las instrucciones; tenía, según todos decían, una vida perfecta. Ya. Bueno.


– ¿Sabes? Si alguna vez me muero…


– ¿Y por qué ibas a morirte?


–No sé. Escúchame.


–No, tío, no te escucho. ¿Por qué ibas a morirte? ¿De qué va esto?


– ¿Me quieres escuchar?


–No.


–Vale. El caso es que, si me muero ahora, no deberías estar triste por mí.


– ¿De qué coño hablas?


–Pues de lo que oyes. Si, yo qué sé, si me encuentran muerto mañana… Que no llores por mí, ¿vale?


– ¿Te estás escuchando?


–Perfectamente bien; la que tiene que escucharme eres tú. Sofía, ven aquí, escúchame: no llores cuando me muera, porque no me voy a perder nada. Porque si decido irme, no dejaré nada atrás.


–Me estás dando miedo.


–Normal. Pero quiero que te lo grabes en el cerebro. No llores cuando me muera.


Y eso hizo. No lloró. No habló. No soñó. Durante una semana, ni siquiera creyó estar consciente. Su madre lo había encontrado en la cama una semana después de aquella conversación. Había creído que estaba dormido, que se había saltado las clases. Se indignó. Nunca un hijo suyo se había saltado así las normas. Levantó las persianas ruidosamente, le gritó. Intentó despertarlo a collejas. No pudo.


Ella no le había hecho caso. Había pensado que era una de sus idas de olla. Al fin y al cabo, Jorge estaba muy loco. Solía hacer cosas como esa. Un día, decía que se iba a chutar todo lo chutable, que se iba a beber hasta el agua de la cisterna. Que no tenía nada que perder, y quería probarlo todo antes de ser demasiado viejo y estar demasiado asustado. Al día siguiente, le echaba una filípica acerca de cómo incluso una calada a un porro destruía la dignidad del ser humano y lo degradaba hasta sus más bajos niveles. Era una veleta, cambiaba sus firmes principios según cómo le soplaba el viento. A veces, se soplaba a sí mismo, sólo porque se aburría, por encontrar sus límites. Seguramente, no los encontró.

martes, 24 de mayo de 2011

El primer recuerdo del taller

Hoy, último día de Taller en el curso 2010-11, vamos a escribir echando la vista atrás. Se trata de rescatar las primeras sensaciones e impresiones de nuestro contacto con el Taller, si veníamos con miedo, con ilusión, con unas expectativas diferentes… para unos hace mucho tiempo de eso; para otros, fue ayer. En cualquier caso, los recuerdos son igualmente válidos y no están en función del tiempo de permanencia.

La forma que se adopte es indiferente: poesía, diálogo, memorias, cuento…; lo que cada uno escoja estará bien.

Venga, perezosos, ¡a trabajar!

martes, 10 de mayo de 2011

No digo nada

Pues eso. Que no os voy a decir nada sobre lo que haremos mañana por varios y diferentes motivos.
Hasta mañana, pues

lunes, 9 de mayo de 2011

La bolsa de las cabezas rotas (III)

Esta vez fue un perro el que surgió de la bolsa, un perro negro como la noche que reinaba en todos los rincones de aquella prisión, de ojos que cambiaban de color a cada segundo. Rojo. Amarillo. Verde. Violeta. Sus orejas parecían escuchar hasta las conversaciones entre las células y lo átomos. Azul. Naranja. Gris. Las manos acariciaron el pelaje de aquella cabeza y la encajaron perfectamente en el cuerpo, tras la presentación silenciosa de los tatuajes ondeantes. Marrón. Blanco. Rosa.

- ¿Quién eres tú?- Preguntó una vez más la razón, ansiosa por su hambre eterna de historias.

- ¿Yo?- Contestó contestó con un ladrido aquel extraño ser- Yo soy e primero y el último, el que otorga la vida cuando uno ya lleva tiempo caminando por el mundo, y que la quita sin arrancarte del todo de él. Pistacho. Violeta. Granate.

- Pero ¿Quién eres?

- Yo soy el amor, en su estado más puro, sin corromper, sin modificar. Soy el amor eternamente fiel, el que te protege de todo mal. Soy el que te trae la Luna, si la pides, si la piensas. Soy el que sigue tus huellas hasta en desiertos, hasta en los fondos marinos. Soy el que te guía en tu camino, el que te encuentra un sendero a seguir hasta husmeando en la vía láctea. Ocre. Turquesa. Lavanda. Soy el que deja que le ates sin correa alguna, sin cuidado ni respeto. Soy el que te encadena mirándote a los ojos, colocando su corazón sobre la mesa, el cerebro entre tus piernas y un montón de besos en tu pecho y en tu regazo, tantos que se te caen cuando caminas, y yo los vuelvo a recoger para entregártelos de nuevo. Negro. Púrpura. Añil. También soy salvaje e indómito, sin amaestrar, incorregible de dentelladas y vueltas de campana. Amor calientasuelos. Ahogasábanas. Amor tormentoso, que hace llover. Amor fundedías y enciendenoches. Amor de más y más colmillos. Amor a cuatro patas y piel bajo la piel. Amor de zarpas encendidas. De rodillas que se arrastran. De lenguas exploradoras, adictas a la espeleología. De armaduras de sudor, para dos. De lametones con dueño. Cuando yo corro por el mundo las lágrimas valen la pena, las cicatrices no amoratan, no dejan de doler, no dejan desaparecer las viejas y amargas sonrisas. Cuando aúllo al cielo las nubes se apartan. Cuando ladro a las estrellas éstas se dejan caer, con la esperanza de poder sentir mi eco. Así muevo yo el mundo, hasta quedarme en los huesos, hasta secar cada oasis y cubrir de vida cada yermo pedregal. Hasta que no me necesitan aquí y debo partir hacia el siguiente horizonte. Donde siga habiendo alguien que cambie todos sus atardeceres por un solo amanecer.

Tras este relato, el perro hizo una pausa y dijo:

- Ya has escuchado todo lo que debías conocer, ahora te toca ser libre.

Procedió entonces aquel enigma de tatuajes a separar la cabeza de perro de su eje, arrugando la piel, como si hubiera demasiada para tan poca carne y hueso. NO obstante, esta vez no introdujo la cabeza en su envoltorio, sino que la colocó a su lado. Y tras ello algo se revolvió en la bolsa de cuero, y rodando escaparon una a una las tres cabezas restantes, y formaron un círculo alrededor del cuerpo tatuado. Después ocurrió lago extraordinario.

Las cabezas comenzaron a deshacerse. Como cenizas vertidas en el mar, como hojas secas aplastados por un niño enloquecido por el azúcar. Como tinta que oculta su mensaje por la caída por el bombardeo de las lágrimas. Las cabezas se diluyeron en el aire, se evaporaron, y juntas formaron una pequeña golondrina de humo azul, que voló en círculos hasta ser tragada por las voraces bocas de las costillas de la razón. Su cuerpo se electrificó, sus pupilas se dilataron. Su piel fue de gallina y sus pelos de punta y mechas de colores. La razón entró en éxtasis, inmersa en una nueva sensación que nunca había experimentado.

El mundo tomó mil colores que hasta entonces sólo habían sido del negro, se apagó la oscuridad, gasolina recién exprimida incendió la luz, y en una ráfaga la razón atravesó aquel lugar. Aquel eje del mundo que nunca giraba se fue alejando a la velocidad de la luz, rompiendo los muros y las barreras de sonido y silencio. Sintió nauseas y lo vomitó todo con una sonrisa. Sintió miedo y gritó hasta que sus cuerdas vocales se quedaron sin acordes. Sintió la realidad, y sus sueños se aparecieron sobre su piel, y llenaron las curvas de su cuerpo de mil tatuajes que contaban mil historias, historias de mil cabezas rotas parlantes, historias de perros y guerreros samurai, historias de hombres que fueron dioses y de dioses que que fueron un segundo, en un segundo beso, y en otro y en otro más.

Así corrió la razón por la superficie del mundo, coloreando las agrias caras de los hombres de acero y banderas. Así removió las sucias aguas del pensamiento estancado. Así reconstruyó el puzzle del mundo desde sus cimientos, que no encajaban. Así dio la vida de nuevo a este rincón perdido entre galaxias espiral. Contra lo ignífugo. Contra los tintes indelebles de las sábanas. Contra el cierre de los bares. Contra los horarios preestablecidos. Contra el sueño. Contra el hambre. Por los sueños. Por todo lo devorable. Por la locura. Por el sudor. Contra el control. Contra el autocontrol. Contra los límites antipensamiento. Contra los barrotes encierrasentidos. Por un hueco entre los segundos. Por la libertad. Por querer. Por que valga la pena. Por mi. Por todo. Por ti, el que me está escuchando. Por ellos, que no dejan de leer. Por vosotros y por todo el mundo. Por otra historia que, otra noche, te arrope antes de marcharte a dormir.

Diario


Madrid, 8 de mayo:


Seguro que esta situación te resulta familiar…

Te encuentras en tu habitación, ese lugar sagrado que recoge tu esencia más oculta, ese oasis de soledad en un mundo absurdo y aglomerado, esa fortaleza que te permite ser lo que quieras tras sus muros; impenetrable, inaccesible, inalcanzable para los demás.

Estás sentado junto a tu mesa y delante tienes… una hoja en blanco. Tranquilo, no te asustes. Esto es algo que estás leyendo, por lo tanto es ficción y no tienes de qué preocuparte. No puede atacarte desde aquí.

Pero es cierto, delante tienes un folio en blanco. Una hoja, un objeto inanimado (dicen los ingenuos), extraído directamente del corazón de un árbol noble, de superficie lisa, de tacto suave, sugerente, que te invita con un guiño seductor a que la mancilles, a que la violentes imprimiendo tu estampa y tu huella, en ella. Es una llamada a la que muy pocos saben resistirse; la mayoría, débiles, en cuanto ven una de ellas, se sienten irremediablemente atraídos y sin poder contenerse, ¡zas! una palabra, un trazo, un borrón, una mancha… lo que sea. Inmediatamente después, desconocen el por qué, pero se sienten… aliviados. Tranquilos.

Yo me encuentro delante de una de ellas. Justo ahora. Pero no es el mismo caso. No es ella quien se me ha aparecido delante para embaucarme, no. Esta vez la he llamado yo. Tengo delante una hoja en blanco, y quiero escribir algo. Lo que sea. Pero no puedo.

Es posible que, si has estado un poco perdido en los últimos párrafos, sepas ahora comprender mejor de qué estoy hablando.

Verás, yo, siempre he querido ser escritor. Y la razón de ello es ni más ni menos, que me siento incapaz de serlo. He probado muchas cosas a lo largo de mi, por otra parte, joven vida. He jugado con los riesgos y con los vicios, y me he autoevaluado poniéndome delante las empresas más difíciles. Pero… ¿escribir? No, eso es imposible.

Un amigo, que sí es escritor (y por lo tanto, no puedo evitar sentir una gran admiración por todo lo que él hace) me dijo un día que me colocara delante de un papel, con el bolígrafo o el lápiz en la mano, y que simplemente escribiese lo primero que se me pasase por la cabeza. Lo que fuera. Cualquier cosa.

Yo, no voy a negártelo, era bastante incrédulo al respecto. Si escribir fuera tan fácil como hacer eso el mundo estaría lleno de escritores. Y efectivamente, aquí tengo la prueba más irrefutable de que estaba en lo cierto. Me encuentro delante de un folio en blanco, con una pluma en la mano y no estoy escribiendo.

Hay dos posibilidades, que mi amigo ande errado, o que yo esté haciendo algo mal. Desde luego, mi amigo no puede haberse equivocado. Así que el problema, soy yo. O más concretamente, el problema es que no estoy escribiendo lo primero que se me ha pasado por la mente. ¿Y sabes por qué? Porque ahora mismo estoy pensando en un gato.

No se trata de un gato cualquiera sino del gato de mi vecina. Siempre anda colándose en nuestra terraza, como si se pensase que es el amo del lugar y que el mundo entero le pertenece. Es un animal horripilante, desgarbado, anda cojo de la pata derecha trasera, pero ello no le impide trepar y saltar a donde le viene en gana. Como abrigo luce un pelaje negro marchito, con calvas en algunas zonas, sin brillo ni lustre, que sin duda en numerosas ocasiones ha sido el hogar preferido por garrapatas y otros parásitos. El rabo que siempre lleva inhiesto, está cercenado por la punta y en su lugar solo queda un muñón atrófico. De las orejas, una la tiene mordida, arrancado un extremo, posiblemente en una reyerta callejera. Los bigotes de alambre, despeinados, son la prolongación de una mirada feroz, maléfica, que se te clava directamente en las pupilas y que te persigue incluso cuando ya no lo ves.

Es una bestia salvaje, que más de una vez he sentido vigilándome, atento a cualquier desliz, cualquier signo de debilidad para saltar sobre mí y hundir sus afiladas uñas de acero en mi piel, en mi cara. Y ahora, me está observando. A través del cristal de la ventana de la terraza que da a mi habitación, y que siempre tengo cerrada, su forma inconfundible me oprime incluso aquí dentro, a salvo, en mi santuario. Mirándome directamente, sin apartar ni un segundo la vista, sus ojos rasgados me dejan ver como si se tratase de agua toda su maldad. Este no es un animal común, por sus venas corre la sangre del mismo gato que condujo a la locura a Poe, es el demonio personificado. Debería acabar con él, antes de que él acabe conmigo.

-Fluflú, fluflú, ven gatito bonito, ven con mamá…

El gato diabólico, ante la llamada de su dueña se ha vuelto por fin y yo puedo descansar de su prisión hipnótica. Esa estúpida….encima tiene el valor de alimentar a una alimaña como ésa. Claro, quién sino alguien como mi vecina podría sentirse feliz acogiendo en su hogar a una alimaña. Mujer estúpida… No es más que una ignorante y una paleta. Por supuesto, conviviendo con semejante espécimen de ser humano, ¿qué podía devenirle al pobre gato?

En el fondo no es más que una criatura desamparada que, un día, fue un gatito, un minino cariñoso y juguetón. Con un pelaje negro brillante, tan suave como la seda, que darían ganas de estarle acariciando constantemente. Una pequeña cría separada de su madre tempranamente para poder ser vendida en una tienda de animales explotando su encanto de bebé. Llegado el momento apropiado, una familia, sin duda con niños, lo comprarían llenos de ilusión.

Lo llevarían a casa, le pondrían un lazo de color azul alrededor del cuello. Le darían un ovillo de lana para jugar y un cascabel. Dejarían que les mordiese el dedo y que les clavase sus pequeñas uñitas en la mano, porque no harían daño. Su morrito curioso les haría cosquillas en la oreja mientras durmiesen y con un gesto involuntario, acudirían a acariciarle la barriguita peluda. Disfrutarían de sus ronroneos, de cómo se frotaba contra las piernas, de cómo mordía los zapatos y arañaba los muebles. Lo alimentarían, lo cuidarían y lo querrían. Hasta un día. Después ya no. Después se cansarían, se aburrirían de él. Dejarían de quererlo. Es posible que se hiciera demasiado grande, que cada vez destrozase más los muebles, la ropa, los jarrones decorativos que tiraría al suelo. Sus uñas arañarían de verdad y, ¡Dios no lo quiera, podría saltar sobre alguno de los niños y morderlo! Sí, de una adorable mascota habría pasado a ser un animal salvaje, peligroso. Una amenaza en el hogar, que no podía ser tolerada.

Y así el gato, el desdichado gato, sin saber por qué, sin haber hecho nada malo, sin ser consciente de lo que implica tener una familia, sería abandonado, en la calle.

Allí descubriría un nuevo mundo terrible y cruel. Donde todo son dificultades, donde no encuentras más que deshechos para llevarte a la boca, donde todos son tus adversarios, todos buscan pelea y al final, solo estás tú para lamerte las heridas. Allí perdería la punta de su rabo y el extremo de su oreja izquierda. Allí quedaría tullido de una pata. Allí aprendería lo que es la soledad y que nadie te quiera, que a nadie le importes.

En realidad esos ojos rasgados, a través del cristal de la ventana de mi habitación, lo único que gritan es auxilio, ayuda. Y su lomo surcado de cicatrices no es más que un cuadro de todas las penurias sufridas. Pobre animal. Pobre ser vivo. Ahora quisiera levantarme y acariciarle, demostrarle mi cariño, reconfortarle un poco con mi presencia. Pero se ha ido.

Se ha ido tras esa vieja chismosa y entrometida. No es más que una cotilla que tras no haber trabajado de verdad en su vida se dedica a molestar a los demás, a malmeter entre los vecinos.

Cada vez que la he oído hablar no ha sido más que para soltar mentiras por esa boca de víbora que tiene. Cuando me la encuentro por la escalera y me sonríe, arqueando los labios pintados en una mueca grotesca, falsa, deshonesta, no puedo evitar sentir las náuseas hirviendo en mi estómago. Su apariencia es tan repulsiva que me cuesta mirarla a los ojos; unos ojos pequeños, maliciosos, escrutadores, que andan a la caza de la imperfección, del error, de la equivocación, para luego poder clamarlos a los siete vientos y reírse a su costa.

Su afectación es tal, en cada gesto que hace, en cada frase que dice, que parece que estuviera representando un papel secundario, intentando que se semejase al protagonista. Sus manos grasientas y sucias, su ropa de treintañera cuando sobrepasa los cincuenta, su pelo teñido de zanahoria porque es demasiado tacaña como para ir a la peluquería y le pide a una hermana que se lo haga. Las uñas larguísimas, pintadas de los colores más estrambóticos, la excesiva sucesión de cadenas de santos y vírgenes adosadas al cuello como una correa. Y esa verruga… esa verruga enorme, gigantesca, marrón, que sobresale junto a su labio superior y que está coronada justo en su mismo centro por un pelo negro tieso.

Estoy convencido de que esa verruga es el centro de poder de toda su maldad. Debería extirpársela, como si se tratara de un tumor maligno. Ahora mismo. No debo esperar más. Cuanto antes libre al mundo de ese ser, mejor.

Así pues me levanto, abandono la infructífera pluma y como un torbellino desatado, abro la puerta de mi casa y cruzo los escasos metros que separan mi puerta de la de la temible gorgona. Miro decidido la madera; dudo entre si aporrearla hasta que me abra o intentar derribarla de una patada. No sé que haré una vez esté en el interior pero ni siquiera me lo planteo. No es momento de pensar sino de actuar. Actuar, actuar, actuar. Pero de repente, justo cuando tengo mi brazo flexionado, en el ángulo perfecto para descargar mi puño contra esa última frontera, escucho algo, un rumor que viene desde dentro y no parece que provenga de ningún aparato electrónico. Escucho con mayor atención, pegando mi oreja a la madera. En seguida lo descubro y me espanto: son sollozos. Está llorando. Ella, la bruja, la arpía, está llorando. ¿Por qué! ¿Por qué está llorando!

Todos mis planes de actuación de desintegran en un segundo. No soporto las lágrimas. No soporto ver a la gente llorar, ni siquiera en las películas. Todo ese….proceso, me asquea. Los ojos hinchados, las narices mocosas, goteantes, los gemidos, los balbuceos, los gimoteos, las palabras sin sentido, los pañuelos llenos de sustancias verdosas y pringosas…. No puedo entrar ahí. Es más, debería desaparecer ahora mismo antes de que por algún poder extrasensorial me detecte al otro lado de la puerta y la abra, porque entonces, me encontraré frente a ella y..., y..., ¡no puedo enfrentarme a eso!

Retrocedo siguiendo los pasos decididos que marqué antes, ahora con un sentimiento rallante en el pánico irracional. Cruzo de nuevo el umbral de mi casa, vencido y derrotado, me dirijo a mi habitación, cierro la puerta tras de mí y me siento como si nada hubiera sucedido ante mi mesa de trabajo. Noto que las manos me tiemblan levemente. No puedo quitarme de la cabeza esos sollozos. Y pensar que esa persona abatida se encuentra justo al otro lado de mi pared…

Pobre mujer. Ahora lo único que me inspira es compasión. No es más que un desdichado ser patético e incomprendido. ¿Qué derecho tengo yo a juzgarla? Quizá su personalidad actual no sea más que el resultado de años y años de aislamiento social, de vacío, de soledad. A fin de cuentas. ¿Quién es ella? Sé que se llama Ana Rosa, Ana Rosa Panadero. Lo sé por su buzón. Panadero. ¿Qué puede esperarle a una niña pequeña que se apellida así en colegio?

Seguro que de pequeña era una niña encantadora, probablemente un poco comilona, a la que le encantaban las gominolas y por eso siempre estuvo algo rechonchita. Tendría una cara redonda, redonda como un queso. Con unos carrillos carnosos ideales para los pellizcos de las abuelas y las señoras mayores. Se vestiría un poco estrafalariamente, porque siempre heredaría de su hermana mayor la ropa, dada de sí y con agujeros de anteriores caídas y peleas.

Sería una niña muy sensible, un poco ñoña, de ésas que lloran por cualquier cosa y siempre se están chivando, pero a la que le encantan los animales y no soporta ver cómo los niños torturan a los insectos o tiran piedras a los perros. Los primeros días iría a clase aferrada a su muñeco preferido, no queriendo soltarse de él hasta que viera de nuevo a su madre. Una niña tímida, algo patosa, a la que no se le dan bien los deportes y por ello, sufriría las burlas de sus compañeros. Probablemente no formó parte de un grupo de niñas. O si lo hizo, fue solo porque ellas la aceptaron para sentirse superiores a ella. Al crecer, su timidez y su introversión irían creciendo a causa de la inaceptación de sus compañeros de clase y de su baja autoestima. No despuntaría en ningún campo en particular, y ella lo preferiría así para no llamar la atención. Los años de instituto pasarían por ser una sucesión de días vacíos e insulsos, en los que su máximo empeño resultaría no ser torturada por ningún niñato cruel, o por la más popular de la clase. Aprendería a acumular resentimiento y odio contra el mundo, que no la ayudaba y que permitía que ella sufriese de esa manera. Su familia sería el único apoyo constante pero aún así insuficiente a la hora de compensarla por todos los malos ratos pasados.

Su crecimiento físico y emocional continuarían avanzando, no así el intelectual, me atrevo a asegurar. Ser un marginado no es fácil, y ser un marginado poco avispado menos aún. ¿Qué futuro podría haber para ella? Estaría destinada a ser una fracasada y los fracasados no tienen cabida en nuestro mundo. Su camino sería arduo y difícil. Al terminar el instituto entraría a trabajar a una tienda de algún tipo, tal vez de ropa. O tal vez en la pastelería de su familia. O en un estanco. Allí donde fuere, conocería, para su desgracia, al hombre que le rompería por primera vez el corazón.

Un hombre más mayor que ella pero todavía joven, de esos que se las dan de machos cuando en realidad lo único que guardan en su interior es una inseguridad pueril y una dependencia digna de Edipo hacia su madre. Este gallo expulsado del corral entraría haciendo gala de un poder sensual inexistente y de un caché y estilo cuanto menos, cuestionables. Vería en ella una presa vulnerable y fácil de conseguir; con unas pocas palabras amables que se encuentran en cualquier manual básico de seducción, conseguiría empezar a salir con ella. Poco a poco la iría camelando como se enrolla el algodón dulce en un palito. Hasta que finalmente cuando la joven e inocente Ana Rosa hubiese dejado caer todas sus paupérrimas defensas, se abalanzaría sobre ella, exprimiéndola el alma y el cuerpo hasta que no quedase nada de valor. Una vez logrado el objetivo original, se desharía de ella. Puede que con hermosas palabritas escritas en una carta, a estilo novelesco. Puede que directamente no hubiese despedida y que un día ella se encontrase con un silencio de respuesta y una ausencia de compañero. Más realista.

Pasaría semanas llorando (horror), días y noches enteros. Sin parar. Desolada, sintiéndose el ser más desgraciado de la tierra, abandonada toda esperanza de alcanzar la felicidad, atisbada por un momento. Y para qué continuar con este calvario. Decepción tras decepción, desgracia tras desgracia, tristeza tras tristeza. Hasta que finalmente, lo único que le queda es un gato repudiado como ella, y un vecino neurótico, mentalmente insano, con trastorno de personalidad y aires de esquizofrenia. Un genio, eso sí, una mente brillante y sin parangón en su tiempo… un genio que no obstante no sabe escribir. Porque esto no es escribir, amigo mío, esto es desvariar.

¿Conoces la sensación que te embarga cuando estás a punto de cometer una locura? ¿Una acción extraña, fuera de lo común que no tiene ningún sentido y de la que probablemente no sacarás provecho alguno? Sí, la conoces. Si no fueras del tipo de personas que la sienten de vez en cuando no estaríamos hablando ahora. Pues bien, yo la estoy sintiendo ahora. Sí, voy a hacer una locura. ¿Sabes cuál? ¡Já! Pues no te la pienso decir.

Bueno de acuerdo, te la diré, pero sólo porque siento que tenemos una gran afinidad. Voy a dejar caer la pluma sobre la mesa de nuevo, voy a abandonar mi sancta santórum y voy a hacer una visita a Ana Rosa y a su gato. Continuaremos nuestra conversación más adelante.

Por si no regreso con vida: quiero que me entierren como a los faraones egipcios y que mis órganos vitales sean repartidos con equidad entre mis familiares. A ver si así consigo transmitirles un poco de juicio, aunque sea desde ultratumba.

martes, 3 de mayo de 2011

La bolsa de las cabezas rotas (II)

- Konichiwa, mi nombre es Ronin, o al menos así me conocieron durante generaciones, mi verdadero nombre, lo he olvidado.



Asombrada, la razón sufrió escalofríos de curiosidad.

- Cuéntame quién eres, hombre de los tatuajes.

- Yo soy un guerrero sin nombre ni destino, sin dinero ni amo, ni amor ni odio. Yo soy el amor de la vida, y de la muerte. Mi única voluntad es ser libre, mi único deseo, la justicia. Rechacé ami inocencia por conseguir la paz, ami honor por el filo de la katana. Vendí todas mis pertenencias, pues el viaje era largo, porque el camino nunca termina. Escupí a mi amo, pues ningún hombre ni mujer serán dignos de mis reverencias, mi deseo es que ni los dioses agachen la cabeza al observarnos. Olvidé el amor en una botella de mil lágrimas, que se llevó el océano, y el odio lo enterré en la cumbre del monte Fuji.

Aquel que me desafíe será aniquilado, quién robe la felicidad y siembre el mal, devastado. Y por cada vida arrebatada tatuaré una nueva maldición sobre mi piel, para que no olvide nunca el amargo precio de seguir respirando, de que el tiempo continúe devorando mi alma.

Yo, querida Razón, escogí la libertad porque era la única capaz de completar los huecos de mi horadado corazón, y la justicia, para que queden siempre estrellas en el cielo, que ya han caído demasiadas, horrorizadas por las visiones de este tierra. Demasiadas cadenas, demasiadas cenizas, demasiadas mentes destruidas, demasiada tristeza. Y aunque mi cabeza se ha estrellado y quebrado ya mil veces contra los acantilados de la realidad, continuaré hasta hacer de las rocas suave seda.
Y cuando nada me quede por hacer, cuando nada quiera ni espere nada, cuando mi valor ya no alumbre a las almas perdidas. Abandonaré este lugar repleto de escombros y pétalos de cerezo, de nieve y guerras, para reunirme con mis ancestros al otro lado del éter. Rajaré mi vientre con mi propia espada, sin perturbar la paz alcanzada, vertiendo mis adentros y mi sabiduría sobre el mundo. Y que alguien tome mis armas si lo considera oportuno, y construya su propio palacio en su espíritu, para escribir su propia lucha.


Tras estas palabras que mecían como olas marinas, Ronin inclinó su cabeza en un saludo milenario, apretó sus manos contra sus mejillas y comenzó, tras el baile de tinta sobre la yugular, a desenroscarse, como si de un ritual sagrado se tratara. De nuevo emergió la rosca plateada, como si de un faro sobre el horizonte nocturno se tratara.

Otra vez, el cuerpo introdujo sus manos en el interior de la bolsa, otra vez se removieron extraños seres en su interior. Una nueva cabeza apareció entre aquellas manos que parecía páginas de un libro aún por descifrar. Esta vez surgió un rostro delgado, sin afeitar, con un pelo largo y desordenado, con una corona de espinos sobre la frente.
Como la vez anterior, la cabeza fue retorcida en el aire, hasta que el ondulado pelo cubrió los hombros y los labios del hombre emitieron un suspiro, como si llevaran dos milenios sin respirar.

- ¿Quién eres?- Preguntó la razón, deseosa de que su curiosidad fuera satisfecha, quizás eternamente, quizás con una constante erupción de cabezas rotas y parlantes y arrancadas. Quizás así su soledad y sus barrotes serían menos leves mientras esperaba su final.

- ¿Quién soy? Veo que hasta la Razón ha olvidado mi nombre y su significado-dijo aquel nuevo y bondadoso ser, sonriendo-Yo soy quién tu quieras que sea, soy el que te sirva para no despreciar tu vida, el que te haga no tener miedo, o tenerlo sólo para afrontarlo. Hubo, hace ya tiempo, quién me llamó Jesús, Rey, Cristo. Incluso algunos me consideraron un dios, el único dios. Seguramente no oyeron las carcajadas del resto de dioses al verles creer que había un único.



Yo no engañé, excepto para mostrar mayores verdades, no robé, excepto aquello que era de todos y que sólo uno tenía, no maté, pero hice sufrir a quién lo merecía. Yo no usé la magia, no invoqué a ningún genio. No quise oro ni riquezas, o nada que pudiera atrapar entre mis manos. Porque, como sin duda tú ya sabes, hay tesoros que no se tallan sobre piedras preciosas, hay paraísos en esta tierra que no se construyen con madera o acero, que caben en el minúsculo abrazo de una conexión nerviosa. Y por cada pecado cometido para conseguirlos grabé un fragmento del mapa del infierno sobre mi piel. Por ello yo realicé un viaje que no llevaba a ninguna parte, pero que movió alas gentes de todo el mundo. Por ello yo pesqué con harina durante dos días y amasé pan con agua de río durante dos noches para que cientos pudieran comer, antes de que yo pudiera dormir. Les dije a unos que se levantaran y a otros les prometí que andarían. Porque no hay peor enfermedad que creerse enfermo ni peor mal que no querer vivir.

Creen que morí por ellos. Que cuando me colgaron de aquella cruz de madera fui su mártir, un dios inmolándose contra los muros que los hombres se habían creado.

Pero no fue así.

Si pesqué, amasé y sané piernas no fue por ellos, tampoco morí, ni sufrí por ellos, ni por Dios ni por mí. Fue por unos ideales, por un imperio maravillosos llamado esperanza, fue para mostrarles que valía la pena vivir por algo, y morir por algo. Les mostré como en nombre de la fe en sí mismo un hombre puede cambiar el mundo más que todos los dioses del panteón.


Y dicho esto, aquel desaliñado personaje hizo girar su cabeza para separarla de su improvisado cuerpo. O tal vez fue el propio mundo el que giró para que pudieran continuar las historias.

La cabeza fue introducida en la guarida de cuero, resonaron voces, quizás procedentes de lugares remotos. Y una última cabeza vio la luz allí, en el sótano del mundo.

lunes, 2 de mayo de 2011

Observaciones en el metro

Este miércoles vamos a escribir pequeños historias que imaginemos que pueden transcurrir en nuestros trayectos en el metro. Tienen que empezar al abrirse las puertas de los vagones y terminar cuando se cierren detrás de nosotros. Concentración temporal y concentración espacial, por lo tanto.

domingo, 1 de mayo de 2011

Es tan inmenso el vacío.

Sé que a veces se ha preguntado cómo sería su vida si fuera diferente.

Pequeños pedacitos de cambio que dan la vuelta al camino, y así, sin darnos cuenta estamos recorriendo el techo de nuestra vida.

Y ya no hay vértigo. El cielo es el suelo.

Pero su vida no podía cambiar ¿O sí?

La veía pensar, seguramente imaginando qué podría decirme para cambiar las cosas. Preguntándose si, acaso, podría cambiarlas. Si un amor puede sustituirse por otro. Si una mujer puede sustituir a otra a los ojos de un hombre que amaba a la original. ¿Serían todas ellas originales alguna vez? ¿Sabía ella como amaba yo? ¿A quien quería?

¿O creía creer que lo sabía? Es tan amplio el espacio que separa a las personas…

Sus ojos recorrían en silencio el mundo y sus aparentemente infinitas posibilidades. En la mente todo es posible, las paredes son más fáciles de demoler, de correr, de saltar. Nunca hay un muro demasiado alto, sólo, quizá, el que nosotros mismos hemos construido en ese reino tan lejano que es nuestra imaginación. ¿Son nuestros mundos fortalezas impenetrables?

Sentí que ella soñaba con diálogos que nunca llegarían a pronunciarse, y esas palabras perdidas son las que más daño hacen. El infinito preguntarse qué habría pasado sí… y la autoritaria conciencia esgrimiendo que nada cambia, que no hay acción que valga la pena ante un caso perdido.

Yo la veía retorcerse y temía que un día se rompiera. Aún así, sabía que la vería craquelarse y caer. Él nunca iba a quererla, y ella lo sabía. Son esas certezas las que nos limitan, las que levantan nuestras fronteras. Es tan inmenso el vacío que separa a algunas personas de otras. Tan inmenso y tan irreductible. Pero lo saben, aunque tengan miedo, saben de esas esquinas que pueden torcerse y de aquellos cambios que jamás harán que nuestros pies vuelen. El suelo siempre estará bajo ellos. Y arriba, el cielo.