lunes, 28 de noviembre de 2011

Té y meteoritos.

Desorientado y confuso como cuando suena el despertador a deshora, como cuando amanece diez minutos tarde. Con aroma a día de lluvia, a noche cerrada y descolorido como una foto de hace años, como un dibujo a carboncillo que poco a poco perdió su contenido, y su forma, y su mensaje. Pasan las horas. Tiembla el suelo. Monotonía. Desde la sala de estar a la más alta torre truena y llueve el eco de los pasos que una vez diste. Me ciegan de recuerdos. Me inmovilizan. Me atan al techo. Me queman por dentro. Mil sonidos. Mil imágenes. Ningún sentido. Tus caricias abriéndome heridas. Tu perfume me asfixia. No hay escapatoria. Me rodea siempre el mismo camino. El mismo árido paisaje. Toneladas de bruma. Siglos de andar sin dirección. Sopla el viento. Cae la Luna en tus pupilas, el Sol no sale. Todos los relojes se han parado. Y de beber sirven agitado insomnio con hielo en una copa que siempre tiene la huella candente de tu carmín. Veinticuatro horas preso. Y al despertar mi saliva es arena y tu presencia humo. Y al despertar no me he despertado todavía. Mi cabeza parece romperse en mil piezas que no encajan. No encuentro las palabras para componer ni siquiera un “buenos días”. El café se transforma en hormigón y el azúcar en cristal. Cierro los ojos. Los abro. Nada cambia. Todo sigue en su lugar. El mismo polvo. Los mismos colores. Las mismas quejas. Este continúo atardecer. Esta búsqueda eterna. Este manantial de agua color musgo y hasta arriba de estrés. Este pasadizo que está hasta arriba de pasos en falso. 

En la calle subsiste mal grapado el espectáculo de todos los días. Se pone en marcha con una moneda, se apaga cuando nadie mira. Se resquebraja el azul del cielo, todo parece de cartón. Nada es consistente pero aún así es real. Vuela el periódico. Los almacenes están llenos de gritos. Los camiones caen por un curioso efecto dominó. Los pájaros se marchan, revolotean, cantan. Los gatos callejeros observan y sonríen, debajo de los coches, perdidos entre arbustos. A veces llueve té y otras, meteoritos. Sopla el destino huracanes. Las casualidades se agolpan en una cadena de latigazos y traspiés. ¿Qué brilla a lo lejos? ¿por qué llorarán las farolas? Las paredes caen como si fueran de papel mojado. Las luciérnagas brillan y brillan. Crece el liquen. Se evapora el café. Estallan avalanchas de nieve. Se ahoga Venecia. 

Que se respiran azulejos de ceniza que pesan como losas. Que las sonrisas son de tinta azul, los días de la semana bloques de granito. Todo despide radiación. Las palomas mensajeras pierden el hilo. Que todo está fuera de control, que todo gira. Que tus labios parecen de aceite y los míos de agua, que nunca se mezclan. Que los volcanes emergen, que las ventanas se cierran. Mis decisiones me mastican y me tiño la mirada con una interrogación. Que mis pasos son tan débiles como la llama de una vela. El viento me arrastra lejos aunque no me mueve del sitio.

Se cultivan precipicios, se pintan ojeras. Se riega con cemento. Se purifica con fuego. Tú te marchas. Yo lo intento. Te sigo con la mirada pero soy yo quién se pierde de vista. La vida parece una obra de sombras chinas. Una lluvia torrencial de colores de acuarela. Difumino mis contornos, ato las imágenes que conservo de ti, con doble nudo, a mis papilas gustativas. Y me saben cómo se siente el agua oxigenada en las heridas abiertas. A esa pizca melancólica que se vierte cuando las nubes cubren París. Al terror que produce el infinito. Al impacto contra el agua gélida del Ártico.

¡Ay, los verbos!


Como parece que ya se acaban los exámenes, aquí va mi propuesta para el próximo miércoles. A ver qué os parece.

Yo, tú, él-ella-ello, nosotros-nosotras, vosotros-vosotras, ellos-ellas.
Cada párrafo (o verso, si se quiere hacer un poema) de nuestro escrito de hoy tiene que empezar por uno de estos pronombres y continuar con la forma adecuada del verbo elegido por cada uno, no importa en qué tiempo o modo. Ya veis que, como MÍNIMO, tienen que escribirse 6 párrafos —los correspondientes a las personas gramaticales— y, como MÁXIMO, si optamos por usar las variaciones de género, 11. Ni uno menos del mínimo, ni uno más del máximo.
A ver qué sale.

martes, 22 de noviembre de 2011

El porqué de las cosas

¿Por qué llueve para abajo? ¿Por qué el negro se asocia con la tristeza, el blanco con lo puro y el rojo con la pasión? ¿Por qué si se oye un golpetazo cerca de nosotros pegamos un respingo? ¿Por qué se habla tanto del tiempo en los ascensores? …

Estas y otras muchas preguntas te las habrás formulado alguna vez. Este miércoles vamos a intentar dar respuesta en forma de cuento a alguna de ellas (u otra elegida por ti), pero con una única condición: huir de la lógica y dar paso a la fantasía.

Seguro que salen cuentos espectaculares.

sábado, 19 de noviembre de 2011

La muerte del Coronel.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Y cuando se cansaron de ir señalando al mundo, con ese gesto de hurgar en el aire, que más bien les hacía parecer acusadores en el patíbulo, decidieron imaginar el nombre de las cosas. Pero entonces todo se hizo caos. Porque los hombres llamaron alas mujeres quiebra-cabezas, y las mujeres a los hombre desgaja-corazones. Mientras que entre ellas se llamaban lenguas-cuchilla y entre ellos no se llamaban. Finalmente se pusieron de acuerdo, y todos fueron palabra. A pesar de todo, pasó aún mucho tiempo antes de que los nombres fueran de todos, tiempo en el que los ricos siguieron confundiendo su dinero con los guijarros del río, mientras que los pobres lo llamaron siempre cuentos.

Así pasaban los días, con el continuo murmullo de las gentes inventando el mundo, cuando algún vecino encontró el viejo baúl de su abuelo, el medio guajiro. Lleno de los retratos de los muertos, como almas en blanco y negro, y los vestidos de boda que se confundían con las madejas de telarañas. Y al fondo de aquel cofre del tesoro encontraron un libro lleno de palabras desconocidas, y de significados absurdos. No entendieron nada, pero les gustaba el sonido de algunas, y no las dejaban de repetir a los niños todas las noches, para que tuvieran dulces sueños. El sonido de otras les causó temor, y se las susurraban al oído para que obedecieran a sus madres.

De esta forma continuaron el bautizo de las cosas. Primero pensaron las cosas buenas, y al Sol lo llamaron Ojalá, y a la Luna Arrecife, y al viento devorar y al agua galaxia. Después nombraron a las cosas malas, y a la guerra la llamaron maraña, y a las balas tristeza, y a las armas dolor. Aunque la muerte siempre fue muerte.

Y de este modo se construyeron los primeros años de Macondo, en aquellas casas de barro y cañabrava, encaladas y pulidas con la galaxia del río y arena, reforzadas con aquellos guijarros que llamaron estrellas para que no se las llevara el devorar del norte. Aunque algunos ricos siguieron reforzando sus tejados con monedas viejas.

Mercaderes y viajeros de todo el mundo, no sin cierto tono de burla, les desvelaron el verdadero nombre de las cosas. Pero ellos siguieron subiendo aquella colina, a la que se referían por lluvia, para ver como los Ojalás se escapaban una y otra vez por el horizonte. Y con la llegada de la noche esperaban a que el Arrecife luminoso apareciese en el cielo, poquito a poquito, mostrando un poco menos de oscuridad con cada día que pasaba.

Así pasaron los años, bebiendo largos tragos de galaxia de aquel río diáfano e incesante que bajaba de la selva, hablando de como algunas palabras les inquietaban y les hacían detener el corazón cuando sus miradas se encontraban por las calles del pueblo. O de como otras, malvadas, les aparecían en los sueños, o en los desiertos, como ellos los llamaban, porque al principio sólo podían referirse a ellos señalando a todas partes.

Y así lo recordaba el Coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento que, no sin temor hacia su viejo maestro de guerra, lo señalaba ahora con aquellos fusiles oxidados de tanta guerra sin sentido y de tantos hermanos que se encañonaron desde lados opuestos de la misma mesa.

Señalaban a aquel hombre de tez morena y cabellera plateada. A Aquel hombre al que en otro tiempo, antes de que llegaran los gringos con sus títeres y su codicia sin fin, habían servido fielmente, como coronel noble que era.

Todo esto pensaba el coronel Aureliano Buendía, blandiendo aquella mirada de tigre que parecía poder fundir los cañones. En todo ésto y en cómo tanta guerra no había servido para una chingada. En como las almas, si de verdad no se habían marchado ya de aquella tierra despiadada de jungla y tiburones, de malaria y sangre, se habían perdido inútilmente día tras día, año tras año.

Finalmente recordó los viejos nombres de Macondo. Y, mientras aquellos hombres desmontados por la desgracia de aquella tierra intentaban mantener el pulso firme y apretaban los gatillos de sus metalizados dolores; mientras aquellas silbantes tristezas atravesaban el aire en un huracanado devorar; cuando aquellos doce o catorce disparos finalizaban con una sangrienta maraña que había sacudido las tierras del Caribe durante tanto tiempo; cuando la muerte, que siempre fue muerte, alcanzaba con impaciencia al coronel; él sólo pudo pensar en que, a pesar de todo, los nombres de Macondo siempre habían sido los verdaderos.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Lolita, no te pierdas.


Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba.  

                              Pero en mis brazos era siempre Lolita.
Lolita no tenía dueño, aunque yo quisiera cerrar puertas detrás de sus pasos de fiera. La posesión no es poesía, si se puede amar algo tan pequeño, delicado y hermoso como una criatura indomable a la que se ata cada vez más fuerte cuando se va pronunciando su nombre. Sus gafas sobre la piscina, sus labios suaves como caramelos rojos, su angustia en tan poco espacio, esos brazos finos y blancos, mi asfixia entre ellos, nuestro viaje a través de la libertad donde la tuve presa. Y echó a correr entre los metales que iban deshaciendo nuestros cimientos. Lolita me volviste loco, qué venganza. Lolita no me dejes. Lolita no te marches. Lolita te quiero como una palabra desprendiéndose del paladar. Lolita no desaparezcas. No pierdas tus seis letras, tus dos "l", tu "o", tu "i", tú "t" y tu "a" .
                                                    
                                                        Lo-li-ta no te pierdas.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Rubí en la noche

Era una noche profunda. El silencio de las estrellas lo envolvía todo. Me acerqué a la ventana y la abrí. El viento que escupía la luna me abofeteó con odio. ¡Ah! La adorable furia de la noche.
Me senté en el alféizar con la espalda apoyada en el marco de la ventana. El pábilo del mechero iluminó momentáneamente mi rostro en la oscuridad. Prendí el cigarro. Tomé una profunda calada y observé la danza del humo hasta que se fundió con la bruma de la noche.
El cigarrillo terminó de consumirse entre mis labios. Cuando no fue más grande que mi uña lo arrojé al abismo de la calle negra.
Con un suspiro abandoné mi lugar y me dirigí al centro de la habitación.
Te miré detenidamente. Me agaché para observar tu rostro dormido. ¡Qué hermosa eras! Tomé del suelo un pincel, y humedeciéndolo en el rubí que manaba de tu estómago, me acerqué el lienzo que había más a mano. Así te mantendrías en el recuerdo para siempre. Sí. Porque yo era suficiente, tú eras suficiente.
Y así me descubrió la policía al irrumpir en mi casa.
Cerré los ojos. Encendieron la luz, rompiendo la enigmática magia de la noche. Pisaron mis bocetos, la hermosa sangre que brotaba de tu cuerpo. Lo estropearon todo antes de que hubiese podido dar la primera pincelada. Mi dolor no podía ser mayor. Me gritaron y arrastraron de allí. Pero todo lo que pasó después lo recuerdo como en un sueño, como en una extraña fantasía.
Ya me conocen. Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa humana.
En esto pienso. En estas cosas estúpidas detrás de los barrotes que me atan y me matan con una muerte, que en realidad no es tal.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Famosos comienzos

Los siguientes autores nos prestan el comienzo de sus obras para que hagamos con uno de ellos lo que nos apetezca: lo podemos usar como inicio de nuestro CORTO relato, incluirlo en la mitad, o al final, como cierre original. El caso es que nos sirva de inspiración. Eso sí, no podemos tocar nada de su redacción, ni una coma; tiene que aparecer tal cual está en nuestro escrito.

Leedlos bien para elegir bien. Todos son altamente sugerentes.

Yo, señor, no soy malo, aunque me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el cipo como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.

Camilo José Cela. La familia de Pascual Duarte

Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta como la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire con zumbido de moscardón, qué pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, qué es lo que se ha transformado, hacia dónde enfocar la atención, no sé…


Carmen Martín Gaite. Lo raro es vivir.


Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad.

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

Vladimir Nabokov. Lolita.

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.

Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana.

Ernesto Sábato. El túnel.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Sinestesia de sombra y conjuros

Tsch! Calla, calla...! Que no me dejas ver los sabores. Que hay que palpar el color de esas imágenes intermitentes y sin sentido. Afiladas como terciopelo, suaves como el filo de una navaja. Saborea, saborea esas notas musicales que huelen a canela en La menor, y a cayena en clave de Fa, y a aspereza en bemol.

Despréndete de tus oídos y córtalos en tiras sobre una bandeja de plata. Y préndete después de las llamas escondidas en el lecho del río. Después deja caer la vista a los pies, y mézclala con los charcos reflejados en el cielo y con las nubes donde chapotean las ranas. Envuelve el viento en la piel y echa a volar.
Desmonta tu nariz en esquirlas de cristal y recomponla en las vidrieras de Notre Dame, para aspirar bien el aroma del Sol.
Para terminar evapora tu lengua a fuego lento de labios sudorosos y déjala atormentarse hasta parir rayos.

Tómalo todo y cuécelo en una olla de barro, con calor de fuegos artificiales en cocina de tela de araña. Y bebe, bebe hasta ensordecerte y deslumbrarte, hasta sufrir cosquillas dolorosas y asfixiarte con mil hedores nauseabundos. Hasta que el amargo se tatúe en tus encías.

Entonces percátate del gusto que tiene la caída de la lluvia, que huele a hormiguero espacial vertido en el cielo. Y el olor a tierra mojada querrá ser siempre color miel, pero no será otra cosa que color tristeza. Observa bien el tacto de la luz de la Luna, que es como piel de tiburón en rizo de mar. Y al cerrar los ojos husmea entre sus cráteres, que seguro encontrarás perfumes salados con textura de anémona y de medusa.
Por último encarámate a los árboles y siente el mundo retorciéndose a tu alrededor. Las hormigas cayendo entre la tormenta de tu lengua y las tiras de tus oídos serpenteando bajo la corriente del río, surfeando el pacífico más despiadado. Túmbate en las hojas oxidadas por el otoño y observa su crujir, cuélgate de las ramas y saborea el café que brilla en las estrellas fugaces, que al instante siguiente es sólo silencio acariciando como mantequilla.

-Pero...

-Tsch!! Calla, calla! Tú sólo empieza a sentir.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Wind.



Todo empezó con el viento...

..lentamente enroscándose sobre la tierra seca y polvorienta de Kansas, barriendo en pequeños círculos el pavimento de otoño, con las hojas volando poco a poco a tan sólo unos centímetros del suelo. La granja estaba pintada de verde oscuro y el atardecer la enrojecía con los últimos rayos del sol trazando espigas sobre los campos dorados. Helena se sentó en los escalones desgastados del porche, el cabello enmadejado en la brisa, los zapatos dejando huellas nerviosas en la madera del suelo, los cordones desabrochados, las manos entrelazadas sellando un nudo tenso, en espera. Los árboles removiéndose en sus raíces, las hojas titilando en el atardecer. Y las siete en punto.

Todo empezó con el viento...
...desenroscándole la bufanda del cuello y arrastrándole hacia atrás con virulencia. Aquella pared de aire separándole de aquella mota de tela azul que se había alejado hasta perderse, en tan sólo un segundo. Al lado de la mirada perdida en la distancia, la granja, con sus tejas caídas y la luz cálida en las ventanas. El cielo tornándose gris y las nubes brotando en cumulonimbos de espuma dando vueltas despacio, como la masa del algodón de azúcar en la máquina de feria. Nóel se ciñó el abrigo, concentrándose en dar un paso tras otro, levantando hondas de polvo cada vez que embestía su cuerpo contra el viento. Una cinta violeta sobre un cabello oscuro, una persona levantándose, una voz llamando su nombre. Y las siete en punto.

Todo empezó con el viento...
...removiéndose en círculos, entrelazando calor y frío, dibujando un embudo estilizado y aterrador contra el suelo. Absorbiendo a la velocidad del rayo tierra, agua, pasto, vallas y cercados. Creciendo más y más alto, más y más ancho, oscureciendo el aire que lo vertebraba con arena y tierra, con tierra y tejas, y postes, y madera arrancada de sus cimientos. Y una granja verde, una chica que corre, un chico que espera. Y las siete ya han pasado, las siete corren igual que ellos, intentado ganarle la partida al tiempo.

Y todo terminó con el viento...
... la cinta violeta se desprendió del cabello mientras Helena corría. Nóel no podía verlo aún, pero allí estaba, se estaba dibujando en el cielo tan claramente que el aire ya sabía a tierra revuelta y a miedo. Corre tú también, le dijo ella, pero él no podía oírle. Aquello era la puerta hacia Oz, y el terrible pomo ya se había abierto. Nóel lo sintió en sus pies, que se arrastraban hacia detrás, y lo notó al caer. El viento giró y giró y se llevó la granja. El viento giró y giró y tiró de ella. El viento giró y giró y él alcanzó a rozar su mano.

Así, el tornado siguió girando, girando, y girando.
Hasta que ya no quedó nada más que el viento, volviendo a mover suavemente las hojas del árbol, pasado el atardecer.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Coctel de Hiedra.

Sabe a arena, a estela de cometas, a vacío. Me atraviesa la garganta, me absorbe, me empuja, me lanza de piedra en piedra, y de baldosa en baldosa. Me estanca, me aleja. Convierte mi piel en escamas color verde musgo. Y pegado al tronco de los árboles el viento es el único que me despeina. Paso de hora en hora y de día en día diluyéndome como la acuarela, como las bandadas de palomas de humo que cruzan el cielo y al siguiente instante se desintegran. Tuerzo las esquinas de las esquirlas de metal en busca de refugio. Escalo la cubertería, me pierdo entre tus sabanas y renazco de la ceniza de tus cigarrillos. Me envuelve la hierba y el barro, el asfalto, el liquen. Y se pegan a mi paladar, a mis córneas, a mis dientes páginas de mil cuadernos. Y me trago la tinta, y todo sabe a historias rotas y finales difusos. A nudos y a serrín, a sangre y tristeza. A estados de coma y a puntos de sutura.

Luego vuelo en círculos acechando tu taza de café, tus horas de sueño. Luego intento bucear a pulmón en tu perfume, intento tatuarme en cada una de tus huellas dactilares. El cielo tiene el color de lo que expulsan los tubos de escape, el agua sabe a sábado nada más despertar. No dejo de dar vueltas. No dejo de pensar, de buscar silencio y algún lugar sin tiempo ni espacio, solo calma y largas horas de llamaradas azules alrededor. Busco un atardecer infinito que me envuelva en el fuego que despides. Descuartizo mis sueños y los entierro. En mi cabeza resuena el eco atronador de mil tormentas. Y mis venas estallan en fuegos artificiales, no dejan de aparecer animales por la sala de estar y las infusiones se ríen a carcajadas. A las cartas postales les han salido alas y se escapan de unos buzones que intentan devorarlas. Las personas olvidaron sus rostros y sus nombres, y en vez de bocas tienen un acordeón y botones por ojos. Caminan por la calle como ruedan las piedras por las laderas. Sus almas pesan y son pastosas como la pasta de papel pero mucho más grisácea. Respiran y se mueven al compás. Con sus paraguas, sus bolsos, sus maletines. Y guardan la oscuridad en bolsas y luego se la beben cuando nadie mira, después sonríen y prosiguen su eterno camino.

El Sol guiña los ojos y gruñe. La Luna es una inmensa aspirina efervescente. Como efervescente se vuelve la ropa ante esta lluvia ácida, ante esta marea negra, ante esta avalancha de porcelana rota. Y para matar el tiempo devoro a Saturno, salto sin paracaídas, dibujo silencio. Y colecciono las promesas escritas en servilletas de papel que hay abandonadas por la acera. Diviso las cuevas donde se esconden aquellos que tienen la derrota grabada a navaja en la frente. Y los minutos en el metro son como horas, como una espesa manta que tapa cada poro. En el subsuelo, sobre la atmósfera, en cualquier parte.

Se arremolinan las nubes, arde Roma, se desbocan los caballos, explota la tos, muere la risa, suenan las campanas, los incendios salpican, la pimienta huye. Todo se acaba mezclando. Todo tan eterno y tan poco duradero como de costumbre, todo tan inútil: laberintos llenos de puertas y ventanas, ruedas pinchadas, pasos en falso. Y los trucos de magia no tienen ningún truco, las sopas de letras saben a papel de periódico. Y revientan los tímpanos de las iglesias, y se paran los corazones de las piedras. Los cuervos llevan el misterio agarrado del pico, los elefantes pierden la memoria a cabezazos contra una realidad que languidece dada de la mano de una locura púrpura y espesa, muy salada, más que el mar. Y graniza en algún lugar entre mis pulmones y tiembla el suelo y salen cosas de la chimenea. Todo está borroso, abandonado en mitad de un desierto de vidrio, sin norte ni sur, ni viento, ni cielo, ni sombra.

martes, 1 de noviembre de 2011

Paso de dos


En ballet, un pas de deux (en español paso de dos) es un dúo en el que los pasos de ballet son ejecutados conjuntamente por dos personas.
(Wikipedia)

En este ejercicio hay que trabajar solo y en pareja. Me explico: cada uno empieza a escribir un relato corto (ya sabéis lo que es corto: no más de una página y media) y cuando lleva cuatro líneas escritas, lo intercambia con el de al lado, que será su pareja. Ambos añadirán otras cuatro líneas al relato empezado por el compañero y lo devolverá, y así sucesivamente hasta el final. Cada pareja, pues, escribirá simultáneamente DOS relatos. Al final entre los dos elegirán cuál quieren leer a los demás.

¡Ah! El cuento tiene que estar protagonizado por un animal (única condición).

Ánimo y suerte a todos. A ver qué nos sale.