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viernes, 11 de mayo de 2012

La imposible circularidad de la memoria


Abrió la puerta y el mundo se le vino abajo. Nada de lo que allí encontró le resultaba extraño pero tampoco lo reconocía como propio. Era su casa, allí estaban sus recuerdos, los recuerdos de su madre y de la madre de su madre, y de sus hermanos y sus tíos, pero, a pesar de ser consciente de todo esto, notaba algo raro que le impedía identificarse con el espacio.
De todos modos, entró y se adentró por el pasillo, largo y oscuro, que salía de un recibidor pequeño con una sola puerta. Ese pasillo había sido el lugar cuya infancia había ido transformando en pista de carreras de triciclo, circuito de chapas, escenario de exhibiciones de patinaje, etc. etc... En su adolescencia llegó a odiarlo pues su suelo de madera vieja y estropeada por los años delataba a todos los habitantes de la casa cualquier movimiento -permitido o prohibido- que él quisiera hacer. Más tarde, durante sus estudios, el pasillo largo y oscuro sirvió de senda de ida y vuelta para memorizar los gruesos volúmenes de todo tipo de Derechos.
Pero el pasillo no acababa en sí mismo, sino que como si de un afluente se tratara, casi al final de su curso, salía otro, algo más pequeño y más luminoso. Allí sí había recuerdos acumulados y allí sí que se reconocía. El primer beso, la alegría del encuentro fortuito, la libertad de la niñez. Todo se agolpaba desordenadamente en esos metros que acababan en la cocina, grande, espaciosa, necesaria. De allí, y con un giro tan brusco que más de una vez hizo que la sopa y la sopera se vinieran abajo, un pequeño paso permitía el acceso al comedor: una gran mesa rectangular, sobre la que pendía la inmensidad de una lámpara de cristal, ocupaba el centro de la habitación. En esa mesa debían de caber muchas personas, pensó, pero por más que quiso sus recuerdos no avanzaron y no pudo verse sentado a la mesa acompañado de sus padres y sus hermanos. No insistió, su incapacidad le entristecía.
Al comedor abrían dos puertas y desde él, bajo un pequeño arco, empezaba otro pasillo. Lo recorrió atento a las formas, los olores, los ruidos. Pero nada le resultó familiar. Desembocó en una sala, una especie de cuarto de estar, con una camilla, una mesa para la tele y una gran librería en donde bailaban tres o cuatro libros por estante. Cogió el primero que vio: Callejero de Madrid, 1970. Versión revisada y actualizada, con nuevos  planos de la ciudad. ¡1970! ¡Oh!. Y más allá este otro: El libro de la selva (cuento ilustrado). El corazón hizo un amago de acelerarse, pero enseguida volvió a su ritmo normal. 
Salió de la habitación no por la puerta por la que había entrado, sino por la que estaba enfrente y justo al lado de la gran librería. Allí ya había estado, se dijo. Y mirando con detalle a su alrededor vio de nuevo el comienzo del pasillo largo y oscuro, que salía de un recibidor pequeño con una sola puerta, que era la última por la que él había pasado.
En ese momento sonó el móvil; era un mensaje. Con torpeza y lentitud, sacó el aparato del bolsillo, le dio al botón que estaba iluminado y leyó en la pantalla: "No te muevas de ahí, papá. Ya voy a buscarte. Espero que la visita que te sugirió el médico te haya hecho bien. Nos vemos enseguida".
Con la misma torpeza y lentitud, pero con sumo cuidado también, volvió a guardar el móvil en uno de los bolsillos de la chaqueta al tiempo que de otro sacaba un pañuelo, perfectamente blanco, perfectamente planchado, con el que se secó las lágrimas suavemente.

Dedicado a todas las personas cuya memoria
les abandona antes de tiempo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Una cosa bonita de verdad

 
(Hay que pinchar sobre las palabras anteriores y la magia se despliega)

Escritos colectivos: No me hables de horas extra.

El café de máquina de la oficina sabía casi a agua, ni siquiera podría decirse que tuviera aroma. Tengo cinco minutos para beberme el café. Luego mis manos vuelven a encontrarse cara a cara con las letras gastadas y cansadas del teclado del ordenador. Mis ojos chocan con un reloj que se mueve a paso de tortuga. El jefe se pasea cada media hora, habla con algunos y les dice, al acabar, que sigan trabajando. El jefe se marcha. Mis manos siguen ancladas al teclado, el reloj no se mueve, y si lo hace, su sonido es tan estruendoso como una estampida de truenos procedente de un oscuro nubarrón.

 Mi compañera de al lado habla por teléfono con su familia, su novio que vive en Dinamarca y todo eso. Cuando el jefe se pasea, pone el teléfono en espera, teclea, y hace como si nada. Yo mantengo la misma mueca que deben poner mis manos al teclear durante tantas horas seguidas.

Mis dedos tocan en el piano un eterno réquiem, pero mi mente quiere volar montada en el petirrojo que veo por la ventana. Pero en el interior de la oficina un cálido fuego arde. Unas pálidas llamas que me hacen sentir más a gusto que en casa. Todos los días las busco: en los grifos del baño, en cada papelera, entre los espacios de cada número del reloj, en los archivos de mi ordenador. Pero por más que lo busco no los encuentro, sin embargo yo lo siento, sé que el fuego está en alguna parte de este trabajo, y el no encontrarlo me desespera aún más. Una vez estuve a punto de preguntárselo al jefe, pero el reloj corría tan rápido que me entró miedo de que me despidiera.

 Quemarlo todo, eso sí que estaría bien, despertarse un día y ver que la oficina ha ardido hasta los cimientos y que tú eres el único superviviente. A veces quemo cosas, cuando estoy solo y sé que nadie me ve: papeleras, cabinas telefónicas, una vez quemé un coche. No estoy loco, aunque sé lo que pensaría la gente si pudiera saber lo que pasa por mi mente. La soledad y un trabajo de mierda dejan tocado a cualquiera. Noto que me estoy poniendo nervioso, abro un archivo de texto: “lista de tareas: machacar la cabeza del jefe con el teclado del ordenador, graparle los dedos al administrador, cortarle los frenos al coche de la psicóloga de la empresa”. Lo borro inmediatamente, a veces me asusto de mí mismo.

A la psicóloga de la empresa también la asusto. Lo veo en su rostro cuando anota cosas en su cuadernillo. Me ha recetado toda suerte de pastillas: antidepresivos, calmantes. Quiere controlarme. Creo que sabe demasiado. Debería hacer algo al respecto. Me molesta ligeramente que esa desconocida sepa tanto de mí. Sí, quizás debería hacer algo. Siempre me juzga. Me mira por encima de la montura de sus gafas con una mezcla de superioridad y compasión. Definitivamente debería hacer algo al respecto. ¿Y si le cuenta a alguien lo que sabe de mí? En realidad no sabe nada. Cree que lo sabe todo, pero no sabe nada. Arrogante… voy a hacer algo al respecto. Quizás debería tomar algunas de las pastillas que me receta. Empiezo a aterrorizarme de mí mismo. Quizás debería ir a verla, aunque temo lo que pueda pasar.

 Ahora que me paro a reflexionar sobre esto, puede que la psicóloga sepa más de mí de lo que me imagino. Tal vez piense que soy un peligro para la sociedad y quiera quitarme de en medio con pastillas misteriosas. Sí, he de hacer algo al respecto. Tal vez sea ella la que tenga que desaparecer, tal vez podría drogarla yo a ella. Llevarla a un bosque, atarla a un árbol y quemarla viva. Sí, sería la primera persona a la que quemo, y querría saber qué se siente…

 Pero no, eso truncaría mis planes secretos. Yo no puedo dejar rastros tan evidentes, atarían unos cabos con otros y sabrían que había sido yo. Al fin y al cabo, aunque la psicóloga sepa tanto de mí, no es ella quien me está perjudicando; es más, podría decir hasta que me cae bien; no me importaría invitarla a salir alguna noche y ¡quién sabe! Hasta a lo mejor llegábamos a algo. Mi objetivo es el jefe, que se pasea y pasea como si no tuviera nada que hacer más interesante. No puedo soportar su “sonrisita”, ni sus “palmaditas” en la espalda cuando quiere ser simpático (“Por cierto, Pérez, ¿qué tal está su mujer? ¿ha terminado ya la quimio?”). Voy a por él.

Tiene que caer, seguro que la gente me lo agradece. ¿Qué sentido tiene que alguien que se pasea por los pasillos sin hacer nada en todo el día y llegando a la hora que se le antoja sea el que más gana? Se merece lo que le va a pasar, creo que incluso él opina que se lo tiene ganado, ¿cómo no iba a odiarse a sí mismo? Tiene un trabajo insignificante, insulso. Sí, el mejor sueldo, pero por no hacer nada. Lleva una existencia vacía, es una cáscara y no merece vivir por ello. Pero tendré que dejarlo por hoy, nadie debe sospechar. Tiene que seguir siendo secreto para que pueda funcionar.

jueves, 1 de marzo de 2012

Escritos colectivos: Estragos de la guerra

Antes me gustaba ir de compras. Paseaba entre los azulejos y de cuando en cuando pegaba mi naricilla a los escaparates hasta ver algo que probarme. En ese momento entraba en la tienda y pasaba largo tiempo poniéndome miles de cosas que luego no compraba.
Antes me gustaba ir a la playa en los días nublados y pasar muchas horas haciendo castillos, y cuando subía la marea trataba de que no se desmoronasen. También buscaba entre las rocas conchas y algas con las que decorar mis construcciones.
Antes me gustaba la ensalada de pasta. Meterme en la cocina y cocinar para mí una enorme ensalada, con pimiento y pepino. Y luego tomarla tranquilamente escuchando la televisión.
Eran cosas que le gustaban a mi yo anterior, cosas que actualmente me parecen nimias y sin significado ¿Cómo he cambiado tanto? La respuesta es simple pero en absoluto sencilla. Todo comenzó la última navidad antes de la guerra, celebraba Nochebuena con mis amigos, de la mayoría de ellos desconozco ahora su destino, por la radio sonaban las noticias de la invasión de Canadá por parte de los rusos, pero ese día eso nos resultaba indiferente, era un día feliz, o debería haberlo sido.
Un hombre de rojo llamó a la puerta. Lo sé porque fui yo misma quien le abrió. Los hombres de rojo nunca eran buena señal. Ya conocíamos de su existencia, aunque no sabíamos bien qué hacían. Algunos vecinos habían recibido sus visitas. Ahora sus casas estaban en venta. Mi amigo Tobías recibió una llamada de sus padres diciendo que les había visitado un hombre de rojo y que fuesen inmediatamente. Nunca volvimos a saber de él. Mi prima Laurie, residente en Kiev, recibió una llamada de uno de ellos. Se suicidó dos meses después. Se me subió el corazón a la garganta.
-¿Qué se le ofrece?
El hombre de rojo esbozó una sonrisa torcida porque yo aún no le había reconocido y tardaría en hacerlo todavía un rato.
Sin una sola palabra, sólo con esa sonrisa torcida en aquel rostro ambiguo y maltratado por la guerra irrumpió en el salón y ante la mirada atónita de mis amigos, ocupó mi asiento y en silencio comenzó a comer de mi plato.
Cuando conseguí serenar mi ánimo y quitarme el susto de encima, me dirigí al hombre aquel y con el tono más tranquilo que pude le dije:
-Señor, ha ocupado usted mi asiento y ese plato del que come es el mío. Le ruego que se levante y acceda a ocupar el sitio libre que hay en el otro extremo de la mesa.
La verdad es que pensé –y todos mis amigos hicieron lo mismo- que el hombre de rojo no iba a esperar a que yo terminara de hablar y que me haría desaparecer sin piedad a la primera de cambio. Y sin embargo, no fue así; se levantó y mirándome fijamente recorrió el lateral de la mesa y se sentó en el hueco que quedaba.
Toda la escena parecía carecer de sentido. El hombre aún no había abierto la boca para nada, exceptuando, como es evidente, las veces que lo hacía para comer. Estábamos todos con los ojos como platos y probablemente en nuestras miradas era fácilmente perceptible nuestro asombro.
Cuando el reloj dio las dos en punto habló. Nos habló del virus T. Todos estábamos afectados por él. No había cura, solo desgaste. Describió los síntomas y rogó a los que lo padecieran que le acompañaran. Me fui quedando sola. Sola y distinta. Se fue el hombre de rojo y yo esperé a los síntomas que estaban por venir.