lunes, 30 de abril de 2012

El cuadro.


-De entre todos los lugares John Andrews, nunca pensé que te encontraría en un parque.
-Nunca has sabido leer bien a la gente, Anna.
-Puede, al menos nunca te supe leer a ti, ¿verdad?
-Sabía que estarías aquí.
-¿Qué?
-"La naturaleza, allí es donde nacen y mueren todas las cosas."
-Estabas escuchando.
-Siempre.
-No siempre. No siempre... Dime, ¿qué haces aquí?
- La pregunta correcta es, ¿qué haces tú aquí?
-Pasear. ¿No te parece éste el día perfecto para ello? El sol reluciente sobre el lago, las caras felices de la gente, con sus sombreros de primavera, sus conversaciones banales, sus vidas estáticas dentro de este maravilloso engranaje. Todos estos colores, el viento entre los árboles. Las risas. La vida. Todo se mueve, pero a mí no me engaña. Nada se mueve. Sólo nosotros, aquí. Parece un cuadro, ¿no crees?
-No lo hagas.
-¿Hacer qué?
-Simplemente no lo hagas. Regresa a casa. Tu familia...
-¡Oh pero si todos están aquí! ¡Allí mismo! ¿No te parece delicioso...? Me muero por ver sus caras. Un día memorable, idóneo. ¿Por qué iba a quedarme en casa?
-¡Anna! Escúchame...
-Suéltame, John.
-Sé que no tengo derecho, pero...
-¡No! En efecto, no lo tienes. Hace mucho desde la última vez que nos vimos, y apareces hoy, de entre todos los días que se gastan y palidecen. Hoy, para aguarme la única fiesta en meses. No, en efecto no tienes derecho alguno. Lo perdiste al echarte atrás, y de eso hace años John. Déjalo estar.
-Anna...
-¿Qué? Guárdate tus ideas sobre el mundo, sobre viajar y observar. Sobre pintar. Sobre vivir. Sobre amar. Sobre la esperanza y el perdón. Olvídate de todo aquello que me enseñaste. A nosotros no nos sirvió. Ni tampoco a mi hermana. No le sirvió a nadie. Estamos atrapados aquí, en esta existencia marchita y áspera. Controlados por todos ellos, con su ropa apretada, sin respiración. Con sus ojos cansados, sin miras, ni horizontes, ni sueños. Con sus risas fútiles y sus historias banales y grises. ¿Seremos así? Yo no. Intenté librarme, intenté respirar. Y sentí  John. Y te quise. Pero todo eso se acabó. Regresamos, y la vida que teníamos  se rompió en pedazos.
-¡Basta! ¡Lydia no querría esto!
-¡Está muerta! ¡No va a volver! Nunca debimos volver...
-No podemos cambiarlo. El pasado es pasado. Y duele y hiere. Y nunca se olvida. Pero esto no cambiará nada, ni arreglará el desastre del mundo. No es la solución.
-Nada lo es. No hay solución. Quizá dentro de mucho tiempo, cuando yazca bajo un nombre, en la tierra, entre raíces y pétalos de flores. Quizá entonces, la vida le habra paso a personas con un futuro. Pero yo carezco de él. Han pasado años, ¡años John! y sigo aquí, atrapada por un mundo que aborrezco y del que no puedo escapar.
-Ojalá pudiera escaparme contigo.
-Qué banalidad más ofensiva. Escapar. Querer. Esperar... Tan sólo... prométeme que cuidarás de Claudia, te quiere, lo sé. Te aprecia, más que a su padre. Cuando yo no esté, sé su estrella, guíala hacia el norte. No le digas cuánto la quiero, ella lo sabe. Mírala, allí,  jugando, envuelta en belleza, en inocencia, en la única verdad que existe, en felicidad...
-¿Por qué dejarla entonces?
-Porque ya no siento John, soy tan triste como la muerte que va a tomarme, y ella se merece ser feliz. Llámame una cobarde, pero ya no puedo sostenerle la mirada. Sólo hay oscuridad.
-No... nos olvides.
-No me olvides tú a mí.

                      Y entonces Anna se disparó una bala en la sien.

                                                      *

Y el cuadro quedó allí colgado, mucho tiempo después, con aquella mujer en brazos de aquel hombre. Dibujados entre la multitud del mundo, para la inmortalidad.

jueves, 26 de abril de 2012

Cuestión de perspectivas.

A veces vengo aquí. Me siento sobre el césped, a la sombra de cualquiera de los pinos. Permanezco en silencio observando cómo el sol se refleja sobre la superficie del lago, y cómo, a su vez, navegan las pequeñas embarcaciones veleras y las canoas. A mi alrededor se encuentran las familias que han decidido pasar la tarde aquí, junto a sus mascotas, las cuales van de un lado a otro, rodeando los árboles y olisqueando la hierba, sin hacer mucho caso a sus dueños o al caluroso sol. Aquellas familias también miran al lago, mientras observan absortos y con detalle como sus hijos pequeños meten el pie en el agua, con el gesto debatiéndose entre la risa nerviosa y el miedo tranquilo.

Luego están los solitarios. Los que vienen aquí porque viene alguien más. Miran al sol a los ojos en vez de a la típica y conocida escena de domingo. Ni siquiera devoran los intrincados dibujos bordados en los vestidos de las mujeres jóvenes, ni aprecian el vivo color de los barcos de vela, no se conmueven con las risas infantiles estallando en la orilla, no hacen caso a los perros que vagabundean, que golpeando con el hocico van demandando una caria o una pizca de atención. Solo miran con ansía el atardecer. Como si el atardecer fuera un líquido que algún gigante arrojara y que sólo ellos pudieran beber. Miran el atardecer cómo si fuera algo demasiado especial, rebosando melancolía, como si fuera algo bello que duele mirar. Una rosa roja que arde, un tigre blanco convirtiéndose en cristal para luego estallar en miles de pedazos. Todos se recuestan sobre la hierba, se colocan las manos sobre la tripa o las utilizan de apoyo para la cabeza y miran el atardecer. Y fuman sus cigarrillos y sus pipas regalando al aire un deje de aroma a madera vieja. La brisa se empieza a levantar trazando caminos secretos entre los tobillos de las mujeres y sus hombros, entre los juncos que echan sus raíces en el agua.

Alguien toca un instrumento de viento. Susurra una melodía con sabor a miel y a cansancio, una de esas melodías que casan bien con el fin del verano o con las últimas fuerzas que les quedan a las hogueras antes de apagarse. Esa canción teje un vestido de lágrimas para las miradas perdidas de las almas cansadas, pero también mece los corazones de aquellos que se contentan con seguir latiendo. Suena su canción, despacio.

Una chica joven recoge flores silvestres. Crea un ramo. Las mira, descartando algunas que caen devueltas a la tierra pero privadas de su tallo y sus raíces, destinadas a secarse lentamente. Y una niña baila, pero no al compás de la melodía antes mencionada, baila como si, en su cabeza, se reprodujera su propia sinfonía. Baila ajena al lago y a sus barcos, a la hierba, a la sombra de los árboles, a los animales, a las personas. Girando. Girando.

Siempre que vengo aquí disfruto en especial de dos momentos: uno, cuando todavía no ha llegado toda esta gente, y dos, cuando empiezan a recoger para marcharse. El primer momento me gusta por esa esencia que rezuma el lugar a casa vacía y tranquila. El lento susurro del viento acaricia la tierra y remueve las perezosas hojas de los árboles, todo está en silencio. Todo está en calma. Y después, cuando se van, ves ese brillo triste en los ojos de los adultos, pero también llevan atado con delicadeza al gesto una ligera sonrisa de satisfacción. Se despiertan de su sueño lentamente. Recogen las toallas, llaman a los críos, les ponen el collar a los perros, los barcos vuelven al muelle, y así, todos juntos, vuelven a la realidad cotidiana que les tiene preparado el día siguiente.

miércoles, 25 de abril de 2012

La página escrita

Chicos, he encontrado en la página de Jordi Sierra i Fabra esta especie de concurso. Su fundación va a hacer una revista bimestral en la que, aparte de entrevistas con autores y artículos sobre temas literarios, van a publicar cuentos y poemas de gente entre 12 y 21 años. Se elegirán los tres mejores de entre los enviados y el primer número se va a publicar en septiembre, pero están admitiendo escritos desde ya. En fin, en el enlace que os he dejado están todas las bases, espero que os interese ^^

martes, 24 de abril de 2012

Cuestión de perspectivas

Georges Seurat. Un dimanche après-midi à l’Ile de la Grande Jatte

El punto de vista hace matizar la realidad, incluso la varía.

La tarea de hoy consiste en contar lo que pasa en el cuadro de Seurat. Para ello, podemos elegir entre colocarnos dentro o fuera del cuadro, ser uno de los personajes principales o elegir a uno secundario, o no tener nada que ver con ellos. Podemos escribir en 1ª, 2ª o 3ª persona, o mezclaralas. En fin, elegir para comprobar cómo la elección del punto de vista modifica el contenido, la forma y la estructura del relato.

Ánimo, que no es tarea difícil.


domingo, 22 de abril de 2012

Quedarse en blanco.

Un día blanco. Olvido sin querer la escala de colores que escondí entre las palabras. Habitación blanca. Sería más fácil encontrarla si las paredes no acorralaran mis párpados. Nieve blanca. Son semillas burladas por el viento. Ojalá... Mente en blanco. Ausencia. Tengo los pinceles, me falta la acuarela ¿Y ahora qué? Página en blanco No hay color en sus esquinas. Me rindo, por hoy. Ojos en blanco. Quizás con un café se tiñan las pupilas. Voz blanca. Se escapa por mi lápiz que ahora balbucea... un poco más... y calla.

jueves, 19 de abril de 2012

El Cocinero del mar y las recetas maravillosas

Cada vez que alguien cenaba en aquel restaurante comenzaba a llover. Empezaba con una llovizna fina como alfileres con la llegada de los primeros comensales; continuaba ascendiendo hasta las nueve, hora predilecta para una agradable cena romántica; y terminaba con estruendosas tormentas cuando el establecimiento se encontraba a rebosar. A estas alturas el aguacero había conquistado ya las aceras con sus ejércitos de mares, las bombillas parpadeaban colgadas de las goteras de los techos y las alcantarillas hacían gárgaras, ahogándose en su pobre oficio de garganta permanente.

Tal era la fuerza de aquellos tifones los días de mayor afluencia a aquel lugar que los camareros servían a los clientes navegando sobre góndolas por entre las mesas, con cuidado de que las bandejas de plata no cayeran en las fauces de las profundidades marinas.
Se cerraban las ventanas y se corrían las cortinas, todo para evitar los tornados de cuberterías y servilletas bordadas, y los postres esparcidos sobre el techo. El mobiliario era de plomo, y todo experimentado del lugar sabía ya que flotadores, escafandras y neoprenos eran imprescindibles.

A pesar de todo, las delicias, las obras de arte que el chef creaba no dejaban de atraer a más y más paladares de todos los rincones del mundo. Con los consecuentes quebraderos de cabeza de los meteorólogos, que se acercaban día tras día a hojear el libreto de reservas para anunciar, en función de ella, la velocidad de los vientos huracanados y la negritud de las nubes monzónicas.

Se decía que el maestro cocinero, hombre calmado de penetrantes ojos azules, procedía de todos los mares de la Tierra, por los que había navegado sin detenerse, al no tener patria alguna. En sus viajes había ido recolectando especias y sabores, recetas ancestrales y texturas revolucionarias. Y con todos sus conocimientos y con la plata ganada tras muchos años de tirar los dados en las tabernas de mil puertos había fundado aquel restaurante.

Eran tales los manjares que en aquella cocina se forjaban que las lenguas de los que los degustaban se entristecían para siempre con el mundo real, como alguien al que le fuera concedido palpar el paraíso para que se lo arrebataran al instante siguiente. Así pues, los pudientes iban y venían una y otra vez, reservando anda más pedir la cuenta; y los menos ricos ahorraban durante meses, frenándose su vuelta tan sólo por las sesiones de terapia que reclamaban sus deprimidas papilas gustativas. Éstas desquiciaban a los psicólogos con la descripción de los platos principales, entrantes y postres. Hasta que las consultas se llenaban de saliva hambrienta. Y mientras las señoras de la limpieza se lanzaban a la carga, fregona en mano, para evitar que los edificios semejaran gigantes sudorosos, las ambulancias corrían de aquí para allá como torpedos luminosos para evitar la deshidratación de aquellos babosos con nostalgia alimentaria.

Cada día era ideal para acudir a aquel remanso de orgasmos gastronómicos, por lo que la saliva no dejaba de fundirse con el agua del cielo, destiñendo la pintura de los edificios. Así las aceras se llenaban de festivales de pintura y los bloques de pisos eran de un millón de colores que cambiaban a diario. Y como aquel líquido de consistencia de agua fangosa de río lo llenaba todo, cada mañana los habitantes de la ciudad descubrían una nueva gama de colores impregnando el contenido de sus armarios: “Hoy predominan los tonos verdiazules en la zona norte” -anunciaba la radio- “Aunque los naranjas parecen haberse concentrado en el barrio oeste”.

Los niños aprendían a nadar antes que a gatear y a los diez años todos eran excelentes navegantes. Los perros se teñían de verde y de amarillo y de morado. Las tortugas marinas de tonos violetas aparecían derrepente en los jardines y algunas veces era necesario descolgar los tiburones de los cables de la luz.




Sin embargo, una mañana de verano, cuando aquella viscosa sustancia parecida al estómago de mil generaciones de pinceles casi burbujeaba del calor, una carta llegó para el viejo marinero. Nadie sabe lo que en ella estaba escrito, pero algo en sus palabras de tinta oscureció la mirada del chef, el cual, sin decir adiós a nadie, se marchó de aquel lugar para siempre. Ya no hubo más platos deliciosos. Las depresiones invadieron la ciudad y la sequía se extendió como el crudo de un pozo petrolífero recién abierto, dejando tras de sí aquel barro multicolor.
El marinero se marchó, pero allí se quedaron todos aquellos edificios con aire de tizas de colores, aquellos animales marinos pegados a las fachadas y a las ventanas del autobús.

No obstante el tiempo lo cura todo, y la tristeza se fue marchando poco apoco de aquel rincón de la Tierra, como las febriles gotas del sudor de un enfermo. Y desde entonces, cada noche, cuando los habitantes de aquella extraña urbe duermen, llegan de nuevo a sus mentes los ojos azules del aquel viejo cocinero del mar, y los olores, texturas y sabores de aquellas recetas maravillosas. Y entonces, sólo entonces, las nubes vuelven a tapar la Luna, y el viento vuelve a enmarañar las hojas de los árboles, y una nueva tormenta vuelve a verterse sobre las aceras de la ciudad.

martes, 17 de abril de 2012

domingo, 15 de abril de 2012

El corazón helado

Dentro, allá dentro, en las profundidades. Lejos de todo sonido, de toda armonía. En el lugar donde todo nace y brota como el agua de un manantial, arde una vela a punto de consumirse cuya llama apenas puede iluminar, calentar las paredes del corazón helado que la cobija.
Dentro, allá dentro, en las profundidades, todo comienza a paralizarse, a solidificarse, a convertirse en hielo, sin más esperanza que el destello moribundo de un fuego casi extinto  cuyo irrevocable destino es aceptado con resignación por el todo que compone al corazón.
Allá en las profundidades, donde todo comienza ahora a morir, solo se respira indiferencia, sometimiento, silencio. Un silencio que ruge más fuerte que las voces que vienen del exterior, de no se sabe dónde, a calentar con su aliento la corteza, la piel resquebrajada, a avivar la llama. Pero el silencio no puede callar del todo los gritos de rebeldía que se cuelan por las grietas del corazón.
Y es que dentro, allá dentro, en las profundidades, la diminuta llama aún sigue portando la esperanza.


viernes, 13 de abril de 2012

La voz dormida.


Puede que el pasado nunca se olvide, pero siempre se desdibuja. Perdemos los colores, los sonidos, las texturas y los olores en una maraña de imágenes,  que a la postre sólo recordamos de una forma determinada, como una idea abstracta difícil de volver a hacer realidad, por muy nítida que pensemos aún la guardamos en nuestra cabeza.
                                                                            *
En 1939 Evelyn Hudson corría por las calles de Oxford, el cielo parecía gris y tormentoso, cuajado de nubes bajas y sonoras, llenas de truenos que amenazaban con hilos de luz iridiscente. Tapaba sus libros con la chaqueta mientras su pelo yacía empapado pegado a su cuello, con mechones sobre el rostro, balanceándose mientras sus zapatos pisaban charcos y sus botas acumulaban barro. Cruzó el patio del Magdalen College como una exhalación y se resguardó bajo el porche de piedra, observando el verdor del jardín y aquel enorme árbol erigido como un rey entre la tormenta. Abrió la puerta de su cuarto y se dejó caer sobre la cama, se quitó los calcetines deslizándolos con la punta de los dedos y se frotó el cabello mojado igual que habría hecho Dalpho, su perro, en su casa cerca de Tetbury. Seguramente su madre estaría acariciándolo ahora mismo, si al menos alguno de los dos estuviese aún vivo. La realidad era que tan sólo su padre y su hermano estarían en casa, quizá jugando al ajedrez, quizá leyendo, o quizá intentando ignorar el pasado del que ella había huido, aunque no lo hubiera olvidado. Allí, en Oxford, tenía una vida propia, amigos, y una idea del futuro que quería obtener. Allí, en Oxford, la fiereza del mundo parecía menos aterradora o amenazante, en aquel microcosmos podía soñar con viajar. Aunque la vida tuviese otros planes.

Se despertó con sobresalto, alguien estaba llamando a la puerta. Se levantó rápidamente y escondió sus botas mojadas bajo la cama y se ordenó vagamente el pelo antes de girar el pomo.
-¿Si?
-Tom.

Evelyn asintió  a su compañera sin esperar más explicaciones, no las necesitaba. Y en cuanto volvió a cerrar la puerta sonrió y se precipitó sobre el armario. Se puso ropa seca, cogió los libros y un paraguas y bajó los escalones de dos en dos. La sangre corriéndole muy deprisa. Cuando abrió la puerta de madera, allí estaba él. Sus ojos gris claro, su pelo oscuro y mojado, su abrigo desabrochado,  la ternura de su rostro cuando se giró al escucharla llegar.

-Chica lista, veo que llevas un paraguas.
-Deberías de haberme visto hace un momento, parecía mi perro de lanas recién salido del mar.
-Me gusta saber que tenemos la misma poca capacidad para predecir el tiempo.
-¿Acaso alguien la tiene?
Él hizo una mueca divertida y añadió:
- Bueno, digamos que nosotros no tenemos disculpa, porque aquí solo...
-...llueve y llueve. Lo sé.
Ambos se echaron a reír. Él pasó su brazo grácilmente alrededor de su cintura, como si ambas partes estuvieran acostumbradas a ello, y Evelyn abrió el paraguas negro sobre sus cabezas.

Pasearon junto al río, con los sauces de ramas lacias y largas tocando la superficie del agua y las barcas arracimadas en las orillas. Para cuando llegaron al puente del Magdalen, las nubes no se habían disuelto aún, ni tampoco el sabor de la humedad en el aire, pero las gotas eran ahora tan finas que cuando Tom la besó y su mano se desprendió del mango del paraguas casi sin darse cuenta, para caer al río, ninguno de los dos notó ni su pérdida ni el peso de la lluvia sobre sus cabezas. Entrelazaron sus dedos y el acercó mucho su rostro al de ella, mirándola a los ojos y besando su nariz suavemente.
-Me haces cosquillas.
Frunció la nariz.
-Hemos perdido el paraguas.
-No me importa, tengo muchos, los pierdo con facilidad.
-¿También vas a perderme a mí?
-No.
-Pareces muy segura...

Ella le acarició el cuello.
De pronto, él se puso muy serio.
-No quiero marcharme.
Evelyn le agarró de la chaqueta, atrayéndole más hacía sí.
-No te dejaré ir.
-Ya veo, irás atada a mí hasta Francia, ¿verdad?
-Sí. Iría contigo a Francia. Qué sentido tiene vernos abandonadas aquí cuando vosotros vais tan lejos a...
-¿Morir?
-No. Nunca. No pasará.
-Pero si pasara...
-Shhh.
Evelyn puso un dedo sobre sus labios.
-No pasará. Me enfadaría demasiado. Qué tiemblen los alemanes, que tiemblen...

 
Bordearon la vereda hasta encontrar un pequeño prado. Ya no llovía, un pequeño cuadrado azul se había abierto paso en el cielo y Tom se quitó el abrigo y lo tendió sobre la hierba. Se sentaron y ella sacó uno de sus libros. Él lo cogió, lo abrió y dejó que ella apoyase su cabeza en el hueco entre su brazo y su hombro. Con una mano sujetó el volumen y con otra, mientras iba leyendo lentamente la poesía, le acarició el cabello, aún húmedo. Ella cerró los ojos y escuchó.
How do I love thee? Let me count the ways.
I love thee to the depth and breadth and height
My soul can reach, when feeling out of sight
For the ends of Being and ideal Grace.
Ella adoraba su voz, tan suave y nítida, redondeando las "o" y paladeando las "l". Absorbiendo la belleza de la poesía y derramándola en sus oídos. Estaba tan acostumbrada a ella que podría reconocerla entre mil, tanto que podría escucharla, se dijo, por muy lejos que él estuviera, incluso en el ensordecido clamor de la batalla.
I love thee to the level of every day's
Most quiet need, by sun and candlelight.
I love thee freely, as men strive for Right;
I love thee purely, as they turn from Praise.
I love thee with the passion put to use
In my old griefs, and with my childhood's faith.
Y entonces, hacia el final del poema, Tom se acercó a besar su mejilla y susurró:


I love thee with a love I seemed to lose
With my lost saints, I love thee with the breath,
Smiles, tears, of all my life! and, if God choose,
I shall but love thee better after death.
Desde el cielo, la tormenta volvió a arreciar, aunque ellos dos permanecieron allí, abrazados el uno al otro, hasta que el tuvo que levantarse y ella tuvo que verle partir.
                                                                            *
Lo que más lamento de envejecer es haberla olvidado, su voz, es como si estuviera dormida dentro de mí. Puedo sentirla, pero no escucharla. Ya no. Lo hice durante años, o quizá nunca fue así. Ya no lo recuerdo. A veces creo que resucita dentro de mi cabeza, como un eco. Leo y releo el mismo poema una y otra vez intentando volver atrás. Intentando resguardarme de la lluvia en sus palabras. Pero el pasado tal y como lo vivimos muere tan rápido como la vida discurre. Se perdió tanto entonces, que resulta difícil intentar recuperarlo ahora. Aún guardo el libro, lo llevé conmigo de nuevo al campo, lejos de bombas y aviones, aunque no creo que se pudiese escapar de la guerra. Y lo traje junto a mí de nuevo a la universidad de donde él nunca debería de haber salido. El césped sigue igual de verde, el enorme árbol sigue allí, más alto, más viejo. Quizá él sí recuerde lo que ha visto, igual que el río. O quizá no sientan nada, quizá estén durmiendo, igual que su voz en mi cabeza.

miércoles, 11 de abril de 2012

El corazón helado.

          Una vez, conocí un hombre que decía que no tenía corazón. Hablaba, reía e incluso estoy segura de que lloraba como todos los hombres, pero él insistía tercamente en la carencia de tan vital músculo. Se decía de él que estaba animado por una inusual rabia y que, en lugar de sangre, corría por sus venas una mezcla de ron e indiferencia. Lo único que le inspiraba ternura, susurraban los marineros del puerto, era la luz de la luna sobre las almenas del castillo. Se cuenta que en las noches de luna llena salía de su cabaña y se sentaba en la puerta mirándola, brillante sobre las piedras siempre húmedas de las murallas, y que contemplaba con una sonrisa masoquista las riquezas que nunca poseería.
          Pero este hombre, no se lo contéis a nadie, sí tenía, y de hecho todavía tiene, corazón. Su historia la conocen muy pocos y selectos elegidos, y llegó a mí por un perro callejero que, por algún milagro, durante un tiempo habló mi idioma.
          El hombre sin corazón se llamaba antes Gabriel, y era uno de los titiriteros más hábiles que ha conocido el mundo. Recorría mercados y ferias de todas las ciudades, asombrando a niños y ancianos con sus historias, haciendo palidecer de envidia a los hombres con su fuerza y su habilidad y arrancando suspiros a las damas que, para el final del espectáculo, ya se habían rendido a su arrebatador carisma. Era tal su fama, que todas las compañías ansiaban tenerle entre sus filas; pero él era un artista solitario ya entonces, y nadie consiguió que permaneciese en un mismo sitio más de unos días. Nadie, excepto ella. La canción más hermosa del mundo hecha princesa de ojos negros. Llegó también a sus oídos la fama del juglar y quiso de inmediato tenerlo en sus salones. Y así fue, pues nadie podía negarse a sus ojos suplicantes. Gabriel alegró las horas de la princesa durante meses, preparando cada día un espectáculo nuevo, buscando siempre al acabar la recompensa de su triste sonrisa. Ya adivinaréis que, como en todas las buenas historias, el cariño más profundo surgió entre estos dos seres miserables. En cada banquete, ambos se plantaban en su sitio y representaban el papel que les había sido asignado; y por las noches, sus almas conversaban mientras ellos, conteniendo la respiración, aguardaban el milagro tan largamente esperado.
          Nada ocurrió, sin embargo. Quizá por saberse demasiado diferentes, no por ser ella princesa y él vagabundo sino porque, a pesar de coincidir en su rareza, seguían siendo dos seres completamente únicos y, por tanto, inalcanzables. Quizá porque ella temía que la naturaleza trotamundos de él no le permitiese serle fiel si se entregara por completo. Seguramente, razones más profundas y válidas, que sólo a ellos conciernen, impidieron que algo más que sus espíritus se uniese en las largas y frías noches. Y un día, años después de conocerse, llegó a palacio un nuevo pretendiente que le habló a la princesa de su piel de luna y de su larguísimo pelo de azabache, permitiéndola descubrirse. La princesa se vio como mujer por primera vez y se sorprendió de lo mucho que se había perdido en aquellos años de conversación y espectáculos. Y, aunque no era tan feliz como con el mejor titiritero del mundo, cuando su nuevo pretendiente tomó su boca, le devolvió el beso.
          Poco después, se casaron. Se cuenta que Gabriel acudió a la boda y que, cuando ella dio su consentimiento, una fina capa de escarcha cubrió su corazón -porque, como os he dicho, sí que tenía corazón-. Al final de la ceremonia, se desprendió de su nombre y de su oficio y se trasladó a la miserable casucha donde ahora habita. El perro me contó -y debe ser cierto, pues sólo los perros y las brujas conocen verdaderamente el corazón del hombre- que durante años Gabriel se dedicó a hacer más y más profunda aquella capa de escarcha, hasta que su corazón se convirtió en un bloque de hielo. Y después, construyó a su alrededor murallas más altas que las del castillo.
          Creo, sin embargo, -no puedo confirmarlo, porque el perro ya no habla conmigo-, que las sonrisas que la princesa lanza cada día por encima de las torres de palacio están derritiéndolo, muy poquito a poco. Nadie lo sospecha, porque piensan que ahí no hay nada; pero yo, que lo sé, si miro con atención se lo veo en los ojos: el bloque de hielo se está convirtiendo en agüilla sucia que gotea sobre los diques de sarcasmo que construyó hace años. Quizá, dentro de poco no quede más que un lago que, con el tiempo, se evaporará. Será entonces, por fin, el hombre que no tiene corazón. Pero escuchad, por ahora, cómo se derrite y una a una caen las gotas.

martes, 10 de abril de 2012

A partir de un título


Brujuleando por las librerías de mi casa, me he parado delante de uno de los estantes y me he puesto a leer lo siguiente:
  • El consuelo
  • Cuatro hermanas
  • El poder de las tinieblas
  • El día de la lechuza
  • El caballero y la muerte
  • Volver a casa
  • La voz dormida
  • Hoy, Júpiter
  • Aeropuerto de Funchal
  • La fragilidad de las panteras
  • Aurora boreal
  • Un momento de descanso
  • El toldo rojo de Bolonia
  • El corazón helado
  • Velas al viento
  • El amor de mi vida
Todos son títulos de novelas, ensayos o cuentos de los más variados autores y procedencias. Se trata de escoger uno (el más sugerente, el conocido, el raro…) y dejarse llevar por él en la escritura. Es decir, escribir a partir de un título, como queda dicho arriba.