Las gotas repiqueteaban contra la ventana con un ritmo peculiar, que no era rápido ni lento sino todo lo contrario, arrullando sus pensamientos, ayudando a dormirlos. La tormenta caía mansamente sobre la ciudad ahí fuera y, ahí dentro, Alejandra apoyaba su cabeza contra el cristal y miraba cómo el agua ahogaba cada centímetro descubierto de la piel de la inmensa metrópoli. Observaba con una extraña calma cómo se empapaban los edificios y el asfalto, absorbiendo la lluvia como plantas sedientas, mientras las verdaderas plantas, ahítas del riego artificial, permanecían indiferentes. Seguía con los ojos a las diminutas personitas que corrían a cubierto; a dos adolescentes que capeaban el temporal con un beso, recreándose en la realización del tópico; a dos chicas que, paradas en medio de un paso de cebra, abrían los brazos y reían. Miraba con distancia, como si por un momento hubiese dejado de ser humana y todo pudiese resultarle ajeno.
Alejandra tenía muchos apellidos, apodos, aposiciones a su nombre que la sacaban un poco del anonimato de compartir nombre con otro medio millón de Alejandras. Alejandra era la de José y Matilde; la niña que se había ido demasiado pronto a la ciudad y había acabado estropeada, como todas las que se creían adultas antes de tiempo. Alejandra era el primer amor de Jorge, que aun la defendía cuando todas las viejas arpías murmuraban sus desgracias. Alejandra era la alumna preferida de don Ramón, un maestro de escuela de los formados en la República, de los que aun creían en la educación completa e integral de seres humanos, al margen de las notas y demás cifras.
Alejandra había sido la primera novia, y la primera vez, de Antonio. Toni. Toni, que no necesitaba más aclaraciones porque Toni sólo había uno, y todos sabían quién era ese uno y qué reputación le precedía. Por eso se había sorprendido tanto cuando él confesó que era la primera, y por eso todavía no se lo creía del todo.
Alejandra era la chiquita del séptimo, la que siempre tenía cara de estar triste aunque sonriese. La que siempre prestaba un huevo o una pizca de azúcar y, si tenía un poco de tiempo, te ayudaba a hacer el bizcocho. Alejandra era la que fregaba los andenes de la línea 6, la que sonreía a los pasajeros y les pedía con un “Apártame los pies un poquito, corazón” que la dejasen trabajar. Alejandra era una de las empleadas de limpieza que dejaban como una patena todas las tardes el colegio Virgen de Atocha, la que sonreía a todo el mundo pero no hablaba con nadie.
Alejandra era la que siempre llegaba un poquito tarde a recoger a su niño de cuatro años y se lo comía a besos en cuanto salía por la puerta. Alejandra era mamá, la que no le dejaba merendar guarrerías pero sí pintar en las paredes del cuarto.
Alejandra era muchas y muy variadas cosas, todas extenuantes y dignas de quitar la sonrisa a cualquiera. Alejandra era muchas cosas que se podían resumir en una sola noche de fiestas que tomó muchas decisiones, ninguna de ellas buena. Una sola noche de fiestas que se había prohibido recordar, porque al fin y al cabo el arrepentimiento no iba a hacer que saliese de aquella peña vacía, ni que se pusiese los pantalones, ni que le frenase en algún momento antes del “demasiado tarde”, ni que fuese avispada como para prevenir antes las consecuencias de aquella noche de fiestas, ni… Ni nada. Así que ni se acordaba, ni se arrepentía. Ya no.
Se limitaba a seguir adelante, siempre adelante, como había hecho los últimos cuatro años. En una rutina machacante de supervivencia, en la que intentaba cubrir las mínimas necesidades materiales de todos para poder mantener completamente satisfechas las necesidades del alma. Y es que, otra cosa no, pero en el pueblo se aprendía que a lo que está por dentro hay que cuidarlo mucho más que a lo que va por fuera. Eso les faltaba a muchos en la ciudad. Por eso tanta gente de su edad, a pesar de vivir con sus padres y estudiar y no tener ni idea de lo que era tener sueño, se permitían ir con cara de pocos amigos y arrastrando los pies de camino a la Universidad.
Alejandra había llegado a ser muchas cosas en muy poco tiempo. Por eso, cuando llovía, bajaba al niño a jugar con los vecinos y cerraba la puerta con llave, y se ponía un chándal viejo y se sentaba en el antepecho de la ventana. Y abrazándose las rodillas, dejaba que corriese el agua y el tiempo. Miraba las gotitas hacer carreras por el cristal, a las personas hacer carreras por las aceras. Y con cada segundo que se deslizaba hacia abajo, una identidad caía. Desaparecía el pueblo, Jorge, las viejas arpías, Toni, los dos trabajos, los horarios, el hacer de mamá, de papá, de hermanos y de amigos.
Alejandra veía llover y veía cómo lo que había sido antes de ser tantas cosas volvía a ella. Se desprendía de todos los accesorios y volvía a la esencia de las personas, que es lo que importaba. Saboreaba lentamente ese reencuentro consigo misma, el olor a viejo de los recuerdos y los antiguos sentimientos. Se volvía un pergamino viejo, raspado y vuelto a raspar para reutilizarlo, fino y frágil, complacido de su propia antigüedad. Y se dejaba disfrutar de su propia desgracia y recorrer con la yema del dedo todas sus cicatrices sólo cuando llovía.
A Alejandra le gustaban mucho los días de lluvia.