El nombre del bar estaba escrito con letra rápida y con luz de neón. Centelleando en la noche “Flor en llamas”. Era como un faro para las almas perdidas que querían perderse más aún entre bailarinas y algo más que alcohol. El aroma estaba cargado de humo, sudor y melancolía mucho antes de entrar dentro. Las paredes, igual que el techo y el suelo, estaban hechas de planchas de madera. Decoraba el local toda clase de matrículas de coche, una señal de prohibido, un cráneo de ciervo, fotografías de las mejores bailarinas, algunas firmadas. Los ventiladores que colgaban del techo no hacían sino mezclar los sueños rotos con el humo de los cigarros. Era extraño ver a hombres consumirse mientras otros deliraban. Y mucho más aún ver a hombres consumirse y de repente delirar y viceversa. En la barra, todos los taburetes rojos estaban ocupados por hombres que parecían derrumbados por un gran peso. Un peso que continuamente cargaban: deudas o una eterna soledad, una rutina opresora o demasiado exceso de realidad en sus vidas. Miraban con tristeza y ansia los vasos a medio vaciar como si en vez de vasos fueran espejos mágicos que les estuvieran revelando que así no solucionaban sus problemas. Apagados y medio borrachos, no hacían caso a ninguna palabra. Y es que según decía el barman las copas que servía tenían un hechizo. Dentro del vaso, en medio del alcohol podías observar lo que guardaras en el corazón. Maldición para algunos o bendición para otros. El caso es que unos veían dentro a una mujer secreta y consumían el contenido una y otra vez hasta quedarse sin blanca o perder el conocimiento. Otros se echaban a llorar o a reír sin parar de beber. Aún así, en el bar en cuestión encontrabas el peor whisky de la ciudad pero las mejores tentaciones. La adrenalina y la perdición era lo que más brotaba de este manantial oscuro y travieso. Hasta el viejo piano de cola emanaba magia y peligro.
El dinero desaparecía rápidamente de los clientes para pasar a las camareras. Y de estas a la caja registradora. Pero lo mejor de todo ocurría entrada la madrugada. Si todavía no habías enloquecido ese era el momento. Salía a escena la joya de la corona, la fruta prohibida, todos los problemas y muchos delitos. Se llamaba Ágata pero los asiduos la llamaban Satán. Decían que era capaz de volver loco con solo una mirada certera. Sus ojos azules parecían del mismo hielo que recubría su corazón. También decían que si te enamorabas de ella jamás volverías a amar a otra mujer. Y aquellos que caían a su hechizo se convertían en sus esclavos. Solo vivos por la esperanza de conseguir tocar su piel. Bailaba durante media hora. Muy despacio. Su vestido siempre era negro. Al terminar repasaba con la vista al público y regalaba una gran sonrisa. Temida y adorada por igual, los aplausos y vítores hacían temblar el edificio. Y sin embargo, al entrar o salir del escenario, el silencio inundaba el local. Ágata, las noches de Luna Llena cambiaba un poco su espectáculo. Lo hacía más salvaje. Envolviendo las almas de los presentes en el velo del instinto. Bailaba en un círculo de fuego. Nadie hablaba. Las antorchas que sujetaba en cada mano dibujaban los lazos con los que ataba el cerebro y el corazón de sus cautivos, de sus prisioneros, de sus vasallos. Luego iba a la barra y pedía “lo de siempre”. Su voz hacía pensar que te encontrabas delante de alguien que necesitaba toda tu ayuda y toda tu ternura. No había que fiarse. Nunca había que fiarse.
El barman servía tres chupitos con un contenido de color verde. Ella, uno a uno, se los bebía de un trago. Luego preguntaba en voz alta qué quién iba invitarla a la siguiente ronda. El barman sonreía viendo como los que no venían mucho por aquí se peleaban por gastarse su dinero en ella. Yo la observaba sin convencerme del todo ¿cómo habría acabado aquí? Hasta el encargado del ropero tenía algo que ocultar. ¿Qué sería de su vida? Imaginaba que un continuo baile, un continuo papel, estar rodeada de los que matarían por ella, de sus sonrisas postizas, del fuego que parecía avivar ella con su simple presencia. Y después vacío. Un universo entero de vacío. Y de hielo. Hielo en su piel, en su corazón, en sus ojos y en sus labios. Su única amiga se llamaba Turquesa decían que era una india sioux. Que podía hablar con los animales y ver el futuro. Su pelo negro le llegaba hasta las piernas. Bailaba después de Ágata, utilizando tambores. También usaba pequeñas cantidades de pólvora que al estallar sacaban de su ensoñación a los que no la prestaban atención. Al bailar parecía entrar en éxtasis y al terminar poco a poco regresaba al planeta Tierra y después descendía hasta este pequeño y delirante infierno. Luego desaparecía sin que nadie se explicara cómo. El bar se sumía en el habitual ruido de gritos, de música de piano, de insultos, de piropos, de risas y de llantos. Y cuando el amanecer peligrosamente se acercaba cada uno recogía sus cosas y salía al mundo real dispuesto a reencontrarse de nuevo con todo aquello de lo que huían. Preparados para seguir sintiendo miedo y angustia. Sin estar del todo sobrios buscaban las llaves del coche y volvían a sus vidas, esperando que fuera otra vez de noche para caer de nuevo por el adictivo abismo de la Flor en Llamas. Mecidos en los restos de su embrujo y del recuerdo de sus brujas retomaban la dirección a cualquier parte.
El dinero desaparecía rápidamente de los clientes para pasar a las camareras. Y de estas a la caja registradora. Pero lo mejor de todo ocurría entrada la madrugada. Si todavía no habías enloquecido ese era el momento. Salía a escena la joya de la corona, la fruta prohibida, todos los problemas y muchos delitos. Se llamaba Ágata pero los asiduos la llamaban Satán. Decían que era capaz de volver loco con solo una mirada certera. Sus ojos azules parecían del mismo hielo que recubría su corazón. También decían que si te enamorabas de ella jamás volverías a amar a otra mujer. Y aquellos que caían a su hechizo se convertían en sus esclavos. Solo vivos por la esperanza de conseguir tocar su piel. Bailaba durante media hora. Muy despacio. Su vestido siempre era negro. Al terminar repasaba con la vista al público y regalaba una gran sonrisa. Temida y adorada por igual, los aplausos y vítores hacían temblar el edificio. Y sin embargo, al entrar o salir del escenario, el silencio inundaba el local. Ágata, las noches de Luna Llena cambiaba un poco su espectáculo. Lo hacía más salvaje. Envolviendo las almas de los presentes en el velo del instinto. Bailaba en un círculo de fuego. Nadie hablaba. Las antorchas que sujetaba en cada mano dibujaban los lazos con los que ataba el cerebro y el corazón de sus cautivos, de sus prisioneros, de sus vasallos. Luego iba a la barra y pedía “lo de siempre”. Su voz hacía pensar que te encontrabas delante de alguien que necesitaba toda tu ayuda y toda tu ternura. No había que fiarse. Nunca había que fiarse.
El barman servía tres chupitos con un contenido de color verde. Ella, uno a uno, se los bebía de un trago. Luego preguntaba en voz alta qué quién iba invitarla a la siguiente ronda. El barman sonreía viendo como los que no venían mucho por aquí se peleaban por gastarse su dinero en ella. Yo la observaba sin convencerme del todo ¿cómo habría acabado aquí? Hasta el encargado del ropero tenía algo que ocultar. ¿Qué sería de su vida? Imaginaba que un continuo baile, un continuo papel, estar rodeada de los que matarían por ella, de sus sonrisas postizas, del fuego que parecía avivar ella con su simple presencia. Y después vacío. Un universo entero de vacío. Y de hielo. Hielo en su piel, en su corazón, en sus ojos y en sus labios. Su única amiga se llamaba Turquesa decían que era una india sioux. Que podía hablar con los animales y ver el futuro. Su pelo negro le llegaba hasta las piernas. Bailaba después de Ágata, utilizando tambores. También usaba pequeñas cantidades de pólvora que al estallar sacaban de su ensoñación a los que no la prestaban atención. Al bailar parecía entrar en éxtasis y al terminar poco a poco regresaba al planeta Tierra y después descendía hasta este pequeño y delirante infierno. Luego desaparecía sin que nadie se explicara cómo. El bar se sumía en el habitual ruido de gritos, de música de piano, de insultos, de piropos, de risas y de llantos. Y cuando el amanecer peligrosamente se acercaba cada uno recogía sus cosas y salía al mundo real dispuesto a reencontrarse de nuevo con todo aquello de lo que huían. Preparados para seguir sintiendo miedo y angustia. Sin estar del todo sobrios buscaban las llaves del coche y volvían a sus vidas, esperando que fuera otra vez de noche para caer de nuevo por el adictivo abismo de la Flor en Llamas. Mecidos en los restos de su embrujo y del recuerdo de sus brujas retomaban la dirección a cualquier parte.
1 comentario:
guay!!!:) parece que nos vamos asubir todos al carro de las mininovelas en capítulos XD
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