Se despertó en aquella vida otra vez, como todas las mañanas. ¡Lástima!- pensó - Otra vez será.
Otro nuevo trance comatoso entre el dormir y el despertar. Abrió los ojos en aquella habitación amarilleada de tanto fumar que se desconchaba a toses intermitentes, tomó el paquete de tabaco y prendió uno de sus cigarrillos. Aspiró aquel asfalto de humo y cerró los ojos como si acabara de emerger a la superficie tras una eternidad sin aire.
Acarició su piel áspera llena de cicatrices, hechas de enfrentarse a la luna llena del vehículo del carril contrario armado tan sólo con demasiados litros de alcohol y con un pesado manojo de horas sin dormir. Buenos días.
Tomó aire, y la tormenta crónica que reinaba en su garganta se despertó de nuevo, como un genio de la lámpara gritando por más espacio. Tosió, como lo hacen los mineros en su día de jubilación, tras una vida tragando infierno. ¿Pero quién quiere escoria de la mina teniendo cigarrillos sobre la mesilla?
Se levantó y fue hacia el baño, hacia aquella ducha llena de óxido, mirándose en el espejo al pasar como saludando a un vecino. Señor- y se quitó un sombrero imaginario. El agua caía ni muy caliente ni muy fría, en un reguero fino e insípido que no se llevaba nada, ni la suciedad ni los pesares ni las ganas de volver a la cama.¿ Acaso eso sería otra mañana normal? Quizá ésta fuera distinta, con una banda de albano-cosovares entrando en el salón y llevándose los muebles, con él lanzándoles tenedores y sartenes desde la puerta de la cocina y mil disparos atravesando su pecho en su primera y última heroicidad. Primera plana: Héroe local muere tras enfrentarse a los asaltantes. “Siempre muy discreto, declara una vecina”. Pero no, aquella no era esa mañana. Aquella era la realidad.
Se plantó frente a los fogones, poniendo el café a calentar y vigilando los cajones de la vajilla con el rabillo del ojo por si entraban los de los pasamontañas. Ya veréis, hijos de perra. Engulló aquel café que parecía cargado de metralla más que de cafeína y sorbió hasta el fondo del mar de la porcelana como si le fuera la vida en ello.
Aquello era su vida. Aquello y la fábrica repleta de engranajes. Engranajes por el techo tapando el Sol, engranajes en el suelo impidiendo que se lo tragase la tierra. Engranajes en la voz de aquellos monos grises vestidos de azul que decían ser humanos.¿ Me hablarán a mí?. Pero sólo entendía gritos de mono y más gritos de mono, así que seguía montando aquella pieza clonada de la cinta transportadora como si la cosa no fuera con él.
Su vida se narraba en tatuajes. En el Ojalá repetido mil veces sobre su espalda y nunca cumplido y en el Amor de su brazo derecho y que había dejado de entenderse hace tiempo. Todo a su alrededor parecía un montón de cajas en el desván y él una marioneta con los hilos enredados. El mono gris se encaramó a la mesa y gritó ordinarieces de mono. Él abrió los ojos en sorpresa y continuó su trabajo bajando la cabeza. Malditos monos.
A pesar de todo seguía esperando algo, seguía esperando el ring-ring del teléfono. No era un ring-ring cualquiera. Éste venía del otro lado de muchos kilómetros y traía consigo una voz que parecía siempre nueva de tanto tiempo que pasaba entre escucha y escucha. A veces el deseo del ring-ring le consumía, le superaba, los engranajes comenzaban a sonar como teléfonos, los monos grises sonaban como teléfonos, la cafetera burbujeante sonaba como un millón de teléfonos y los albano-cosovares venían armados con sinfonías telefónicas para taladrarle todas las paredes y arrancar todas sus puertas.¿ No podrían los teléfonos sonar a lluvia? Si sonaran a lluvia los engranajes parecerían diluviarían sin cesar, los monos grises caerían en chaparrón, la cafetera me inundaría y los ladrones llenarían la casa de humedales, pero el ring-ring no me atravesaría. Jodido teléfono y su maldito ring-ring.
Tras semanas, tras meses, sometido a esa agonía, cuando el tabaco le temblequeaba entre los dedos pitillo tras pitillo, decidía que había llegado el fin. Se desnudaba, arrancaba el cable telefónico de la pared como poseído por un tornado y lo anudaba al ventilador. Se encaramaba a la silla y se colgaba la soga al cuello y corría el nudo hasta perder la voz y preocupándose en todo momento por no romper el cable, mientras miraba fijamente al teléfono. Sobre la mesilla, al lado de los cigarrillos de cada día y de un cenicero siempre lleno. Adiós y buena suerte!
Entonces, cuando sólo distaba a un zarandeo del infierno asomaba como la Luna llena aquel ring-ring maldito, se libraba de su horca y saltaba del patíbulo y tomaba el auricular con frenesí y sudor empapando sus manos. Sonaba la voz, aquella voz ya ronca pero siempre de niño que traía consigo un montón de luz y de recuerdos de columpios en el parque y de cuentos por las noches. Y aunque ya no pedía ni dinero para los fines de semana ni cariño por los meses de ausencia. ¿Qué pasa, que se te ha olvidado que existo? Y unas risas. Medio verdad, medio ironía pero nunca rencor. Cierto, él nunca llamaba, siempre esperaba al ring-ring, como si desconociera el funcionamiento de las telas y de los números. Se recordaban los viejos tiempos como dos amigos que se conocieron en la guerra. Se actualizaban los nuevos, un choque de manos en la distancia y hasta luego, hasta la próxima.
Durante los minutos, quizás segundos, que duraba la llamada la realidad se distorsionaba un poco como el agua a punto de hervir para volver después a su estado normal, a aquello que algunos llamaban vida. Volvía a acariciar sus cicatrices, a saludarse en el espejo, a vigilar la puerta de la cocina y las sartenes colgadas del techo de la despensa, volvía a la amargura del café que tanto le recordaba así mismo y a obviar los chillidos de los monos grises de vestidos de azul. Tralalalala, no os oigo. Imaginaba nuevas formas de que la realidad cambiara, tal vez con una abducción extraterrestre, con un lío con una banda de mercenarios internacionales de origen guineano, con la llegada de un paquete extraño y sin remitente, lleno de un montón de órganos procedentes del mercado negro. O tal vez simplemente con un gato blanco y gris saltando de tejado en tejado..
Pero siempre caía de nuevo en aquella maldita melancolía del ring-ring, en aquel detestable ardor paranoico que le embutía y le hacía saltar las lágrimas, en aquel estado peor al alcoholismo que le corroía las entrañas con sal marina. Y de nuevo volvía a encaramarse a su particular ejecución privada. Nos volvemos a encontrar. Y como siempre, como un quiebro en los planes del destino, amanecía el sonido asesino y salvador.
Allí se encontraba aquel día, 34 de febrero del mes no me importa y del año vaya usted a saber. La angustia le había ahogado ya casi durante medio periodo infinito y ya no podía aguantar más. Detestaba a los monos y su color perpetuo, a los engranajes y su movimiento constante, a la realidad y a su encierro sin barrotes ni esquinas. Se había quedado sin café y había empezado a demoler las tazas para beber algo. Se quedó sin cuchillas de afeitar y comenzó a utilizar su propio reflejo, hasta que sólo podía saludarle por la única esquina que conservó, como una brecha en un muro por la que se vé le exterior de la celda. Miró al teléfono como pidiéndole por favor que sonara de una vez, pero sólo hubo silencio. La tristeza fue poco a poco crucificándole mientras se encontraba allí subido, ya sin ni siquiera poder humedecer los ojos de tantas lágrimas que había usado. Silencio. Finalmente se quedó sin paciencia y sin esperanza, se quedó solo. Silencio. Se ajustó aquella corbata tan bien conocida listo para asistir a su propio funeral. Silencio.
Por fin dio un paso al frente y se dejó caer, quedando allí pendiente tras un último talonazo a la silla, como un ángel desnudo empapado por la lluvia. Apretó los dientes hasta que se le saltaron, arañó la cuerda blanca hasta que se le doblaron las uñas y, finalmente dejó escapar su último aliento de vida. Adiós, realidad, espero no verte nunca más.
Ring-ring, el teléfono comenzó a sonar.
Otro nuevo trance comatoso entre el dormir y el despertar. Abrió los ojos en aquella habitación amarilleada de tanto fumar que se desconchaba a toses intermitentes, tomó el paquete de tabaco y prendió uno de sus cigarrillos. Aspiró aquel asfalto de humo y cerró los ojos como si acabara de emerger a la superficie tras una eternidad sin aire.
Acarició su piel áspera llena de cicatrices, hechas de enfrentarse a la luna llena del vehículo del carril contrario armado tan sólo con demasiados litros de alcohol y con un pesado manojo de horas sin dormir. Buenos días.
Tomó aire, y la tormenta crónica que reinaba en su garganta se despertó de nuevo, como un genio de la lámpara gritando por más espacio. Tosió, como lo hacen los mineros en su día de jubilación, tras una vida tragando infierno. ¿Pero quién quiere escoria de la mina teniendo cigarrillos sobre la mesilla?
Se levantó y fue hacia el baño, hacia aquella ducha llena de óxido, mirándose en el espejo al pasar como saludando a un vecino. Señor- y se quitó un sombrero imaginario. El agua caía ni muy caliente ni muy fría, en un reguero fino e insípido que no se llevaba nada, ni la suciedad ni los pesares ni las ganas de volver a la cama.¿ Acaso eso sería otra mañana normal? Quizá ésta fuera distinta, con una banda de albano-cosovares entrando en el salón y llevándose los muebles, con él lanzándoles tenedores y sartenes desde la puerta de la cocina y mil disparos atravesando su pecho en su primera y última heroicidad. Primera plana: Héroe local muere tras enfrentarse a los asaltantes. “Siempre muy discreto, declara una vecina”. Pero no, aquella no era esa mañana. Aquella era la realidad.
Se plantó frente a los fogones, poniendo el café a calentar y vigilando los cajones de la vajilla con el rabillo del ojo por si entraban los de los pasamontañas. Ya veréis, hijos de perra. Engulló aquel café que parecía cargado de metralla más que de cafeína y sorbió hasta el fondo del mar de la porcelana como si le fuera la vida en ello.
Aquello era su vida. Aquello y la fábrica repleta de engranajes. Engranajes por el techo tapando el Sol, engranajes en el suelo impidiendo que se lo tragase la tierra. Engranajes en la voz de aquellos monos grises vestidos de azul que decían ser humanos.¿ Me hablarán a mí?. Pero sólo entendía gritos de mono y más gritos de mono, así que seguía montando aquella pieza clonada de la cinta transportadora como si la cosa no fuera con él.
Su vida se narraba en tatuajes. En el Ojalá repetido mil veces sobre su espalda y nunca cumplido y en el Amor de su brazo derecho y que había dejado de entenderse hace tiempo. Todo a su alrededor parecía un montón de cajas en el desván y él una marioneta con los hilos enredados. El mono gris se encaramó a la mesa y gritó ordinarieces de mono. Él abrió los ojos en sorpresa y continuó su trabajo bajando la cabeza. Malditos monos.
A pesar de todo seguía esperando algo, seguía esperando el ring-ring del teléfono. No era un ring-ring cualquiera. Éste venía del otro lado de muchos kilómetros y traía consigo una voz que parecía siempre nueva de tanto tiempo que pasaba entre escucha y escucha. A veces el deseo del ring-ring le consumía, le superaba, los engranajes comenzaban a sonar como teléfonos, los monos grises sonaban como teléfonos, la cafetera burbujeante sonaba como un millón de teléfonos y los albano-cosovares venían armados con sinfonías telefónicas para taladrarle todas las paredes y arrancar todas sus puertas.¿ No podrían los teléfonos sonar a lluvia? Si sonaran a lluvia los engranajes parecerían diluviarían sin cesar, los monos grises caerían en chaparrón, la cafetera me inundaría y los ladrones llenarían la casa de humedales, pero el ring-ring no me atravesaría. Jodido teléfono y su maldito ring-ring.
Tras semanas, tras meses, sometido a esa agonía, cuando el tabaco le temblequeaba entre los dedos pitillo tras pitillo, decidía que había llegado el fin. Se desnudaba, arrancaba el cable telefónico de la pared como poseído por un tornado y lo anudaba al ventilador. Se encaramaba a la silla y se colgaba la soga al cuello y corría el nudo hasta perder la voz y preocupándose en todo momento por no romper el cable, mientras miraba fijamente al teléfono. Sobre la mesilla, al lado de los cigarrillos de cada día y de un cenicero siempre lleno. Adiós y buena suerte!
Entonces, cuando sólo distaba a un zarandeo del infierno asomaba como la Luna llena aquel ring-ring maldito, se libraba de su horca y saltaba del patíbulo y tomaba el auricular con frenesí y sudor empapando sus manos. Sonaba la voz, aquella voz ya ronca pero siempre de niño que traía consigo un montón de luz y de recuerdos de columpios en el parque y de cuentos por las noches. Y aunque ya no pedía ni dinero para los fines de semana ni cariño por los meses de ausencia. ¿Qué pasa, que se te ha olvidado que existo? Y unas risas. Medio verdad, medio ironía pero nunca rencor. Cierto, él nunca llamaba, siempre esperaba al ring-ring, como si desconociera el funcionamiento de las telas y de los números. Se recordaban los viejos tiempos como dos amigos que se conocieron en la guerra. Se actualizaban los nuevos, un choque de manos en la distancia y hasta luego, hasta la próxima.
Durante los minutos, quizás segundos, que duraba la llamada la realidad se distorsionaba un poco como el agua a punto de hervir para volver después a su estado normal, a aquello que algunos llamaban vida. Volvía a acariciar sus cicatrices, a saludarse en el espejo, a vigilar la puerta de la cocina y las sartenes colgadas del techo de la despensa, volvía a la amargura del café que tanto le recordaba así mismo y a obviar los chillidos de los monos grises de vestidos de azul. Tralalalala, no os oigo. Imaginaba nuevas formas de que la realidad cambiara, tal vez con una abducción extraterrestre, con un lío con una banda de mercenarios internacionales de origen guineano, con la llegada de un paquete extraño y sin remitente, lleno de un montón de órganos procedentes del mercado negro. O tal vez simplemente con un gato blanco y gris saltando de tejado en tejado..
Pero siempre caía de nuevo en aquella maldita melancolía del ring-ring, en aquel detestable ardor paranoico que le embutía y le hacía saltar las lágrimas, en aquel estado peor al alcoholismo que le corroía las entrañas con sal marina. Y de nuevo volvía a encaramarse a su particular ejecución privada. Nos volvemos a encontrar. Y como siempre, como un quiebro en los planes del destino, amanecía el sonido asesino y salvador.
Allí se encontraba aquel día, 34 de febrero del mes no me importa y del año vaya usted a saber. La angustia le había ahogado ya casi durante medio periodo infinito y ya no podía aguantar más. Detestaba a los monos y su color perpetuo, a los engranajes y su movimiento constante, a la realidad y a su encierro sin barrotes ni esquinas. Se había quedado sin café y había empezado a demoler las tazas para beber algo. Se quedó sin cuchillas de afeitar y comenzó a utilizar su propio reflejo, hasta que sólo podía saludarle por la única esquina que conservó, como una brecha en un muro por la que se vé le exterior de la celda. Miró al teléfono como pidiéndole por favor que sonara de una vez, pero sólo hubo silencio. La tristeza fue poco a poco crucificándole mientras se encontraba allí subido, ya sin ni siquiera poder humedecer los ojos de tantas lágrimas que había usado. Silencio. Finalmente se quedó sin paciencia y sin esperanza, se quedó solo. Silencio. Se ajustó aquella corbata tan bien conocida listo para asistir a su propio funeral. Silencio.
Por fin dio un paso al frente y se dejó caer, quedando allí pendiente tras un último talonazo a la silla, como un ángel desnudo empapado por la lluvia. Apretó los dientes hasta que se le saltaron, arañó la cuerda blanca hasta que se le doblaron las uñas y, finalmente dejó escapar su último aliento de vida. Adiós, realidad, espero no verte nunca más.
Ring-ring, el teléfono comenzó a sonar.
2 comentarios:
Que hacía mucho que no subía nada XD
Dani: indiscutiblemente y a pesar de la sordidez del relato, eres un romántico...
Estupenda la atmósfera que rodea al personaje.
Esperamos más.
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