Continuó su camino, recorriéndose todos los tejados y las calles del mundo, cruzando los mares colgado de los mástiles y de los botes salvavidas. Conoció a multitud de personajes. En el desierto encontró a dos amantes que envejecían con el roce de la luz del sol, y que se habían marchado a aquel rincón del mundo lleno de arena para disfrutar de la más intensa y efímera de las historias de enamorados. Pero también encontró un niño que sólo crecía con el roce de los copos de nieve, y que en medio de aquel océano terroso permanecía siempre joven. Ya al otro lado del mundo encontró a una mujer hermosa y triste, que sólo envejecía cuando contaba cuentos. Ella le pidió que escuchara una de sus historias, y así lo hizo él, escuchando atentamente la historia de la gata que un día soñó con los tejados, y de como desde aquel día todo aquel que tiene algo de gato en su alma desea pasear por el cielo de las casas. A ella se le platearon algo más los cabellos y él se fue pensando en que tal vez tuviera algo de gato en el alma. Pero a pesar de todo seguía sin encontrar a alguien que envejeciera sólo los días de lluvia.
Ya agotado de buscar y buscar llegó a una ciudad en medio de una frondosa selva. Había tantos tejados que ni la vista de mil búhos podía abarcarlos, y tantos cables entre ellos que podría haber ido de punta a punta de la ciudad en tirolina. Los monos se paseaban por entre aquellos aéreos callejones, saludándole con una mano en el corazón y con la otra quitándose un sombrero imaginario. En vez de coches había elefantes que eran como azoteas en perpetuo movimiento y los habitantes, encantadores, pronto comenzaron a dejarle platos de arroz y de extrañas especias en los balcones. Y es que en aquella ciudad no cesaba de llover. Llovía y llovía día tras días sin descanso, a veces hasta que los tenderos parecía extraños peces rodeados de arrecifes de frutas y verduras. Y como la lluvia no parara el no descendía nunca de los tejados y pronto no hubo nadie en la ciudad que se sorprendiera de su presencia. Y como siguiera lloviendo el envejecía inexorablemente día a día.
Allí la conoció a ella, era una joven rubia y de ojos verdes, siempre seria, aunque no malhumorada, y que jamás hablaba, aunque de vez en cuando dejaba escapar algún silbido cantarín. Se paseaba silenciosamente de poste en poste telefónico con la cabeza en las nubes y la mirada perdida, como inmersa en un mundo que nadie más podía sentir o apreciar.
En ocasiones pasaba a su lado sin mirarle siquiera, concentrada en su mundo interior que sólo ella conocía. Él le pasaba la mano delante de los ojos sin que conseguir que se inmutara siquiera, le hacía muecas y saltaba por encima de su cabeza haciendo volteretas impresionantes y ruidosas. Pero ella continuaba su camino sin tropezarse ni sorprenderse por nada. Un día, tras varias semanas de intentos desesperados y con la curiosidad hirviéndole por dentro, se plantó ante ella en un cruce de azoteas y gritó como un salvaje hasta que se quedó sin aliento. Tras ésto ella levantó la mirada repentinamente y aturdida, como si la acabaran de sacar de una profunda reflexión o quizás de un largo sueño.
- ¡Hola!-dijo ella- como si lo acabara de ver por primera vez. ¿Quién eres? -preguntó-
- Soy el que sólo envejece los días de lluvia, ¿Y tú?
- Yo soy la que envejece sólo cuando consigue imaginar cosas nuevas, si mi mente se estanca en este mundo jamás conseguiré aprender nada nuevo, ni saber lo que se siente al cumplir treinta años, o medio siglo. No podré siquiera tener algo nuevo sobre lo que pensar, o nuevas razones para entristecerme o alegrarme. Por eso estoy sola, porque nadie ha conseguido hacerme imaginar nada. Por eso me dedico a soñar despierta día tras día.
Tras aquel encuentro hablaron todos los días. Ella le contaba los mil mundos que creaba y destruía en su pensamiento a cada paso que daba por los tejados y él inventaba para ella mil aventuras para colorear su mente, o le hablaba de todas las personas que había conocido en sus viajes. Otras veces le dibujaba paisajes, o le hacía retratos o plasmaba con los pinceles todo aquello que ella expresaba con su boca. Así pasaron los días, bajo la lluvia y las constantes fantasías,que los hacían envejecer sin cesar. Saltaban a las calles sólo para zambullirse en los charcos y gritar como animales enloquecidos y volvían a escalar por las paredes llenas de humedades e interpretaban sus propias obras de teatro. Otras veces se pintaban los rostros de colores e inventaban nuevos alfabetos y nuevos idiomas, y un millón de nuevos dioses sobre los que blasfemar. De esta forma el que sólo envejecía los días de lluvia y la que envejecía al imaginar se dirigieron juntos hacia la muerte impulsados por su propio tifón desbocado, con la total seguridad de que si algún día el tiempo los engullía por completo, ellos habrían vivido.
Ya agotado de buscar y buscar llegó a una ciudad en medio de una frondosa selva. Había tantos tejados que ni la vista de mil búhos podía abarcarlos, y tantos cables entre ellos que podría haber ido de punta a punta de la ciudad en tirolina. Los monos se paseaban por entre aquellos aéreos callejones, saludándole con una mano en el corazón y con la otra quitándose un sombrero imaginario. En vez de coches había elefantes que eran como azoteas en perpetuo movimiento y los habitantes, encantadores, pronto comenzaron a dejarle platos de arroz y de extrañas especias en los balcones. Y es que en aquella ciudad no cesaba de llover. Llovía y llovía día tras días sin descanso, a veces hasta que los tenderos parecía extraños peces rodeados de arrecifes de frutas y verduras. Y como la lluvia no parara el no descendía nunca de los tejados y pronto no hubo nadie en la ciudad que se sorprendiera de su presencia. Y como siguiera lloviendo el envejecía inexorablemente día a día.
Allí la conoció a ella, era una joven rubia y de ojos verdes, siempre seria, aunque no malhumorada, y que jamás hablaba, aunque de vez en cuando dejaba escapar algún silbido cantarín. Se paseaba silenciosamente de poste en poste telefónico con la cabeza en las nubes y la mirada perdida, como inmersa en un mundo que nadie más podía sentir o apreciar.
En ocasiones pasaba a su lado sin mirarle siquiera, concentrada en su mundo interior que sólo ella conocía. Él le pasaba la mano delante de los ojos sin que conseguir que se inmutara siquiera, le hacía muecas y saltaba por encima de su cabeza haciendo volteretas impresionantes y ruidosas. Pero ella continuaba su camino sin tropezarse ni sorprenderse por nada. Un día, tras varias semanas de intentos desesperados y con la curiosidad hirviéndole por dentro, se plantó ante ella en un cruce de azoteas y gritó como un salvaje hasta que se quedó sin aliento. Tras ésto ella levantó la mirada repentinamente y aturdida, como si la acabaran de sacar de una profunda reflexión o quizás de un largo sueño.
- ¡Hola!-dijo ella- como si lo acabara de ver por primera vez. ¿Quién eres? -preguntó-
- Soy el que sólo envejece los días de lluvia, ¿Y tú?
- Yo soy la que envejece sólo cuando consigue imaginar cosas nuevas, si mi mente se estanca en este mundo jamás conseguiré aprender nada nuevo, ni saber lo que se siente al cumplir treinta años, o medio siglo. No podré siquiera tener algo nuevo sobre lo que pensar, o nuevas razones para entristecerme o alegrarme. Por eso estoy sola, porque nadie ha conseguido hacerme imaginar nada. Por eso me dedico a soñar despierta día tras día.
Tras aquel encuentro hablaron todos los días. Ella le contaba los mil mundos que creaba y destruía en su pensamiento a cada paso que daba por los tejados y él inventaba para ella mil aventuras para colorear su mente, o le hablaba de todas las personas que había conocido en sus viajes. Otras veces le dibujaba paisajes, o le hacía retratos o plasmaba con los pinceles todo aquello que ella expresaba con su boca. Así pasaron los días, bajo la lluvia y las constantes fantasías,que los hacían envejecer sin cesar. Saltaban a las calles sólo para zambullirse en los charcos y gritar como animales enloquecidos y volvían a escalar por las paredes llenas de humedades e interpretaban sus propias obras de teatro. Otras veces se pintaban los rostros de colores e inventaban nuevos alfabetos y nuevos idiomas, y un millón de nuevos dioses sobre los que blasfemar. De esta forma el que sólo envejecía los días de lluvia y la que envejecía al imaginar se dirigieron juntos hacia la muerte impulsados por su propio tifón desbocado, con la total seguridad de que si algún día el tiempo los engullía por completo, ellos habrían vivido.
1 comentario:
Ya. Me ratifico en lo dicho antes. Enhorabuena, guapo.
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