Sólo envejecía los días de lluvia, como si las gotas que caían del cielo se llevaran consigo pedazos de su tiempo hacia los confines de las alcantarillas. El resto del tiempo permanecía intacto, como una estatua de mármol griego reluciendo al Sol.
Sólo envejecía los días de lluvia, y esos días salía a pasear por los tejados anaranjados de su ciudad. Saltaba de casa en casa, de teja en teja. Jugaba al equilibrismo con los gatos negros y ahuyentaba a las palomas que se refugiaban en los campanarios. También dibujaba en los cristales empañados y saludaba a la gente resguardada en sus hogares. Algunos se asustaban al verle y manchaban las mantas con chocolate caliente. Así los días de lluvia todas las casas se llenaban de pedazos de porcelana rota y de manchas de café en los sofás.
Otros, en cambio, ya le conocían y le dejaban vasos de leche en las repisas de las ventanas, o flores, o lápices de colores para que dibujara lo que se le ocurriera, o lo que viera o para que los adoquines se tiñeran un poco de su alegría. También hizo amistad con los músicos callejeros. Con aquel violinista gris de barba trenzada y cabeza bajo un sombrero siempre empapado, que le dedicaba mil sinfonías mientras él le escuchaba con pasión desde algún canalón cercano. Y también con aquella joven flautista de ojos azules y melena pelirroja que interpretaba sus saltos y sus piruetas a través del mar de antenas parabólicas. Así los días de lluvia aquella ciudad costera se quedaba sin la luz del Sol, pero a cambio se plagaba de pequeños cuadros anónimos que alegraban la vista a todos aquellos que se acordaran de mirar al cielo, y toda la urbe se convertía en un inmenso teatro con adoquines y tranvías rechinantes.
Sólo envejecía los días de lluvia, y por eso esos días salía a que le saltara el corazón del pecho con cada brinco entre las chimeneas. Pues quién sabe, quizás aquel día lloviera eternamente y toda su vida se fuera por delante aplastada por el peso de las nubes, o quizás sólo fuera una pequeña llovizna, o una tormenta de verano, que le trajeran madurez repentina, unos cuantos pelos más en la barbilla o nuevas arrugas bajo los ojos. De esta forma, con cada aguacero sus ojos se cargaban con unos gramos más de experiencia, sus pasos se hacían más firmes y le brotaban nuevos sueños. Pero jamás dejó de saltar sobre los cables telefónicos, ni de dibujar en los muros ni de saludar a los que se cruzaban con él por el techo de la ciudad.
Los días soleados no envejecía, ni tampoco los de ventolera, y entonces se dedicaba a aprender cosas nuevas, a conocer a gente y a explotar las nuevas capacidades adquiridas los días de tormenta. Durante esos días, o semanas, a veces meses, permanecía invicto al paso de las horas, como congelado por alguna magia maravillosa. Su pelo no crecía, ni tampoco sus huesos ni sus uñas. Durante esos días explotaba cada segundo como si fuera el último, atento siempre a las previsiones meteorológicas que podían anunciar su vejez en cualquier momento. Esos días no dormía, prefería soñar despierto e inventar historias. Saludaba a los vendedores de castañas y a los conductores de tranvía y a los pasteleros. Iba al colegio y trabajaba vendiendo periódicos, para no olvidarse de lo que ocurría en el mundo ni a ras del suelo.
A pesar de todo, a veces le atravesaba la tristeza, una tristeza tan intensa como lo eran sus alegrías, tan gris como las tempestades que le hacían envejecer. Y es que a pesar de todo se encontraba solo. Pues no tenía a nadie que quisiera correr con el por los tejados, a nadie que, como él, envejeciera sólo los días de lluvia.
Entonces decidió marcharse de allí, en búsqueda de quién envejeciera los días de lluvia. Buscó y buscó por todas partes, por todas las ciudades y pueblos. Primero buscaba entre las calles, y después se encaramaba a los tejados, preguntando a las mujeres que salían a tender y a los abuelos que salían a fumar si conocían a alguien que sólo envejeciera los días de lluvia. Así fue como descubrió mil nuevas constelaciones de tejados y de monumentos, un millón de nuevas cabriolas entre pájaros, árboles y azoteas.
Llegó a un lugar donde las casas eran palacios atrapados en los días de los cuentos, con torres curvadas en espiral y con murallas de colores. Allí conoció a un hombre negro que sólo envejecía con el sonido del buen blues, y que de tanto que amaba aquellas melodías envejecía cada día cientos de veces con una amplia sonrisa en los labios. También hizo amistad con un perro callejero, que dejaba de ser cachorro a medida que le aullaba a la Luna llena. Pero no encontró a nadie que envejeciera sólo los días de lluvia.
Sólo envejecía los días de lluvia, y esos días salía a pasear por los tejados anaranjados de su ciudad. Saltaba de casa en casa, de teja en teja. Jugaba al equilibrismo con los gatos negros y ahuyentaba a las palomas que se refugiaban en los campanarios. También dibujaba en los cristales empañados y saludaba a la gente resguardada en sus hogares. Algunos se asustaban al verle y manchaban las mantas con chocolate caliente. Así los días de lluvia todas las casas se llenaban de pedazos de porcelana rota y de manchas de café en los sofás.
Otros, en cambio, ya le conocían y le dejaban vasos de leche en las repisas de las ventanas, o flores, o lápices de colores para que dibujara lo que se le ocurriera, o lo que viera o para que los adoquines se tiñeran un poco de su alegría. También hizo amistad con los músicos callejeros. Con aquel violinista gris de barba trenzada y cabeza bajo un sombrero siempre empapado, que le dedicaba mil sinfonías mientras él le escuchaba con pasión desde algún canalón cercano. Y también con aquella joven flautista de ojos azules y melena pelirroja que interpretaba sus saltos y sus piruetas a través del mar de antenas parabólicas. Así los días de lluvia aquella ciudad costera se quedaba sin la luz del Sol, pero a cambio se plagaba de pequeños cuadros anónimos que alegraban la vista a todos aquellos que se acordaran de mirar al cielo, y toda la urbe se convertía en un inmenso teatro con adoquines y tranvías rechinantes.
Sólo envejecía los días de lluvia, y por eso esos días salía a que le saltara el corazón del pecho con cada brinco entre las chimeneas. Pues quién sabe, quizás aquel día lloviera eternamente y toda su vida se fuera por delante aplastada por el peso de las nubes, o quizás sólo fuera una pequeña llovizna, o una tormenta de verano, que le trajeran madurez repentina, unos cuantos pelos más en la barbilla o nuevas arrugas bajo los ojos. De esta forma, con cada aguacero sus ojos se cargaban con unos gramos más de experiencia, sus pasos se hacían más firmes y le brotaban nuevos sueños. Pero jamás dejó de saltar sobre los cables telefónicos, ni de dibujar en los muros ni de saludar a los que se cruzaban con él por el techo de la ciudad.
Los días soleados no envejecía, ni tampoco los de ventolera, y entonces se dedicaba a aprender cosas nuevas, a conocer a gente y a explotar las nuevas capacidades adquiridas los días de tormenta. Durante esos días, o semanas, a veces meses, permanecía invicto al paso de las horas, como congelado por alguna magia maravillosa. Su pelo no crecía, ni tampoco sus huesos ni sus uñas. Durante esos días explotaba cada segundo como si fuera el último, atento siempre a las previsiones meteorológicas que podían anunciar su vejez en cualquier momento. Esos días no dormía, prefería soñar despierto e inventar historias. Saludaba a los vendedores de castañas y a los conductores de tranvía y a los pasteleros. Iba al colegio y trabajaba vendiendo periódicos, para no olvidarse de lo que ocurría en el mundo ni a ras del suelo.
A pesar de todo, a veces le atravesaba la tristeza, una tristeza tan intensa como lo eran sus alegrías, tan gris como las tempestades que le hacían envejecer. Y es que a pesar de todo se encontraba solo. Pues no tenía a nadie que quisiera correr con el por los tejados, a nadie que, como él, envejeciera sólo los días de lluvia.
Entonces decidió marcharse de allí, en búsqueda de quién envejeciera los días de lluvia. Buscó y buscó por todas partes, por todas las ciudades y pueblos. Primero buscaba entre las calles, y después se encaramaba a los tejados, preguntando a las mujeres que salían a tender y a los abuelos que salían a fumar si conocían a alguien que sólo envejeciera los días de lluvia. Así fue como descubrió mil nuevas constelaciones de tejados y de monumentos, un millón de nuevas cabriolas entre pájaros, árboles y azoteas.
Llegó a un lugar donde las casas eran palacios atrapados en los días de los cuentos, con torres curvadas en espiral y con murallas de colores. Allí conoció a un hombre negro que sólo envejecía con el sonido del buen blues, y que de tanto que amaba aquellas melodías envejecía cada día cientos de veces con una amplia sonrisa en los labios. También hizo amistad con un perro callejero, que dejaba de ser cachorro a medida que le aullaba a la Luna llena. Pero no encontró a nadie que envejeciera sólo los días de lluvia.
2 comentarios:
Dani...¡otra vez García Márquez corre por tus venas! Me encanta la mezcla de realidad y fantasía. Voy a leer el II.
Ya te he dicho que no me digas esas mentiras que se me suben los colores...pero gracias!!:)
Publicar un comentario