Observo como el tren abandona la estación, perdiéndose su ruido a medida que gana velocidad. Salgo del andén pensando que no será el último tren que vea marchar. Veré muchos otros. Y el sentimiento que me acompañará al salir del andén podrá variar entre una insondable tristeza o una intensa sensación de alivio.
Llego a la calle con las manos en los bolsillos, hace poco que ha debido atardecer. Y, aunque todavía hay luz, las farolas ya empiezan a encenderse, despacio, con rostro somnoliento. Los coches van en un sentido y en otro, igual que los peatones. Todo se me antoja gris. Sé que no es gris, pero lo veo así. Camino con la vista fija en un metro por delante de mis zapatos, sumergido en el hervidero de avispas del gentío. Miro la hora en mi reloj de pulsera, se me echa el tiempo encima.
Tardo un minuto o dos en parar un taxi, luego, en su interior, me acomodo en el asiento trasero y apoyo la cabeza en el cristal de la ventana mientras miro el paisaje callejero que transcurre tras de mí. Y ese paisaje suena a jazz desafinado, sabe agridulce, es áspero, huele a humo.
Los coches esperan pacientes a que el semáforo se ponga en verde. Empiezan a caer gotas de agua contra el cristal, son tan pocas y tan aisladas que el taxista no pone el limpiaparabrisas. Una tenue bruma parece surgir del asfalto. Y en los demás automóviles todos tienen el mismo gesto cansado. A mi derecha hay un parque, una cafetería, un banco, un quiosco, cuyas imágenes pasan, ante mis ojos y a través del cristal de la ventana, a toda prisa, quedándose el color del exterior de la fachada del último local que he visto.
Pago al taxista. Mis pies se posan en las baldosas que componen la acera. Me introduzco entre la muchedumbre como uno más. En realidad nada me diferencia de ellos. O puede que saberlo sea lo único que me diferencia.
Bajo por las escaleras mecánicas. Las personas llegan y se van, o sólo están de paso o sólo pasean. Van con carritos y con maletines.
Busco un asiento que esté al lado de la ventana, lo encuentro, al cabo de un rato. Alguien se ha dejado en el asiento de al lado el periódico del día. Lo cojo y lo leo despacio para no aburrirme durante el trayecto. Leo la portada y observo, despacio, las fotos y sus pies de foto. Me pregunto si estas son de verdad las noticias del día. Vuelvo a mirar mi reloj de pulsera. El cielo ya está oscuro.
Al bajarme en mi parada observo como el tren abandona la estación, perdiéndose su ruido a medida que gana velocidad. Salgo del andén pensando que no será el último tren que vea marchar. Veré muchos otros. Y el sentimiento que me acompañará al salir del andén podrá variar entre una insondable tristeza o una intensa sensación de alivio.
3 comentarios:
Estupendo, Mario. La circularidad es perfecta tanto en la forma como en el fondo.
"Y ese paisaje suena a jazz desafinado, sabe agridulce, es áspero, huele a humo."
Me encanta...
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