Pasearon por el pueblo
durante casi una hora. Ya había atardecido pero el cielo no estaba oscuro del
todo, empezaban a brillar en él las estrellas más luminosas. El pueblo era como
cualquier otro pueblo. Era pequeño y acogedor. Siempre solía salir humo de
alguna chimenea, por eso siempre olía a leña. En los alrededores de la plaza,
los bares empezaban a atestarse. El
ruido del barullo se sumaba al de las cigarras y los grillos. La Luna no
estaba completamente llena.
Separada del resto de
casas había una que permanecía solitaria. Las persianas de las ventanas a medio
bajar. Diferentes macetas colgaban de la fachada, algunas se erguían bien
regadas, otras no. Cerca de la puerta de entrada había una jaula para pájaros
abierta. Delante de la puerta diversos montones de folios con piedras pintadas
de colores encima.
-¿Y esa casa? ¿Quién
vive ahí?
-No sé su nombre, solo
sé que es muy mayor. Casi nunca sale de su casa, salvo cuando le traen la
compra, o necesita folios, o lleva tanto tiempo en el interior de su casa que
necesita dar una vuelta, que suelen ser muy pocas veces al año.
-¿Y para que necesita
los folios?
-Es muy curioso, se
pasa el día y casi toda la noche haciendo animales de papel. Los dobla, y dobla
y dobla, hasta que hace toda clase de seres, libélulas, pájaros, perros, gatos,
cualquier cosa. Puede hacer cientos de ellos en un día entero. Cuando cree que
ha hecho suficientes, para y los observa. Eso le puede llevar varios minutos,
incluso horas. Elige el mejor. Antes destruía el resto, hoy los guarda y en las
ocasiones que sale, los regala a los vecinos o a quién sea que se encuentre.
Luego da un golpecito al animalillo de papel que haya elegido y este se convierte
en un animal de verdad, de carne y hueso. Sé lo que estarás pensando, al
principio nadie se lo creía. Hace catorce años eran las fiestas del pueblo, en
las vísperas salió para advertir que, al día siguiente, iba a dar vida a veinte
pájaros de papel que había elegido con sumo cuidado para la fiesta. Al día
siguiente todos fueron hasta su casa. En aquella ventana, en la repisa, estaban
los veinte pájaros de papel. Uno a uno les fue dando un golpecito, y cuando
acabó, los veinte pájaros de papel eran veinte pájaros de plumas rojas que se
marcharon volando, seguramente, riéndose de las caras atónitas. Desde
entonces hemos visto como, de aquella ventana, volaban águilas reales y
grullas, correteaban distintos roedores, o subían despacio por la fachada
camaleones de colores vívidos.
-¿Y puede hacer todo
tipo de animales?
-Sí, cualquiera que se
le pase por la cabeza. Desde entonces, en las fiestas, siempre crea uno
diferente. Si es muy grande le vuelve a dar otro toque y se vuelve a hacer de
papel. Parece que le obedecen los animales que crea, y se dejan convertir en
papel sin poner ninguna dificultad.
-Bueno, estoy cansado
ya de andar ¿volvemos?
-Vuelve tú, yo ahora
voy, me apetece seguir paseando.
-Vale, pero no vuelvas
muy tarde.
Ella vio como se
marchaba. Se perdía su silueta oscurecida por la noche tras la curva que tomaba
la calle. Luego se quedó mirando la puerta de la casa solitaria. Al cabo de
cinco minutos ésta se abrió. De dentro apareció un señor mayor, de una ligera
barba canosa. Sus ojos eran azules y parecía cansado. Se acercó hasta ella. Se
miraron durante unos treinta segundos y después él le dio un ligero toque en la
frente. Cuando terminó el contacto, en el suelo había una figura de papel que
tras varios y precisos dobleces había adquirido la forma de una mujer.
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