Muere
en una exhalación el tiempo. La ciudad se estanca en una noche sin
meta. Las farolas alumbran amarillentas por debajo de sus pies unas
calles mudas. Asustada, la luna parece desear esconderse tras jirones
de nubes, que pronto se deshacen entre los dedos sibilantes del
viento.
La
llama del mechero ilumina fugazmente su rostro, mientras el papel
comienza a consumirse, ansioso por lamer sus labios. El humo entre los dientes lejos de la azotea sorda como temiendo las palabras que pueda escupir sin
querer su boca.
El
olor de su presencia embota de pronto sus sentidos. Ni siquiera se
gira para mirarla; sabe exactamente qué sonrisa esboza en este
preciso instante. Satírica, por encima de todo mortal.
Como
siempre, se siente absurdo. Su presencia lo reconforta, a pesar de
todo. Nota cómo le corroe la nuca con su mirada oscura; cómo él
necesita clavar las uñas en sus ojos; cómo desea tirarla por encima
del muro que los separa del vacío. Cómo estaría dispuesto a
arrojarse a ese mismo abismo con una sola palabra suya.
No.
Eso no existe. Todo esto es una pura invención de una mente saturada
de cafeína y recuerdos absurdos. Se está engañando a sí mismo.
Da
una calada profunda, inundando de veneno negro sus pulmones. La odia,
sin más. Ahora mismo, podría darse la vuelta, y sencillamente,
asesinarla con sus propias manos. ¿Verdad?
Un
fría ráfaga de aire pútrido separa la colilla de sus dedos, y con
ésta, todas esas ideas estúpidas.
Mira
a su alrededor, desconcertado. La más absoluta y absurda soledad
rodea su figura.
Un
suave suspiro susurra en su oído, quizá dentro de sí mismo. El
único beso que recibirá hoy será el de la eterna noche, silenciosa
y mortal.
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