Despierto entre las sábanas sin azúcar de las nueve de la mañana, llenas de duendes duermevela y hojarascas de ojeras secas de soñar en canal codificado. Me revuelvo y me encuentro con los escorpiones de los cuartos de hora y las moscas de los segundos que estallan en legañas.
Me encojo en el hueco oscuro de las diez y media, donde desbordan las hadas de las diapositivas de las copas vacías y de la colección de vasos de chupitos con cartel de repetido. Y mueven sus alas de sombras chinescas y agitan su varita, y las luciérnagas se apagan una a una.
Y en un bostezo hago crujir mis tendones de las doce menos cinco y cae el ancla retumbando al borde de la cama, donde el goteo incesante de mi saliva a pasado ya a formar parte del silencio. Junto con las carcajadas y las balas perdidas en cualquier cerebelo de cartón.
Entonces me desvelo en el lugar donde se superponen las dos y las tres de la tarde. Con mi estómago lleno de nidos de ametralladoras con un pobre ave fénix con sólo vómito del que renacer. Dónde sólo quedan los cadáveres del resto de la tripulación nocturna y a mí me toca seguir remando contra la corriente y contra la resaca.
Y en el segundo segundo, del cuarto cuarto de hora de las cinco de la tarde empiezo a pensar en luchar contra esas telarañas invisibles que me esposan a la cama. Hechas de pereza y de mucho en lo que pensar. Y de mucho que hacer mañana.
Así me revuelvo tras diecinueve horas repletas de tentáculos de medusa y flanes de huellas dactilares. Y los temblores de la gelatina cardiovascular me hacen entrar en trance y mi mente se hace pólipo y deja que se posen los recuerdos.
Así llegan veinte horas y treinta y siete minutos de no descanso. Así vuelven los espasmos y los gatos de luz de luna y la rémora de sueños. Protagonizados por gabardinas blancas de botones negros de pupilas, o de escarabajos, o de algo que he olvidado y que me sigue hipnotizando.
Y derrepente caen las nueve y catorce de la noche. Las veintiún horas de quitarte poco a poco tus secretos y tesoros prohibidos escondidos bajo la suave arena de tu ropa interior. Y un solo ojo a la vista porque me sobran cuatro sentidos y medio. Y una mano a la espalda que me falta fuerza de voluntad para soltarte más de trece instantes seguidos.
Y si a cada beso se pierden doce calorías sólo te pido que me consumas hasta la leña de los huesos.
Y finalmente, tras veintitrés horas y cincuenta y siete minutos de momentos entre esta vida y la siguiente. Tras infinitos intentos por no apagar la luz del final del túnel para seguir mirando sus ascuas incandescentes. Tras una ducha fría y cientos de miradas gélidas a mi propio reflejo, decido ponerme en marcha de nuevo para perder el tiempo, y así poder pasar otro día más encontrando las horas.
Me encojo en el hueco oscuro de las diez y media, donde desbordan las hadas de las diapositivas de las copas vacías y de la colección de vasos de chupitos con cartel de repetido. Y mueven sus alas de sombras chinescas y agitan su varita, y las luciérnagas se apagan una a una.
Y en un bostezo hago crujir mis tendones de las doce menos cinco y cae el ancla retumbando al borde de la cama, donde el goteo incesante de mi saliva a pasado ya a formar parte del silencio. Junto con las carcajadas y las balas perdidas en cualquier cerebelo de cartón.
Entonces me desvelo en el lugar donde se superponen las dos y las tres de la tarde. Con mi estómago lleno de nidos de ametralladoras con un pobre ave fénix con sólo vómito del que renacer. Dónde sólo quedan los cadáveres del resto de la tripulación nocturna y a mí me toca seguir remando contra la corriente y contra la resaca.
Y en el segundo segundo, del cuarto cuarto de hora de las cinco de la tarde empiezo a pensar en luchar contra esas telarañas invisibles que me esposan a la cama. Hechas de pereza y de mucho en lo que pensar. Y de mucho que hacer mañana.
Así me revuelvo tras diecinueve horas repletas de tentáculos de medusa y flanes de huellas dactilares. Y los temblores de la gelatina cardiovascular me hacen entrar en trance y mi mente se hace pólipo y deja que se posen los recuerdos.
Así llegan veinte horas y treinta y siete minutos de no descanso. Así vuelven los espasmos y los gatos de luz de luna y la rémora de sueños. Protagonizados por gabardinas blancas de botones negros de pupilas, o de escarabajos, o de algo que he olvidado y que me sigue hipnotizando.
Y derrepente caen las nueve y catorce de la noche. Las veintiún horas de quitarte poco a poco tus secretos y tesoros prohibidos escondidos bajo la suave arena de tu ropa interior. Y un solo ojo a la vista porque me sobran cuatro sentidos y medio. Y una mano a la espalda que me falta fuerza de voluntad para soltarte más de trece instantes seguidos.
Y si a cada beso se pierden doce calorías sólo te pido que me consumas hasta la leña de los huesos.
Y finalmente, tras veintitrés horas y cincuenta y siete minutos de momentos entre esta vida y la siguiente. Tras infinitos intentos por no apagar la luz del final del túnel para seguir mirando sus ascuas incandescentes. Tras una ducha fría y cientos de miradas gélidas a mi propio reflejo, decido ponerme en marcha de nuevo para perder el tiempo, y así poder pasar otro día más encontrando las horas.