El Sol hace brillar la nieve deslumbrándome, desde lo alto
de la colina puedo ver a toda la gente esquiando, está el típico patoso que se
cae todo el rato y recoge la nieve, el que se come las ramas de los árboles, y
el que baja más rápido que un bólido. A un lado el telesilla sube suavemente
trayendo las risas de los que ya se han tirado, y de los que están a punto de
tirarse.
Hace un día excelente para ir a la montaña. Me preparo, cojo
aire, y me impulso hacia abajo.
-¡Weeeeee! ¡Oh no! Se me ha caído el gorro mientras bajaba.
Giro la cabeza y trato de ver donde ha caído.
-¡Está aquí! - Grita alguien.
Y las luces se apagan.
¿Dónde estoy? ¡Pero si es una playa!
Dejo mi bastón junto a la toalla y trato de alcanzar el
agua.
¡Buf! Esto está lleno de gente, no hay quien camine por
aquí.
-¡Lo encontré!- vuelve a gritar la voz.
Otra vez a oscuras ¡Que rápido ha sido esta vez, cada vez
más rápido!
Ahora estoy en un castillo ¡Y lo están asediando!
-¡Cuidado! – alguien me advierte y una roca vuela sobre mi
cabeza y cae en el patio de armas.
El ariete golpea la puerta, los soldados corren de un lado
para otro, todo es un caos, así es imposible encontrar a nadie.
-¡Es ese de allí! – dice la niña-
-¡Oh no! Otra vez no. Y todo se queda a oscuras.
¿Y ahora que toca? La molesta voz misteriosa cierra el
libro.
Pues ahora toca esperar a que nos vuelvan a abrir.