lunes, 15 de marzo de 2010

Historia desde el final

Volvió a cerrar la puerta de la nevera, hacía tiempo que no había nada dentro y de hecho hacía tres días que la luz ni siquiera se encendía: la habían cortado.

Volvió a abrocharse el abrigo que se había puesto al levantarse y salió a la calle, a ver qué veía.

No recordaba cómo había llegado a aquella insostenible situación, pero prefería no quedarse sentado mirando.

Aún le quedaban trajes buenos y los papeles en los que ponía que tenía una carrera, que había tenido una vida. Siempre decía que iba a tener que volver a tenerla si quería sobrevivir, pero se había acomodado en esa inacción absurda.

Retomando una antigua costumbre, se sentó con un periódico –todo el mundo deja el periódico en cualquier parte cuando lo acaba- en un banco del parque. Tal vez esa vez sí buscase un puesto de trabajo que le permitiera pedir un café en una preciosa terraza viendo pasar la tarde de domingo con la boca llena de dulce en lugar de vagar sin rumbo con el alma llena de humo.

Abrió el periódico por cualquier parte y encontró que llovía de más en unos sitios y de menos en otros, que en algún país firmaban leyes corruptas y en algún otro mataban gente por razones vacías. Estuvo a punto de cerrarlo, pero avanzó hasta encontrar una serie de anuncios estúpidos que ignoró adecuadamente hasta encontrar uno absurdo, imposible, enorme, en letras grandes, negras y mayúsculas. Alguien compraba un brazo. Afortunadamente era solo un brazo derecho (sonrió pensando que al común de los mortales les molestaría, pero a veces ser zurdo era una suerte) y su sonrisa se tensó mientras la descripción del suyo propio, un brazo robusto, de mediana edad, con pelo claro y ralo… ¿realmente vendería su brazo? ¿Prefería perder una parte de sí para pagarse una abulia eterna?

Se preguntó sin más si la cantidad era suficiente y concluyó que perfectamente podría pasarse la vida comiendo cruasanes y tomando café en maravillosas cafeterías con terraza el resto de su vida con esa cantidad si se mantenía en su casa.

Y buscó en el fondo de su bolsillo para encontrar algo de dinero suelto.

Encontró también –algo difícil- una cabina y llamó al número. Una voz lenta, con acento, contestó, y en unos minutos acordó una cita para el día siguiente.

Volvió a casa despacio, no había leído las ofertas de trabajo, pero en realidad no le importaban. Esa absurda propuesta pagaría una vida de vacío en la que podría olvidar para siempre que una vez estudió, prometió, mintió, perdió y se escondió no recordaba de quién ni por qué. Y lo suyo le costaba.

Al día siguiente en el lugar acordado encontró a una chiquilla preciosa, apenas universitaria, ¿sería mayor de edad?

Con una deliciosa sonrisa y voz dulce le invitó a entrar en una cafetería y le preguntó su nombre.

Él contestó y pidió que le explicase la oferta. La operación corría a cargo del comprador, a quien no iba a conocer, y la llevaría a cabo un médico titulado.

Él quiso saber cuál era el motivo.

Ella pareció de pronto una niña. Pidió café solo, él con leche, nada para comer.

Él insistió y ella enrojeció.

Porque su padre necesitaba un implante. ¿Dónde estaba su padre?

Porque quería hacer un estudio anatómico. Ni siquiera contestó.

Porque la mafia le había encargado matar a un hombre y enviar su brazo como prueba.

Porque iba a hacer una exposición de arte moderno y quería ilustrar el sufrimiento.

Porque quería demostrar que todo se podía comprar con dinero: al mes siguiente compraría una oreja en Austria.

El hombre agradeció el café y empezó a dar vueltas al azúcar, mirándola fijamente, molesto.

Ella miraba de vuelta. ¿Y usted por qué quiere venderlo?

Porque no me hace falta, soy zurdo; y porque con ese dinero nunca más tendría que vivir. Pero quiero saber qué será de mi brazo.

Después de otro silencio ella decidió contestar.

-¿Realmente piensa cortarse el brazo?

-¿Me aseguran que la operación será segura y correrán con los gastos del postoperatorio?

-Sí.

-¿Nadie estará enterado de quién soy?

-No tiene que identificarse.

-Entonces solo quiero saber qué pasará con mi brazo, ¿alguna de las locuras que has dicho era verdad?

-Su brazo acabará enterrado en algún lugar o lo tirarán a un río.

El hombre rebulló en su asiento mirando a la chica fijamente. Sintió ganas de levantarse. Era absurdo que una niña tratara con él de amputarle el brazo. Se levantó.

-Salvará la vida de un hombre. –se quedó mirándola de pie- Es un encargo. Hay que matar a un hombre y entregar su brazo. Salvará su vida.

-¿Por qué no da el brazo él?

-Porque puede pagarse uno.

Se lo pensó. Se sentó. Calló mirando a los ojos acerados de aquella niña con voz de mujer. Decidió que no le importaba, esperaría a ver el dinero.

-¿Cuándo?

-Ahora. ¿Ha desayunado?

-No. –seguía dándole vueltas al café que no había probado.

-¿Quiere venir? –ella se levantó apurando el café.

Nada parecía real, no podía ser cierto. Y sin embargo… tal vez un brazo no era un precio tan caro. Se encontró en una consulta en la casa de un médico. Olía a limpio.

Una enfermera sonriente con una bata demasiado grande se acercó y le pidió que la siguiera. Lo pesó, le pidió que se sentara, le sacó sangre. Le hizo entrar en una consulta.

Como en una nube, respondió a una serie de preguntas formuladas por un médico serio con un gran bigote rubio. Le pidió que volviera al día siguiente en ayunas a la misma hora. ¿Tan pronto? Y cerró la puerta. La niña se había ido. Decidió no volver. Decidió buscar empleo, decidió empezar de nuevo. Volvió a buscar un periódico pero no pudo evitar una náusea cuando empezó a leer ofertas. Volvió a la cama y se quedó en blanco, con los ojos abiertos, huyendo de recuerdos formales, de angustia añeja. No iba a volver a hacerlo si había otra manera de comer.

Así que al día siguiente a la misma hora estaba allí.

El médico le comentó los resultados, le explicó que todo iría bien, le tranquilizó sin conseguir que él escuchara una palabra.

La chica rubia estaba allí con un maletín. Lo llamó aparte y le enseñó más dinero del que había visto nunca.

Tres semanas más tarde, una mañana, abrió la nevera y sacó una botella de zumo de naranja. Le habían llevado la compra a casa. Se alegraba de ser zurdo.

Para entonces ya hacía veinte días que la niña había aterrizado en Nueva York y había entregado el brazo.

El mismo día de la llegada de ella, dos hombres esperaban impacientes la llegada de un tercero en el muelle del puerto de Nueva York. El hombre esperado llegó al fin y traía consigo una caja un poco mayor que las de zapatos. Los que esperaban abrieron la caja, se miraron mutuamente, asintieron con la cabeza, la volvieron a cerrar y la tiraron al mar. Los tres se despidieron fríamente y se fue cada uno por su lado.


Aquí está la historia de Azahara

5 comentarios:

Pura dijo...

¡Qué bien! Me encanta que haya algo de Azahara en el blog. Supongo que a ella también le gustará mucho. Buen hermano, Miguel.

C.S dijo...

:))) we love azahara, esa mujer q viene del norte! ;)

Kalero dijo...

Bueno, ella no estaba muy segura sobre si debería colgarlo, porque tampoco estaba muy convencida de que le gustara mucho ^^

Pero un poco de insistencia y como nadie ha colgado le han hecho entrar en razón

Wiz dijo...

Viiiva!! ^^ Historias venidas del frío... Cómo molan. Si es que los hermanos sois geniales, tanto en darle vueltas al boli como en escribir =D

Ponle la etiqueta, por cierto ^^

Azireth dijo...

Gracias por la buena acogida, yo también me alegro mucho de poder seguir pasando por el Taller y os agradezco que me dejéis un huequito también en el blog -que me encanta leer cada semana.
Un besazo!