Pero si he muerto, ¿qué hago diagnosticándome? Deberían encargarse los que se han quedado ahí, los de ambulancia o el pobre David, que me han matado en sus narices. Yo debería haberme ido, simplemente. Fin del juego. La vida de los que están ahí fuera seguirá, claro. No puedo pretender que todo se pare porque yo me haya quedado por el camino. Pero, si estoy muerta, no debería estar pensando. Ni sintiendo. Ni acordándome de Jorge.
Jorge. Hace tres meses que no te veo, Jorge. ¿Dónde te has metido? Es fácil olvidar que has muerto. Es tremendamente fácil, cuando aún te veo delante de mí, cuando recuerdo con tantísima precisión tus ojos verdes, tus diminutas pecas en la nariz, ese lunar en tu oreja que parecía un pendiente, tu gesto de sacudirte el flequillo, tan negro, como por casualidad. No te puedo expresar con claridad las ganas desmedidas que tengo de estar contigo. De tumbarnos en mi cama, mi cabeza en tu estómago, y sentir el ritmo de tu respiración mientras echas un discurso sobre tu revelación de la semana. La vida es más aburrida sin ti, Jorge. Mucho más.
Jorge ha muerto, pero vivirá para siempre en vuestros corazones. Ya. Pero es que el cura del colegio no te había acompañado a casa, ni te había visto dar de comer a los patos del Retiro, ni había dejado que le calentases las manos con tus dedos de hielo. Nadie en el mundo, ni siquiera tus padres, ni siquiera Ana, te conocía como yo. Por eso yo puedo olvidarme de que estás muerto de vez en cuando.
Me costó creer que lo habías hecho. Cuando me lo contó tu madre… Dios. No me lo creí hasta que vi que te bajaban a ese agujero estrecho en la tierra y tú no levantabas la tapa de tu ataúd, tan pequeñito, para reírte de mí. Eres muy joven para conocer las verdaderas lecciones de la muerte, me dijo mi padre después del funeral. Sus palabras sonaron menos falsas que los mil pésames que había recibido, pero no tenían una pizca de verdad. No se puede conocer la muerte. El dejar de existir, de respirar, de sonreír, de sentir, no puede dar lecciones a nadie. Al que muere, porque deja de aprender. Se ha ido. Al que vive, porque no has muerto. No importa si eres joven o viejo, si estás muy cerca o muy lejos de la muerte. No importa cuánta gente a la que has amado has perdido. No se puede aprender de la muerte. No sabemos qué hay después.
A lo mejor yo sí. He dejado mi cuerpo atrás, pero todo lo que soy sigue conmigo. No me he apagado, no he dejado de existir. No siento que haya muerto. Puede que me haya extinguido, que mi corazón ya no lata, que mi cuerpo no sirva para nada, pero sigo aquí.
Antes le tenía mucho miedo a la muerte, Jorge. No entendía cómo tú habías ido hacia ella voluntariamente. Ahora no me asusta. Si es esto, no es tan terrible como me habían contado. Y si no, de todas maneras me da igual. Ahora que puede que esté muerta, pienso que he aprovechado mi vida. He tenido buenos amigos, he querido mucho a mis padres, te quise con locura. El resto es secundario, ¿verdad? No recuerdo mi media de bachillerato, no recuerdo las fiestas a las que no fui ni los exámenes que suspendí. No sé de qué marca era mi ordenador, qué colonia usaba, ni si he bebido Coca-Cola o Brugal esta noche. Ahora que creo que me voy, me quedo con las sonrisas de aquellos a los que quise. No necesito más.
Cuando te enterramos, pensé que a lo mejor habías muerto mucho antes. Y yo también. Sí, creí que se podía estar muerto aun cuando nos levantásemos todas las mañanas y fuésemos al instituto y estudiásemos y luego nos lo pasásemos tan bien el fin de semana. No hace falta estar en coma, ni moribundo, ni siquiera parecerlo, para estar muerto. Simplemente, dejar rodar tu vida por los caminos que surgen a tus pies, en lugar de caminar. Seguir las reglas, moderar las pasiones para no ofender y pasear de puntillas por los demás, sin dejar huellas en su alma.
La mayoría de las personas tienen miedo a la muerte porque no han hecho nada de su vida. Algunos creen que la solución es tener mil proyectos, mil ambiciones, cargarse de sueños; llenarse tanto los bolsillos de planes, que les pesen una tonelada. Pero es que entonces no se puede avanzar. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; y el agua tiene que fluir. El agua estancada, llena de ramas, hojas, bichos y ranas, no le gusta a nadie. La gente quiere arroyos de agua limpia y saltarina, que salpiquen al que se acerca a beber y que entren al mar no como un hilillo moribundo, sino como un torrente lleno de energía. Sin remordimientos, sin cargo de conciencia y sin los bolsillos llenos de planes sin cumplir.
No sé por qué abrazaste la muerte tan a la ligera, Jorge. Seguramente no podré entenderlo nunca. Porque no sé si estoy muerta, pero no quiero irme. Soy agua corriente, y todavía no he llegado al mar. Que alguien me saque de aquí, por favor. Tengo tanto que decir…
-Vuelve. Bien, bien, la hemos recuperado, chicos. Al hospital. Ya.
2 comentarios:
Y fin ^^
Lo dicho, me ha ecantado de principio a fin, una de las mejores cosas que has escrito Bea :)
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