Las hojas de los árboles caían una a una, amontonándose a mí alrededor. Las estaciones pasaban tan rápidas que solo dejaban eso, unas cuantas hojas secas, algunas gotas de lluvia, un instante de frío y otro de calor. Las tazas de café se amontonaban, los objetos se perdían, el viento salpicaba, la noche seguía siendo oscura. Los latidos se mantenían en el mismo ritmo frenético enfrascado en un espíritu cansado. A veces compartía con el suelo de la acera todos mis secretos, toda mi furia. Las afarolas servían de apoyo, los charcos cubrían como océanos. El periódico era un drama sucesivo, la televisión me vaciaba por completo, le faltaba algo a cada página de cada libro. La música la componía el temblor de mis arterias, el chillido de mis huesos, el eco de mis pensamientos. Los gatos se convertían en leones, la oscuridad era tan profunda que te podías perder en ella, los espejos solo reflejaban sombras.
En mis pensamientos andaba sobre teclas de piano intentando no hacer ruido, escalaba el asfalto de las carreteras, perdía las llaves de mí mismo, no encontraba la salida de emergencia. Y al final siempre me quedaba a solas, viendo desde la venta las migraciones de los pájaros, y en realidad, lo que veía era el tiempo. Me enredaba con las palabras que echaban raíces en mi paladar y ya no salían. Las estatuas me miraban medio absortas, infelices de no poder hablar y yo de no saber qué decir ni cuando callar. Estrellé las copas de cristal contra mi lengua, bebía del recuerdo endeble de saber que en algún lugar existes. Arranqué de mi piel la tinta que dibujaba sobre mis costillas frases carentes de sentido. Observo los pasos que he dado con dudas, sin saber si cambiarme de zapatos o amputar cada razón por la que andar de más. Intento despejar las tormentas que se desencadenan sobre mi cabeza, utilizando mis pestañas de pararrayos, inundando mis pensamientos de ríos de lava.
El hielo me recuerda a tu piel y cada espina a tu sonrisa. Tal vez por eso los precipicios me hablan bajito, los laberintos bailan en círculos para no dejarme una huída fácil. Arrinconando el dolor contra mis manos y estampidas de elefantes contra mis pulmones, las consonantes se fugan, golpean mi memoria que es tan frágil como el alambre. Y navego entre enjambres de avispas que me miran, entre libélulas que no dejan de revolotear. Las acuarelas me aprisionan, el óleo me encierra en un lienzo pero me libera saber que detrás de los barrotes no hay nada más. Y las agujas del reloj pinchan las venas de los incautos, y las termitas devoran los corazones de madera y las ganas de sonreír sin ganas. Poco a poco solo queda un mar encerrado en una pecera, una llama que se apaga en una hoguera destinada a mil brujas. El cansancio aumenta y las lágrimas abundan detrás de cada historia, detrás de cada puerta, espolvoreadas sobre secretos.
Y llaman locos a los que se conforman con soñar, con pintar otra realidad sobre las hojas de un cuaderno, a los que se cansan de escuchar historias para no dormir y los logros de otros. Nos perdemos en un inmenso torbellino, nos arrojamos a arenas movedizas llenas de manos que agarran. Cubiertos de desconcierto, las flores se marchitan, el sol no calienta. Y el fuego nos alimenta y también el odio. Se libran guerras de las que no se libra nadie, el tintineo de monedas nos convence, los discursos se encierran tras escaparates. Y no hay forma de arrancarse las heridas, ni de desprenderse del miedo. Ni lugar donde esconderse ni clima que resguarde. La galaxia son tus ojos que están a años luz de distancia. Y el despertador es un castigo, el transporte público una gran laguna que dura lo que dura un largo pestañear. La primavera ya no existe, todo tiene demasiada sal, demasiada lejía. Todo es demasiado extraño. El musgo crece debajo de la piel, el líquido que contienen los vasos de tubo no me aportan más ideas, cada camino es demasiado largo y los huracanes no son nada nuevo. Se agrietan los labios, las cometas, el alma. Y al final, lo único que queda son montones de hojas secas, que se agrupan alrededor prometiendo desaparecer un día para volver a aparecer.
En mis pensamientos andaba sobre teclas de piano intentando no hacer ruido, escalaba el asfalto de las carreteras, perdía las llaves de mí mismo, no encontraba la salida de emergencia. Y al final siempre me quedaba a solas, viendo desde la venta las migraciones de los pájaros, y en realidad, lo que veía era el tiempo. Me enredaba con las palabras que echaban raíces en mi paladar y ya no salían. Las estatuas me miraban medio absortas, infelices de no poder hablar y yo de no saber qué decir ni cuando callar. Estrellé las copas de cristal contra mi lengua, bebía del recuerdo endeble de saber que en algún lugar existes. Arranqué de mi piel la tinta que dibujaba sobre mis costillas frases carentes de sentido. Observo los pasos que he dado con dudas, sin saber si cambiarme de zapatos o amputar cada razón por la que andar de más. Intento despejar las tormentas que se desencadenan sobre mi cabeza, utilizando mis pestañas de pararrayos, inundando mis pensamientos de ríos de lava.
El hielo me recuerda a tu piel y cada espina a tu sonrisa. Tal vez por eso los precipicios me hablan bajito, los laberintos bailan en círculos para no dejarme una huída fácil. Arrinconando el dolor contra mis manos y estampidas de elefantes contra mis pulmones, las consonantes se fugan, golpean mi memoria que es tan frágil como el alambre. Y navego entre enjambres de avispas que me miran, entre libélulas que no dejan de revolotear. Las acuarelas me aprisionan, el óleo me encierra en un lienzo pero me libera saber que detrás de los barrotes no hay nada más. Y las agujas del reloj pinchan las venas de los incautos, y las termitas devoran los corazones de madera y las ganas de sonreír sin ganas. Poco a poco solo queda un mar encerrado en una pecera, una llama que se apaga en una hoguera destinada a mil brujas. El cansancio aumenta y las lágrimas abundan detrás de cada historia, detrás de cada puerta, espolvoreadas sobre secretos.
Y llaman locos a los que se conforman con soñar, con pintar otra realidad sobre las hojas de un cuaderno, a los que se cansan de escuchar historias para no dormir y los logros de otros. Nos perdemos en un inmenso torbellino, nos arrojamos a arenas movedizas llenas de manos que agarran. Cubiertos de desconcierto, las flores se marchitan, el sol no calienta. Y el fuego nos alimenta y también el odio. Se libran guerras de las que no se libra nadie, el tintineo de monedas nos convence, los discursos se encierran tras escaparates. Y no hay forma de arrancarse las heridas, ni de desprenderse del miedo. Ni lugar donde esconderse ni clima que resguarde. La galaxia son tus ojos que están a años luz de distancia. Y el despertador es un castigo, el transporte público una gran laguna que dura lo que dura un largo pestañear. La primavera ya no existe, todo tiene demasiada sal, demasiada lejía. Todo es demasiado extraño. El musgo crece debajo de la piel, el líquido que contienen los vasos de tubo no me aportan más ideas, cada camino es demasiado largo y los huracanes no son nada nuevo. Se agrietan los labios, las cometas, el alma. Y al final, lo único que queda son montones de hojas secas, que se agrupan alrededor prometiendo desaparecer un día para volver a aparecer.
1 comentario:
¡Qué gusto, Mario, verte pasear por el blog de vez en cuando! Todo lo tuyo nos interesa.
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