Empezó a arder, con llamas azules y moradas, con un fuego que consumía a través de los ojos, sin quemar la piel ni los huesos, sin reducir el mundo a cenizas. Un fuego que creaba castillos con la luz de la luna que se reflejaba en los lagos y elefantes, en las nubes que se escapaban tras el horizonte. E historias de héroes uniendo las estrellas. Empezó a arder, con las ideas, con las pesadillas a medio olvidar, con los sueños a medio tejer. Dejó a su paso un rastro de ascuas forjadas con obsesiones, y de paranoias talladas en la roca negra del fin del mundo.
Prendió los recuerdos y los hizo bailar al son de las olas y de la marea, al ritmo de la música hace ya tiempo enmudecida. Se avivó con las voces de las musas que el hombre crea cuando ama e hirvió lava de pensamientos, que le quebró un poco las esquinas y le fundió las grietas del tejado.
Así el cerebro incendió su propio infierno de conexiones nerviosas. Las neuronas comenzaron a humear y algo se alzó desde el fuero más interno y convirtió el cráneo en cristal, y la mente en palabras luminosas que lanzó al infinito. Con la esperanza de que alumbraran algún lugar remoto.
Y ellas viajaron a través del aire y de los laberintos del destino. Se asomaron a la barrera del sonido y se sumergieron en la noche del mundo, en una esquirla perdida de la oscuridad del universo. Volaron en silencio, enmudecidas por el vacío. Merodearon por el abismo, donde se acaba la esperanza, girando y dejándose llevar por las líneas de caos que se esconden entre los átomos.
Las palabras se deslizaron por el espacio como cometas errantes, como estrellas fugaces deseando la inmortalidad, como fuegos fatuos. Se consumieron, ahogadas por la materia oscura que parecía llenarlo todo, que pretendía llevárselo todo a la nada.
Pero las palabras llegaron a su destino, al más allá de los labios, al otro lado del muro de los que escuchan. Las palabras se precipitaron en un planeta desconocido, en un océano de calma. Chocaron contra un orden perfecto de leyes preestablecidas, de relojes que marcaban el inicio y el final de cada instante. Redujeron a ruinas los castillos de naipes amontonados durante años. Dejaron sólo escombros de las nubes de tormenta que cubrían un cielo de malos recuerdos. Descolgaron el Sol para enjaularlo en el estómago y darle un vuelco al corazón. Despertaron un alma demasiado acostumbrada a dejar pasar el tiempo, a permitir entrar el aire en los pulmones. Demasiado cubierta con las vendas de la monotonía que cubrían las cicatrices de tiempos remotos.
Entonces el alma se revolvió en su jaula, se desprendió de sus cadenas y empezó a gritar. A gritar por el endiablado significado de las letras entrelazadas, a chillar por el afilado sonido de cada sílaba. El alma empezó a correr e hizo cascadas entre los dedos. Aceleró el aleteo del pájaro ciego que dormía entre los barrotes de las costillas y congeló los tifones, que sintieron morir al dejar de girar.
Electrificó la piel, derritió la espina dorsal y desmoronó el equilibrio. Y finalmente robó todos los tesoros que guardaban los dragones de las entrañas y los lanzó a ninguna parte, para hacerlos brillar de furor con la caída.
Entonces un lágrima cortó la carne y cruzó los límites del mundo de las pestañas y de los párpados. La lágrima tejió un río de agua marina a lo largo de las mejillas, un río que se perdió en el infinito, un río que se hizo lluvia cruzando una sonrisa de relámpagos al despegar.
Prendió los recuerdos y los hizo bailar al son de las olas y de la marea, al ritmo de la música hace ya tiempo enmudecida. Se avivó con las voces de las musas que el hombre crea cuando ama e hirvió lava de pensamientos, que le quebró un poco las esquinas y le fundió las grietas del tejado.
Así el cerebro incendió su propio infierno de conexiones nerviosas. Las neuronas comenzaron a humear y algo se alzó desde el fuero más interno y convirtió el cráneo en cristal, y la mente en palabras luminosas que lanzó al infinito. Con la esperanza de que alumbraran algún lugar remoto.
Y ellas viajaron a través del aire y de los laberintos del destino. Se asomaron a la barrera del sonido y se sumergieron en la noche del mundo, en una esquirla perdida de la oscuridad del universo. Volaron en silencio, enmudecidas por el vacío. Merodearon por el abismo, donde se acaba la esperanza, girando y dejándose llevar por las líneas de caos que se esconden entre los átomos.
Las palabras se deslizaron por el espacio como cometas errantes, como estrellas fugaces deseando la inmortalidad, como fuegos fatuos. Se consumieron, ahogadas por la materia oscura que parecía llenarlo todo, que pretendía llevárselo todo a la nada.
Pero las palabras llegaron a su destino, al más allá de los labios, al otro lado del muro de los que escuchan. Las palabras se precipitaron en un planeta desconocido, en un océano de calma. Chocaron contra un orden perfecto de leyes preestablecidas, de relojes que marcaban el inicio y el final de cada instante. Redujeron a ruinas los castillos de naipes amontonados durante años. Dejaron sólo escombros de las nubes de tormenta que cubrían un cielo de malos recuerdos. Descolgaron el Sol para enjaularlo en el estómago y darle un vuelco al corazón. Despertaron un alma demasiado acostumbrada a dejar pasar el tiempo, a permitir entrar el aire en los pulmones. Demasiado cubierta con las vendas de la monotonía que cubrían las cicatrices de tiempos remotos.
Entonces el alma se revolvió en su jaula, se desprendió de sus cadenas y empezó a gritar. A gritar por el endiablado significado de las letras entrelazadas, a chillar por el afilado sonido de cada sílaba. El alma empezó a correr e hizo cascadas entre los dedos. Aceleró el aleteo del pájaro ciego que dormía entre los barrotes de las costillas y congeló los tifones, que sintieron morir al dejar de girar.
Electrificó la piel, derritió la espina dorsal y desmoronó el equilibrio. Y finalmente robó todos los tesoros que guardaban los dragones de las entrañas y los lanzó a ninguna parte, para hacerlos brillar de furor con la caída.
Entonces un lágrima cortó la carne y cruzó los límites del mundo de las pestañas y de los párpados. La lágrima tejió un río de agua marina a lo largo de las mejillas, un río que se perdió en el infinito, un río que se hizo lluvia cruzando una sonrisa de relámpagos al despegar.
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