Mi cabeza da vueltas. Todo se tambalea. Los jardines se vuelven terrenos inhóspitos, tu sonrisa terreno enemigo. Me falta el oxigeno, un rostro amable. Siento tu presencia y me ato a la razón, me recubro de vacío, de un color grisáceo, me escondo entre nubes. Tu mirada me congela, tu silueta me despista. Y cuando me quiero dar cuenta estoy preso entre marionetas y errores, entre catástrofes naturales y días difíciles de olvidar. No sé qué camino tomar. No sé a dónde ir. No sé cómo comenzar. No sé tantas cosas que prefiero no saber, hay tantas personas que me gustaría borrar de mi memoria. El destino no piensa en nosotros, y no nos damos cuenta hasta que nos hemos roto la cabeza cuatrocientas veces contra el muro de hormigón de las casualidades. A veces me siento tan perdido que no logro encontrar el camino a casa. Pienso y no actuó. Caigo y caigo.
El sol molesta casi tanto como la voz melancólica de los sauces. Lloro de pena a cada nuevo amanecer. Y si me noto sediento intento que me arranques el paladar y patalees, que me robes el alma y me grites. Y me mato cada vez que no te late el corazón y escupo mis huesos, mis músculos, mis ideas. Solo quiero chillar de pánico. Solo quiero arrancarme la piel y arder mientras me barre el tiempo. Susurro a tus tímpanos poemas. Me abro las venas en canal cada vez que quieres pasear en góndola. El espejo me saluda y yo sufro a cada instante. La calle no parece una calle, los bosques cada vez son más pequeños. Y tú sales de tu escondite y yo tiemblo, sonrío nervioso, estallo en palomas de humo. Y cada vez que tú das un paso el calendario se arranca mil páginas. Nos separa un mundo. Un mar. Un siglo. Un segundo.
Busco la manera de vivir como vive una llama. Sin dejar de consumir. Alumbrando por alumbrar. Pero la vida me despista. La locura me aborda y me divide en dos. Las historias que escribo no sirven para nada. Las historias que no escribo me devoran por dentro. Como devoran los lobos hambrientos a su presa, como devoran las muelas del juicio las decisiones, como devora el asfalto al césped, el alcohol al hígado, la distancia al corazón. Me rompo como se rompe el cristal contra el suelo, como lo hacen los caballitos de mar de papel en mitad del monzón. Y necesito que las sonrisas de acuarela se alejen, que la gente abra los ojos, no sentirme tan aislado. Y necesito hallar tantas respuestas que ya no sé que preguntar. Necesito tu contacto como el veneno los suicidas, como la libertad los osos polares, como el amor a la indiferencia. Me miran los tigres de bengala, me gritan “no te enfades” pero el enfado no aparece, la decepción me embarga. Y cada vez que intento aguantar las ganas de disparar a discreción me embarga más y más, me sumerge en píldoras para el dolor de cabeza. Pero a mí lo que me duele es el espíritu. Me duele no encontrar las llaves del coche ni dinero en la cartera. Me duele cada mala dirección que he tomado y cada mala dirección que han tomado los demás. Me duele la lejanía, la lluvia torrencial, las caretas de bondad con las que se disfrazan las bestias. Me duele esta escalera de caracol sin casa a cuestas. Me duele este baile de salón en mitad de la nada.
Salto en paracaídas desde el lugar dónde nada se entiende al vacío dónde nada existe. Me pinto el corazón de hielo y sonrío. Me tatúo a fuego en el cuello “vivo sin entender nada, ciego y sordo, loco y triste”. Me clavas las uñas y yo estallo en serpentinas. Busco el túnel que conduce al fondo de tus ojos y no lo encuentro. Me vuelvo loco. Tan loco como un pez espada que nunca da una estocada, como una lluvia de estrellas sin deseos que pedir, como una madrugada con el pensamiento chocando con el suelo y el techo entre sueños y pesadillas. Tan loco y tan extraño como las huellas sobre la luna, como los mártires, como los Dioses.
El sol molesta casi tanto como la voz melancólica de los sauces. Lloro de pena a cada nuevo amanecer. Y si me noto sediento intento que me arranques el paladar y patalees, que me robes el alma y me grites. Y me mato cada vez que no te late el corazón y escupo mis huesos, mis músculos, mis ideas. Solo quiero chillar de pánico. Solo quiero arrancarme la piel y arder mientras me barre el tiempo. Susurro a tus tímpanos poemas. Me abro las venas en canal cada vez que quieres pasear en góndola. El espejo me saluda y yo sufro a cada instante. La calle no parece una calle, los bosques cada vez son más pequeños. Y tú sales de tu escondite y yo tiemblo, sonrío nervioso, estallo en palomas de humo. Y cada vez que tú das un paso el calendario se arranca mil páginas. Nos separa un mundo. Un mar. Un siglo. Un segundo.
Busco la manera de vivir como vive una llama. Sin dejar de consumir. Alumbrando por alumbrar. Pero la vida me despista. La locura me aborda y me divide en dos. Las historias que escribo no sirven para nada. Las historias que no escribo me devoran por dentro. Como devoran los lobos hambrientos a su presa, como devoran las muelas del juicio las decisiones, como devora el asfalto al césped, el alcohol al hígado, la distancia al corazón. Me rompo como se rompe el cristal contra el suelo, como lo hacen los caballitos de mar de papel en mitad del monzón. Y necesito que las sonrisas de acuarela se alejen, que la gente abra los ojos, no sentirme tan aislado. Y necesito hallar tantas respuestas que ya no sé que preguntar. Necesito tu contacto como el veneno los suicidas, como la libertad los osos polares, como el amor a la indiferencia. Me miran los tigres de bengala, me gritan “no te enfades” pero el enfado no aparece, la decepción me embarga. Y cada vez que intento aguantar las ganas de disparar a discreción me embarga más y más, me sumerge en píldoras para el dolor de cabeza. Pero a mí lo que me duele es el espíritu. Me duele no encontrar las llaves del coche ni dinero en la cartera. Me duele cada mala dirección que he tomado y cada mala dirección que han tomado los demás. Me duele la lejanía, la lluvia torrencial, las caretas de bondad con las que se disfrazan las bestias. Me duele esta escalera de caracol sin casa a cuestas. Me duele este baile de salón en mitad de la nada.
Salto en paracaídas desde el lugar dónde nada se entiende al vacío dónde nada existe. Me pinto el corazón de hielo y sonrío. Me tatúo a fuego en el cuello “vivo sin entender nada, ciego y sordo, loco y triste”. Me clavas las uñas y yo estallo en serpentinas. Busco el túnel que conduce al fondo de tus ojos y no lo encuentro. Me vuelvo loco. Tan loco como un pez espada que nunca da una estocada, como una lluvia de estrellas sin deseos que pedir, como una madrugada con el pensamiento chocando con el suelo y el techo entre sueños y pesadillas. Tan loco y tan extraño como las huellas sobre la luna, como los mártires, como los Dioses.
4 comentarios:
Bueno, no estuve pero... cuelgo esto xD
Como siempre Mario, un alijo poético sin estrofas. genial!
¡Qué imágenes, Mario! Me encantan.
Sinceramente, creo que está genial! Muy melancólico eso sí, terriblemente melancólico. He sufrido un poco, pero me ha gustado mucho. Sobre todo el final, muy impresionante!
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