Cada vez que alguien cenaba en aquel restaurante comenzaba a llover. Empezaba con una llovizna fina como alfileres con la llegada de los primeros comensales; continuaba ascendiendo hasta las nueve, hora predilecta para una agradable cena romántica; y terminaba con estruendosas tormentas cuando el establecimiento se encontraba a rebosar. A estas alturas el aguacero había conquistado ya las aceras con sus ejércitos de mares, las bombillas parpadeaban colgadas de las goteras de los techos y las alcantarillas hacían gárgaras, ahogándose en su pobre oficio de garganta permanente.
Tal era la fuerza de aquellos tifones los días de mayor afluencia a aquel lugar que los camareros servían a los clientes navegando sobre góndolas por entre las mesas, con cuidado de que las bandejas de plata no cayeran en las fauces de las profundidades marinas.
Se cerraban las ventanas y se corrían las cortinas, todo para evitar los tornados de cuberterías y servilletas bordadas, y los postres esparcidos sobre el techo. El mobiliario era de plomo, y todo experimentado del lugar sabía ya que flotadores, escafandras y neoprenos eran imprescindibles.
A pesar de todo, las delicias, las obras de arte que el chef creaba no dejaban de atraer a más y más paladares de todos los rincones del mundo. Con los consecuentes quebraderos de cabeza de los meteorólogos, que se acercaban día tras día a hojear el libreto de reservas para anunciar, en función de ella, la velocidad de los vientos huracanados y la negritud de las nubes monzónicas.
Se decía que el maestro cocinero, hombre calmado de penetrantes ojos azules, procedía de todos los mares de la Tierra, por los que había navegado sin detenerse, al no tener patria alguna. En sus viajes había ido recolectando especias y sabores, recetas ancestrales y texturas revolucionarias. Y con todos sus conocimientos y con la plata ganada tras muchos años de tirar los dados en las tabernas de mil puertos había fundado aquel restaurante.
Eran tales los manjares que en aquella cocina se forjaban que las lenguas de los que los degustaban se entristecían para siempre con el mundo real, como alguien al que le fuera concedido palpar el paraíso para que se lo arrebataran al instante siguiente. Así pues, los pudientes iban y venían una y otra vez, reservando anda más pedir la cuenta; y los menos ricos ahorraban durante meses, frenándose su vuelta tan sólo por las sesiones de terapia que reclamaban sus deprimidas papilas gustativas. Éstas desquiciaban a los psicólogos con la descripción de los platos principales, entrantes y postres. Hasta que las consultas se llenaban de saliva hambrienta. Y mientras las señoras de la limpieza se lanzaban a la carga, fregona en mano, para evitar que los edificios semejaran gigantes sudorosos, las ambulancias corrían de aquí para allá como torpedos luminosos para evitar la deshidratación de aquellos babosos con nostalgia alimentaria.
Cada día era ideal para acudir a aquel remanso de orgasmos gastronómicos, por lo que la saliva no dejaba de fundirse con el agua del cielo, destiñendo la pintura de los edificios. Así las aceras se llenaban de festivales de pintura y los bloques de pisos eran de un millón de colores que cambiaban a diario. Y como aquel líquido de consistencia de agua fangosa de río lo llenaba todo, cada mañana los habitantes de la ciudad descubrían una nueva gama de colores impregnando el contenido de sus armarios: “Hoy predominan los tonos verdiazules en la zona norte” -anunciaba la radio- “Aunque los naranjas parecen haberse concentrado en el barrio oeste”.
Los niños aprendían a nadar antes que a gatear y a los diez años todos eran excelentes navegantes. Los perros se teñían de verde y de amarillo y de morado. Las tortugas marinas de tonos violetas aparecían derrepente en los jardines y algunas veces era necesario descolgar los tiburones de los cables de la luz.
Sin embargo, una mañana de verano, cuando aquella viscosa sustancia parecida al estómago de mil generaciones de pinceles casi burbujeaba del calor, una carta llegó para el viejo marinero. Nadie sabe lo que en ella estaba escrito, pero algo en sus palabras de tinta oscureció la mirada del chef, el cual, sin decir adiós a nadie, se marchó de aquel lugar para siempre. Ya no hubo más platos deliciosos. Las depresiones invadieron la ciudad y la sequía se extendió como el crudo de un pozo petrolífero recién abierto, dejando tras de sí aquel barro multicolor.
El marinero se marchó, pero allí se quedaron todos aquellos edificios con aire de tizas de colores, aquellos animales marinos pegados a las fachadas y a las ventanas del autobús.
No obstante el tiempo lo cura todo, y la tristeza se fue marchando poco apoco de aquel rincón de la Tierra, como las febriles gotas del sudor de un enfermo. Y desde entonces, cada noche, cuando los habitantes de aquella extraña urbe duermen, llegan de nuevo a sus mentes los ojos azules del aquel viejo cocinero del mar, y los olores, texturas y sabores de aquellas recetas maravillosas. Y entonces, sólo entonces, las nubes vuelven a tapar la Luna, y el viento vuelve a enmarañar las hojas de los árboles, y una nueva tormenta vuelve a verterse sobre las aceras de la ciudad.
Tal era la fuerza de aquellos tifones los días de mayor afluencia a aquel lugar que los camareros servían a los clientes navegando sobre góndolas por entre las mesas, con cuidado de que las bandejas de plata no cayeran en las fauces de las profundidades marinas.
Se cerraban las ventanas y se corrían las cortinas, todo para evitar los tornados de cuberterías y servilletas bordadas, y los postres esparcidos sobre el techo. El mobiliario era de plomo, y todo experimentado del lugar sabía ya que flotadores, escafandras y neoprenos eran imprescindibles.
A pesar de todo, las delicias, las obras de arte que el chef creaba no dejaban de atraer a más y más paladares de todos los rincones del mundo. Con los consecuentes quebraderos de cabeza de los meteorólogos, que se acercaban día tras día a hojear el libreto de reservas para anunciar, en función de ella, la velocidad de los vientos huracanados y la negritud de las nubes monzónicas.
Se decía que el maestro cocinero, hombre calmado de penetrantes ojos azules, procedía de todos los mares de la Tierra, por los que había navegado sin detenerse, al no tener patria alguna. En sus viajes había ido recolectando especias y sabores, recetas ancestrales y texturas revolucionarias. Y con todos sus conocimientos y con la plata ganada tras muchos años de tirar los dados en las tabernas de mil puertos había fundado aquel restaurante.
Eran tales los manjares que en aquella cocina se forjaban que las lenguas de los que los degustaban se entristecían para siempre con el mundo real, como alguien al que le fuera concedido palpar el paraíso para que se lo arrebataran al instante siguiente. Así pues, los pudientes iban y venían una y otra vez, reservando anda más pedir la cuenta; y los menos ricos ahorraban durante meses, frenándose su vuelta tan sólo por las sesiones de terapia que reclamaban sus deprimidas papilas gustativas. Éstas desquiciaban a los psicólogos con la descripción de los platos principales, entrantes y postres. Hasta que las consultas se llenaban de saliva hambrienta. Y mientras las señoras de la limpieza se lanzaban a la carga, fregona en mano, para evitar que los edificios semejaran gigantes sudorosos, las ambulancias corrían de aquí para allá como torpedos luminosos para evitar la deshidratación de aquellos babosos con nostalgia alimentaria.
Cada día era ideal para acudir a aquel remanso de orgasmos gastronómicos, por lo que la saliva no dejaba de fundirse con el agua del cielo, destiñendo la pintura de los edificios. Así las aceras se llenaban de festivales de pintura y los bloques de pisos eran de un millón de colores que cambiaban a diario. Y como aquel líquido de consistencia de agua fangosa de río lo llenaba todo, cada mañana los habitantes de la ciudad descubrían una nueva gama de colores impregnando el contenido de sus armarios: “Hoy predominan los tonos verdiazules en la zona norte” -anunciaba la radio- “Aunque los naranjas parecen haberse concentrado en el barrio oeste”.
Los niños aprendían a nadar antes que a gatear y a los diez años todos eran excelentes navegantes. Los perros se teñían de verde y de amarillo y de morado. Las tortugas marinas de tonos violetas aparecían derrepente en los jardines y algunas veces era necesario descolgar los tiburones de los cables de la luz.
Sin embargo, una mañana de verano, cuando aquella viscosa sustancia parecida al estómago de mil generaciones de pinceles casi burbujeaba del calor, una carta llegó para el viejo marinero. Nadie sabe lo que en ella estaba escrito, pero algo en sus palabras de tinta oscureció la mirada del chef, el cual, sin decir adiós a nadie, se marchó de aquel lugar para siempre. Ya no hubo más platos deliciosos. Las depresiones invadieron la ciudad y la sequía se extendió como el crudo de un pozo petrolífero recién abierto, dejando tras de sí aquel barro multicolor.
El marinero se marchó, pero allí se quedaron todos aquellos edificios con aire de tizas de colores, aquellos animales marinos pegados a las fachadas y a las ventanas del autobús.
No obstante el tiempo lo cura todo, y la tristeza se fue marchando poco apoco de aquel rincón de la Tierra, como las febriles gotas del sudor de un enfermo. Y desde entonces, cada noche, cuando los habitantes de aquella extraña urbe duermen, llegan de nuevo a sus mentes los ojos azules del aquel viejo cocinero del mar, y los olores, texturas y sabores de aquellas recetas maravillosas. Y entonces, sólo entonces, las nubes vuelven a tapar la Luna, y el viento vuelve a enmarañar las hojas de los árboles, y una nueva tormenta vuelve a verterse sobre las aceras de la ciudad.
2 comentarios:
O sea que es culpa suya que siga lloviendo de esta manera en abril?? ¬¬
No, en serio, muy chulo, me encanta ^^ (pero deja de escribir sobre lluvia, o empezaré a pensar que te gusta esta mierda de tiempo ¬¬)
Es precioso, Dani, aunque creo que debías ampliar más el final, que es demasiado sintético desde mi punto de vista.
Me encanta verte por aquí. A ver si te vemos un miércoles.
Besos
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