viernes, 13 de abril de 2012

La voz dormida.


Puede que el pasado nunca se olvide, pero siempre se desdibuja. Perdemos los colores, los sonidos, las texturas y los olores en una maraña de imágenes,  que a la postre sólo recordamos de una forma determinada, como una idea abstracta difícil de volver a hacer realidad, por muy nítida que pensemos aún la guardamos en nuestra cabeza.
                                                                            *
En 1939 Evelyn Hudson corría por las calles de Oxford, el cielo parecía gris y tormentoso, cuajado de nubes bajas y sonoras, llenas de truenos que amenazaban con hilos de luz iridiscente. Tapaba sus libros con la chaqueta mientras su pelo yacía empapado pegado a su cuello, con mechones sobre el rostro, balanceándose mientras sus zapatos pisaban charcos y sus botas acumulaban barro. Cruzó el patio del Magdalen College como una exhalación y se resguardó bajo el porche de piedra, observando el verdor del jardín y aquel enorme árbol erigido como un rey entre la tormenta. Abrió la puerta de su cuarto y se dejó caer sobre la cama, se quitó los calcetines deslizándolos con la punta de los dedos y se frotó el cabello mojado igual que habría hecho Dalpho, su perro, en su casa cerca de Tetbury. Seguramente su madre estaría acariciándolo ahora mismo, si al menos alguno de los dos estuviese aún vivo. La realidad era que tan sólo su padre y su hermano estarían en casa, quizá jugando al ajedrez, quizá leyendo, o quizá intentando ignorar el pasado del que ella había huido, aunque no lo hubiera olvidado. Allí, en Oxford, tenía una vida propia, amigos, y una idea del futuro que quería obtener. Allí, en Oxford, la fiereza del mundo parecía menos aterradora o amenazante, en aquel microcosmos podía soñar con viajar. Aunque la vida tuviese otros planes.

Se despertó con sobresalto, alguien estaba llamando a la puerta. Se levantó rápidamente y escondió sus botas mojadas bajo la cama y se ordenó vagamente el pelo antes de girar el pomo.
-¿Si?
-Tom.

Evelyn asintió  a su compañera sin esperar más explicaciones, no las necesitaba. Y en cuanto volvió a cerrar la puerta sonrió y se precipitó sobre el armario. Se puso ropa seca, cogió los libros y un paraguas y bajó los escalones de dos en dos. La sangre corriéndole muy deprisa. Cuando abrió la puerta de madera, allí estaba él. Sus ojos gris claro, su pelo oscuro y mojado, su abrigo desabrochado,  la ternura de su rostro cuando se giró al escucharla llegar.

-Chica lista, veo que llevas un paraguas.
-Deberías de haberme visto hace un momento, parecía mi perro de lanas recién salido del mar.
-Me gusta saber que tenemos la misma poca capacidad para predecir el tiempo.
-¿Acaso alguien la tiene?
Él hizo una mueca divertida y añadió:
- Bueno, digamos que nosotros no tenemos disculpa, porque aquí solo...
-...llueve y llueve. Lo sé.
Ambos se echaron a reír. Él pasó su brazo grácilmente alrededor de su cintura, como si ambas partes estuvieran acostumbradas a ello, y Evelyn abrió el paraguas negro sobre sus cabezas.

Pasearon junto al río, con los sauces de ramas lacias y largas tocando la superficie del agua y las barcas arracimadas en las orillas. Para cuando llegaron al puente del Magdalen, las nubes no se habían disuelto aún, ni tampoco el sabor de la humedad en el aire, pero las gotas eran ahora tan finas que cuando Tom la besó y su mano se desprendió del mango del paraguas casi sin darse cuenta, para caer al río, ninguno de los dos notó ni su pérdida ni el peso de la lluvia sobre sus cabezas. Entrelazaron sus dedos y el acercó mucho su rostro al de ella, mirándola a los ojos y besando su nariz suavemente.
-Me haces cosquillas.
Frunció la nariz.
-Hemos perdido el paraguas.
-No me importa, tengo muchos, los pierdo con facilidad.
-¿También vas a perderme a mí?
-No.
-Pareces muy segura...

Ella le acarició el cuello.
De pronto, él se puso muy serio.
-No quiero marcharme.
Evelyn le agarró de la chaqueta, atrayéndole más hacía sí.
-No te dejaré ir.
-Ya veo, irás atada a mí hasta Francia, ¿verdad?
-Sí. Iría contigo a Francia. Qué sentido tiene vernos abandonadas aquí cuando vosotros vais tan lejos a...
-¿Morir?
-No. Nunca. No pasará.
-Pero si pasara...
-Shhh.
Evelyn puso un dedo sobre sus labios.
-No pasará. Me enfadaría demasiado. Qué tiemblen los alemanes, que tiemblen...

 
Bordearon la vereda hasta encontrar un pequeño prado. Ya no llovía, un pequeño cuadrado azul se había abierto paso en el cielo y Tom se quitó el abrigo y lo tendió sobre la hierba. Se sentaron y ella sacó uno de sus libros. Él lo cogió, lo abrió y dejó que ella apoyase su cabeza en el hueco entre su brazo y su hombro. Con una mano sujetó el volumen y con otra, mientras iba leyendo lentamente la poesía, le acarició el cabello, aún húmedo. Ella cerró los ojos y escuchó.
How do I love thee? Let me count the ways.
I love thee to the depth and breadth and height
My soul can reach, when feeling out of sight
For the ends of Being and ideal Grace.
Ella adoraba su voz, tan suave y nítida, redondeando las "o" y paladeando las "l". Absorbiendo la belleza de la poesía y derramándola en sus oídos. Estaba tan acostumbrada a ella que podría reconocerla entre mil, tanto que podría escucharla, se dijo, por muy lejos que él estuviera, incluso en el ensordecido clamor de la batalla.
I love thee to the level of every day's
Most quiet need, by sun and candlelight.
I love thee freely, as men strive for Right;
I love thee purely, as they turn from Praise.
I love thee with the passion put to use
In my old griefs, and with my childhood's faith.
Y entonces, hacia el final del poema, Tom se acercó a besar su mejilla y susurró:


I love thee with a love I seemed to lose
With my lost saints, I love thee with the breath,
Smiles, tears, of all my life! and, if God choose,
I shall but love thee better after death.
Desde el cielo, la tormenta volvió a arreciar, aunque ellos dos permanecieron allí, abrazados el uno al otro, hasta que el tuvo que levantarse y ella tuvo que verle partir.
                                                                            *
Lo que más lamento de envejecer es haberla olvidado, su voz, es como si estuviera dormida dentro de mí. Puedo sentirla, pero no escucharla. Ya no. Lo hice durante años, o quizá nunca fue así. Ya no lo recuerdo. A veces creo que resucita dentro de mi cabeza, como un eco. Leo y releo el mismo poema una y otra vez intentando volver atrás. Intentando resguardarme de la lluvia en sus palabras. Pero el pasado tal y como lo vivimos muere tan rápido como la vida discurre. Se perdió tanto entonces, que resulta difícil intentar recuperarlo ahora. Aún guardo el libro, lo llevé conmigo de nuevo al campo, lejos de bombas y aviones, aunque no creo que se pudiese escapar de la guerra. Y lo traje junto a mí de nuevo a la universidad de donde él nunca debería de haber salido. El césped sigue igual de verde, el enorme árbol sigue allí, más alto, más viejo. Quizá él sí recuerde lo que ha visto, igual que el río. O quizá no sientan nada, quizá estén durmiendo, igual que su voz en mi cabeza.

1 comentario:

Pura dijo...

La presencia de las absurdas guerras da un sentido trascendente a esta historia de amor. Me gusta mucho cómo llegas a los detalles al hablar de los sentimientos. ¡Qué bien Carlota!
(Por cierto, me han encantado las fotos. Te contesto vía correo electrónico)