viernes, 19 de marzo de 2010

Libre

Aquel frío miércoles de noviembre, Sara Collado despertó. Y despertó libre por primera vez en mucho tiempo. Estaba tendida desnuda en el suelo congelado de su salón, con botellas de cerveza vacías y rotas a su alrededor. Los restos de una orgía la rodeaban, riéndose de su tristeza. En vez de mirar ella los objetos tirados por la habitación, hechos añicos tras estamparse contra las paredes, parecía que éstos contemplasen su desgracia, su incapacidad para defenderse. Se incorporó lentamente, entumecida. Llevaba horas, quizás todo un día, inconsciente sobre la madera oscura. Blanco sobre negro, como el libro que narraba su historia. Una suave melodía flotaba a través de la ventana, traída por la voz del hijo de los vecinos, un adolescente que parecía mayor para sus quince años, y que todos los días cantaba para ella acompañado por una guitarra que, posiblemente, fuera su única amiga. Irónicamente, aquel miércoles cantaba “Salir corriendo”, de Amaral.

- ¿Cuántas lágrimas puedes guardar en tu vaso de cristal? -susurraba el chico. Muy acertado.

Aquel miércoles, aquel miércoles en concreto, Sara sabía cuántas lágrimas cabían en el suyo. Su vaso tenía capacidad para las lágrimas derramadas durante casi cinco años. La noche anterior habían rebosado; no había sitio en su vaso para el llanto por una niña muerta. Sara se levantó para ir a la ventana y acercarse más a esa voz amiga, pero se detuvo al notar humedad entre sus piernas. Era sangre. La tocó con la yema de los dedos, recordando por qué estaba allí. Su hija, su niñita, aquella pequeña alegría que pese a todas las tempestades había logrado florecer en su cuerpo, estaba muerta. Asesinada por su propio padre. Esta vez no lloró.

La noche anterior sí, había gritado y gritado, había derramado lágrimas amargas, había dicho todo lo que llevaba dentro. Él sólo le había gritado, se había limitado a repetir que no debería llorar, pues libraba al mundo de otra criatura débil y sucia como ella; que debía agradecerle que fuese un hombre bueno, porque, si realmente quisiera ser un hombre decente, la habría matado hace tiempo, por indigna, por sucia, por puta. Le había demostrado otra vez que era una cualquiera, arrancándole la ropa, haciéndola sentirse humillada y despreciada.

No fue aquello lo que la hizo llorar, pues había llegado a acostumbrarse; fueron los pedazos de sus sueños destrozados clavándose en su corazón los que hicieron que derramase sus últimas lágrimas. Fue la muerte de la que había sido su última esperanza, la última oportunidad de volver a creer en él y en que todavía existía el amor que un día los había unido. Ahora, que sabía que su cuento de hadas era una mentira, que su beso nunca había transformado al ogro y que éste seguía siendo tan malvado como el primer día, podía ser libre. Sara ya no quería esperar, no quería complacerle, no podía aguardar más a que de pronto, en medio de sus palizas, recordase que un miércoles de noviembre, hacía cinco años, le había jurado amor eterno. Su hija había muerto, y con ella la capacidad de Sara de creer en lo imposible.

Se levantó, se cubrió los hombros congelados con una camisa hecha jirones y se refugió en el dormitorio. Todas las paredes de aquella casa le recordaban los secretos que habían tenido que ocultar, los gritos que habían escuchado, las lágrimas que solo ellas habían podido enjugar. Pero a Sara ya no le afectaban esos recuerdos. Ahora era libre, y podía hacer que desapareciesen simplemente deseándolo. Se vistió sin apenas mirar qué se ponía, y luego cogió una gran maleta y empezó a meter sus cosas en ella y, con cada prenda que guardaba, rompía un poco más sus ataduras. Cuando hubo acabado ya no había cadenas en sus muñecas pero, si se sabía mirar, se podían ver dos alas blancas, hechas de pura luz, que nacían de sus hombros y se derramaban suavemente por su espalda. Sara cogió la maleta y se encaminó a la puerta y, cuando la cerró, dejó tras la madera cinco años de pesadilla.

Echó a andar, con sus alas de ángel desplegadas para quien quisiese verlas, sabiéndose libre por fin.

2 comentarios:

Wiz dijo...

Por cierto, me ha llegado noticia de un concurso de escritura, pintura rápida y/o/u fotografía en Moratalaz (no es necesario ser residente, pero sí personarse un par de días), si alguien está interesado que me lo diga y le mando las bases, o las cuelgo por aquí ^^

Pura dijo...

A pesar de la dureza del relato, me encanta comprobar una vez más que siempre en tus escritos hay una puerta a la esperanza. Estupendo, Bea.