Y claro, luego está el tema de mi imagen, a ver cómo voy yo por ahí diciendo que esa del cuadro soy yo. Porque claro, si al menos me pintara un poco más normal, pues bueno, vale; incluso aunque me hiciera un poco alargada o me pintara con tonos chillones. Pero esto, esto no tiene nombre. Mira que ponerme un ojo más grande que otro, la nariz torcida y las manos… ay qué manos, por Dios, cada una para un lado, como si me salieran de la cadera.
Y no os penséis que me deja descansar, qué va, yo quieta hasta que me indique el pintor y nada de parar para tomar algo de comer, qué narices, si me muevo un segundo “pierde la perspectiva”, según él; ya, claro, como si tuviera algo de eso, porque, claro, ponerme la nariz en la nuca es una perspectiva que te cagas…
Si tuviera dinero, yo le denunciaba, porque vale que no sea una bellísima señora, pero tan fea no soy…es que… ¡anda vamos! que mi hijo de tres años sabe dibujar mejor que el artistillo este. Bueno, al menos, es guapo.
Aisss…cómo me pica la nariz… a ver si no mira y me puedo rascar… El momento es… ¡ahora! ¡Mierda! Me ha pillado. Y la bronca que me ha echado… ¡Pero si ni siquiera me está pintando a mí! Está liadísimo con las hierbecillas esas de la ventana, que le están llevando más tiempo que el resto del cuadro. Pero, nada, que todo es importante en la composición, dice. Pues vale. Pero a mí ya me duele todo, y dejarme la salud y la imagen pública en este diván no es lo que tenía planeado cuando quise ser modelo. ¿Sabes qué te digo? ¡Ahí te quedas, Pablito!
─¿Dónde vas, Marie?─ me grita desde dentro cuando yo ya he empezado a bajar las costrosas escaleras del edificio donde este “pintor” tiene su estudio (un cuartucho de mala muerte) alquilado.
─¿Cómo que dónde voy?─ Por lo pronto, lejos de ti y a buscarme la vida por caminos más seguros y menos vergonzosos. Sé que si me quedo contigo, no tendré futuro. No eres más que un desgraciado que se ha venido con sus pinceles de Málaga a París y que aquí quiere ser famoso. ¡Cómo si eso estuviera la alcance de cualquiera! Mira, Pablito, guapo, para eso hay que ser un genio y tú estás a años luz, si lo sabré yo, que llevo observándote mucho más que tú a mí. Te miro y veo que das un brochazo para acá, otro para allá, como si no supieras cómo empezar a pintar. Para todo hay que saber, hay que estar preparado, que ya me lo decía mi madre. Y tú, hijo mío, ni lo uno ni lo otro. Y si no, al tiempo.
─Pero… ¡no te vayas! ¡no me dejes así, sin terminar al menos este cuadro!
─Este ¿qué? ¿cómo puedes llamar a esto “cuadro”? Anda y que te den; ahí te quedas, Pablo Ruiz Picasso, aprendiz de pintor.