Resuena en el cosmos el silencio de las estrellas fugaces al pasar, el sol decide congelarse y se para a escuchar y todos los hombres atan sus ojos cosiendo con aguja e hilo a las estrellas, que observan el bello espectáculo.
Los montones de hojas secas se arremolinan en el viento de la luna y un castillo de plata fundida surge de la materia oscura. Empieza el baile.
Mil figuras danzan al son de mil violines que mil árboles negros como su propia sombra tocan al compás de un mar de arañas que nadan sobre un océano de seda.
Blanco y negro, blanco y negro...El salón es un inmenso tablero donde se juega una brutal partida de ajedrez. No hay tregua, las parejas se enfrentan abalanzándose unas sobre otras. Sus rostros de mármol se cubren con máscaras deformes y tenebrosas y cada paso resuena en las columnas que se alzan hasta donde no alcanza la vista, como ataúdes golpeando contra la tierra en el fin de un funeral. Mas en esta ocasión es el vivo quién está dentro, dejando sus uñas arrancadas en la tapa y gritando desesperadamente por un milagro en el que no cree.
Los mil cadáveres asistentes a la fiesta continúan con su macabro espectáculo golpeando a cada nuevo segundo con más rabia y crueldad.
El vuelo de las faldas y los vestidos en su interminable giro desata un huracán que arranca el cielo de la tierra. Los bailarines están esposados con cadenas al rojo vivo y el crujir de sus huesos es la percusión de la maléfica sinfonía.
El Sol estalla en una supernova de truenos y relámpagos y se inicia una tormenta de fuego cegador.
Cientos de espejos rodean la sala, espejos donde nadie se refleja y que chillan de dolor quebrándose en mil pedazos cada vez que un rayo atraviesa el cielo.
Las máscaras se deshacen en cenizas y los peones se lanzan de cabeza unos contra los otros haciendo rodar sus cráneos por el suelo del palacio. Los caballos se encabritan y los alfiles se atraviesan las gargantas con sus lanzas y las torres se derrumban sin dejar ningún vestigio de lo que fueron sus vestidos de acero.
Pero el baile no acaba, es el tiempo , la eternidad, es la fuerza que destruye las montañas y oprime poco a poco el corazón de los inmortales con el deslizar de los granos de arena.
Solo los reyes continúan en pie. Ella es la novia en esta boda de mil cadáveres en caída libre. Su vestido es negro como las plumas de los cuervos, transparente como una gasa y con los bordes de encaje.
No hay máscara pues no hay rostro que ocultar, solo fría piedra.
Su pecho es una jaula de gélidos barrotes y su corazón es un pájaro rojo como la sangre, hambriento y escuálido que a cada nueva melodía de los violines se lanza desesperadamente cotra los límites de su prisión.
El pájaro canta, es una canción de muerte, de ansia , de destrucción.
Él , el rey, intenta huir, pero sus cadenas se unen a los huesos de la reina.
Su traje es la propia oscuridad y su jaula esta abierta de par en par. Un pájaro azul sin ojos se oculta en su interior, alejándose de la salida, intentando atravesar el abismo interior.
El rostro del rey se cubre de una máscara de lágrimas de hielo, pero no puede apartar su mirada del temible sin-rostro de la reina, impasible frente al infernal estado en que se encuentran.
De repente se abre la faz de la marmólea reina. Sus ojos son de ámbar y sus labios del rojo de las plumas de su corazón.
Cesa la música, se quiebran las cadenas y la blanca mano de la reina atrapa al pájaro azul que se retuerce intentando escapar. La puerta de las costillas de la reina se abre y ésta introduce en su interior al pobre corazón azul, todavía latiendo y aleteando por la vida que le va a ser vedada. Pero está sentenciado.
La voraz ave roja lo atrapa entre sus garras y acaba con él, arrancándole las entrañas.
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