Una vez, conocí un hombre que decía que no tenía corazón. Hablaba, reía e incluso estoy segura de que lloraba como todos los hombres, pero él insistía tercamente en la carencia de tan vital músculo. Se decía de él que estaba animado por una inusual rabia y que, en lugar de sangre, corría por sus venas una mezcla de ron e indiferencia. Lo único que le inspiraba ternura, susurraban los marineros del puerto, era la luz de la luna sobre las almenas del castillo. Se cuenta que en las noches de luna llena salía de su cabaña y se sentaba en la puerta mirándola, brillante sobre las piedras siempre húmedas de las murallas, y que contemplaba con una sonrisa masoquista las riquezas que nunca poseería.
Pero este hombre, no se lo contéis a nadie, sí tenía, y de hecho todavía tiene, corazón. Su historia la conocen muy pocos y selectos elegidos, y llegó a mí por un perro callejero que, por algún milagro, durante un tiempo habló mi idioma.
El hombre sin corazón se llamaba antes Gabriel, y era uno de los titiriteros más hábiles que ha conocido el mundo. Recorría mercados y ferias de todas las ciudades, asombrando a niños y ancianos con sus historias, haciendo palidecer de envidia a los hombres con su fuerza y su habilidad y arrancando suspiros a las damas que, para el final del espectáculo, ya se habían rendido a su arrebatador carisma. Era tal su fama, que todas las compañías ansiaban tenerle entre sus filas; pero él era un artista solitario ya entonces, y nadie consiguió que permaneciese en un mismo sitio más de unos días. Nadie, excepto ella. La canción más hermosa del mundo hecha princesa de ojos negros. Llegó también a sus oídos la fama del juglar y quiso de inmediato tenerlo en sus salones. Y así fue, pues nadie podía negarse a sus ojos suplicantes. Gabriel alegró las horas de la princesa durante meses, preparando cada día un espectáculo nuevo, buscando siempre al acabar la recompensa de su triste sonrisa. Ya adivinaréis que, como en todas las buenas historias, el cariño más profundo surgió entre estos dos seres miserables. En cada banquete, ambos se plantaban en su sitio y representaban el papel que les había sido asignado; y por las noches, sus almas conversaban mientras ellos, conteniendo la respiración, aguardaban el milagro tan largamente esperado.
Nada ocurrió, sin embargo. Quizá por saberse demasiado diferentes, no por ser ella princesa y él vagabundo sino porque, a pesar de coincidir en su rareza, seguían siendo dos seres completamente únicos y, por tanto, inalcanzables. Quizá porque ella temía que la naturaleza trotamundos de él no le permitiese serle fiel si se entregara por completo. Seguramente, razones más profundas y válidas, que sólo a ellos conciernen, impidieron que algo más que sus espíritus se uniese en las largas y frías noches. Y un día, años después de conocerse, llegó a palacio un nuevo pretendiente que le habló a la princesa de su piel de luna y de su larguísimo pelo de azabache, permitiéndola descubrirse. La princesa se vio como mujer por primera vez y se sorprendió de lo mucho que se había perdido en aquellos años de conversación y espectáculos. Y, aunque no era tan feliz como con el mejor titiritero del mundo, cuando su nuevo pretendiente tomó su boca, le devolvió el beso.
Poco después, se casaron. Se cuenta que Gabriel acudió a la boda y que, cuando ella dio su consentimiento, una fina capa de escarcha cubrió su corazón -porque, como os he dicho, sí que tenía corazón-. Al final de la ceremonia, se desprendió de su nombre y de su oficio y se trasladó a la miserable casucha donde ahora habita. El perro me contó -y debe ser cierto, pues sólo los perros y las brujas conocen verdaderamente el corazón del hombre- que durante años Gabriel se dedicó a hacer más y más profunda aquella capa de escarcha, hasta que su corazón se convirtió en un bloque de hielo. Y después, construyó a su alrededor murallas más altas que las del castillo.
Creo, sin embargo, -no puedo confirmarlo, porque el perro ya no habla conmigo-, que las sonrisas que la princesa lanza cada día por encima de las torres de palacio están derritiéndolo, muy poquito a poco. Nadie lo sospecha, porque piensan que ahí no hay nada; pero yo, que lo sé, si miro con atención se lo veo en los ojos: el bloque de hielo se está convirtiendo en agüilla sucia que gotea sobre los diques de sarcasmo que construyó hace años. Quizá, dentro de poco no quede más que un lago que, con el tiempo, se evaporará. Será entonces, por fin, el hombre que no tiene corazón. Pero escuchad, por ahora, cómo se derrite y una a una caen las gotas.
3 comentarios:
precioso...:)
Yo también pienso lo mismo que Dani. Enhorabuena, Bea.
Me gusta mucho Bea, sobre todo la idea de desarrollarlo como una fábula tan bellamente escrita, sobre todo el principio :)
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