viernes, 27 de enero de 2012

Brighton.




La monotonía de los cuerpos a veces es pura poesía, un poco como las gotas de lluvia al romperse contra el suelo.

Me bajo del autobús justo cuando empieza a llover y maldigo en silencio la suerte que me depara la tarde, mientras la luz se declara en huelga dejando paso poco a poco a la noche. Si miras hacia el mar, al final de la empinada calle, las nubes se están deshaciendo mientras el agua cae del cielo sobre el océano del Canal. Es una visión espectacular, como la del atardecer rojizo los días sin niebla. Corro hasta una enorme tienda para resguardarme del aguacero y me pruebo todo lo que no puedo comprarme, abrigos, zapatos y vestidos, en un alarde de imprudencia y estupidez, las manos siempre pueden acercarse a la tarjeta y estaría todo perdido. Al final me compro un gorro de lana sedosa y me lo pongo nada más salir, tirando a un papelera la etiqueta. Ya no siento ni la llovizna ni el haberme dejado el paraguas en casa. ¿Quién se olvida el paraguas en este país? Ahora llueve cada tarde, aunque por la mañana sale un sol suave y frío. Cruzo la calle hasta el Café, dentro se está tan calentito... pido un mocha pequeño para llevar. Qué delicioso. Salgo a la calle con el sabor en la boca y el calor en las manos, que rodean el envase de cartón forrado. Bajo la calle y decido perderme por las perpendiculares, algunas con tiendecitas tan estrechas que cabe preguntarse si se puede entrar en ellas. La noche ha caído ya, y las luces de navidad ya no volverán a encenderse, aunque estén allí, como silenciosos fantasmas. Tomo la calle de la estación y giro a la derecha, hasta alcanzar esa gigantesca iglesia que parece una antigua fábrica, St. Bartholomew, es católica y da bastante miedo, no por el credo, sino porque su interior es alto, imponente y frío. Sigo bajando hasta alcanzar Old Steine, allí hay otra iglesia, St. Peter, más pequeña, protestante; allí está también la parada del autobús, corro porque ahora diluvia. Me termino el café, me pongo los guantes y la música en los oídos. Delante mío tengo uno de esos edificios tan populares por aquí, bajito, sólo con un par de plantas, con escaleras en la entrada, de ladrillo blanco desgastado por el clima, con dos enormes ventanas de esquinas redondeadas junto a la puerta de color verde, o rojo, o blanco. Siempre imagino que un día viviré en una de ellas, con su pequeño jardín trasero. Me imagino sentada en la mesa de la cocina, tomando un chocolate mientras observo a la gente de la parada, cada vez más llena, refugiándose de la inclemencia. Veo las gotas en el cristal, debe de hacer frío, pienso, pero yo estoy en casa. Llega el número 25, casi vacío. Me subo, me siento y me dejo llevar. También hay gotas en el cristal del autobús, el que ya se está moviendo, para llevarme a mi otra casa, con mi otra ventana, la de verdad, desde la que se ve el bosque y el cielo. Y la noche.

Sigue lloviendo.

2 comentarios:

Mario Sánchez dijo...

Como siempre, muy bueno!

Pura dijo...

Dan ganas de pegarse al radiador y mirar también por la ventana, aunque aquí no llueva.
¡Genial la descripción!