martes, 28 de febrero de 2012
En colaboración con el Taller de Teatro
jueves, 23 de febrero de 2012
La melodramática indigestión de la vida -
La oración simple: Definición de Simun
Detalles.
martes, 21 de febrero de 2012
Pensamiento pentagramado
Deja de respirar. Deja de latir. Deja de pensar. Deja de escuchar mi voz en tu cabeza.
Hermana
Malos hábitos
No escribir es como un mal hábito: no lo haces un día, lo vas dejando y cuando te das cuenta piensas, ¿cuánto tiempo hará? No lo sabes, pero recuerdas que en algún momento pudiste hacerlo, quizá no sea demasiado tarde, quizá aún puedas conectar algún pensamiento con sentido y transmitir algo. Pero, por desgracia, hay veces que es demasiado tarde. Tus pensamientos se agolpan en las sienes y las palabras ya no fluyen; todo lo que una vez hubo se ha perdido y ya no sirve, ya no se parece a la música, ya no es una forma de liberación o de tortura, ahora sólo queda una triste mancha en el papel, inservible e ilegible. Ya no provoca el descanso que solía producir, no puede sacarte los pensamientos, buenos y malos. Ahora sólo queda incomprensión y desazón, una mota de polvo de lo que pudo haber sido pero no llegó a ser.
La realidad, a veces tan cruda que parece irreal, te atrapa y te encuentras caminando por unas vías que tienen un único destino: una ciudad derruida, una cáscara vacía, un huevo que jamás volverá a abrirse, porque la ciudad que una vez fue exuberante representación de la imaginación misma, se está pudriendo. Pretendió huir, pero se encontró atrapada y la parca le dio caza. No pudo zafarse, porque ni huyendo al lugar donde la vida se genera podría esconderse; la Muerte será siempre más rápida.
Tras la muerte de lo que te permitía escribir quedas solo, y no sabrás cómo luchar contra ello, no sabes cómo arreglarlo. Es una enorme pérdida que te deja a la deriva en un mar de desdicha y que te hace preguntarte sobre la “verdad”, sea cual sea su significado.
Cuando vuelves a intentarlo ves que todo el trecho recorrido lo has vuelto a hacer para atrás, y que si quieres volver no queda más remedio que reanudarlo y probar, a base de errores que probablemente ya hayas cometido. Porque de alguna forma no supiste proteger aquello que importaba.
Si quieres volver tendrás que empezar de cero, como cualquier novato que no comprende el significado de las palabras ni cómo han de unirse unas a otras para transmitir lo que sus desordenados pensamientos ruegan sea dicho; esta forma no ha de ser la ordinaria, sino una forma de una exactitud inalcanzable, para salvar todo lo que se pueda de ellos mientras luchan por no hundirse en el océano del olvido.
lunes, 20 de febrero de 2012
Sólo envejecía los días de lluvia (II)
Ya agotado de buscar y buscar llegó a una ciudad en medio de una frondosa selva. Había tantos tejados que ni la vista de mil búhos podía abarcarlos, y tantos cables entre ellos que podría haber ido de punta a punta de la ciudad en tirolina. Los monos se paseaban por entre aquellos aéreos callejones, saludándole con una mano en el corazón y con la otra quitándose un sombrero imaginario. En vez de coches había elefantes que eran como azoteas en perpetuo movimiento y los habitantes, encantadores, pronto comenzaron a dejarle platos de arroz y de extrañas especias en los balcones. Y es que en aquella ciudad no cesaba de llover. Llovía y llovía día tras días sin descanso, a veces hasta que los tenderos parecía extraños peces rodeados de arrecifes de frutas y verduras. Y como la lluvia no parara el no descendía nunca de los tejados y pronto no hubo nadie en la ciudad que se sorprendiera de su presencia. Y como siguiera lloviendo el envejecía inexorablemente día a día.
Allí la conoció a ella, era una joven rubia y de ojos verdes, siempre seria, aunque no malhumorada, y que jamás hablaba, aunque de vez en cuando dejaba escapar algún silbido cantarín. Se paseaba silenciosamente de poste en poste telefónico con la cabeza en las nubes y la mirada perdida, como inmersa en un mundo que nadie más podía sentir o apreciar.
En ocasiones pasaba a su lado sin mirarle siquiera, concentrada en su mundo interior que sólo ella conocía. Él le pasaba la mano delante de los ojos sin que conseguir que se inmutara siquiera, le hacía muecas y saltaba por encima de su cabeza haciendo volteretas impresionantes y ruidosas. Pero ella continuaba su camino sin tropezarse ni sorprenderse por nada. Un día, tras varias semanas de intentos desesperados y con la curiosidad hirviéndole por dentro, se plantó ante ella en un cruce de azoteas y gritó como un salvaje hasta que se quedó sin aliento. Tras ésto ella levantó la mirada repentinamente y aturdida, como si la acabaran de sacar de una profunda reflexión o quizás de un largo sueño.
- ¡Hola!-dijo ella- como si lo acabara de ver por primera vez. ¿Quién eres? -preguntó-
- Soy el que sólo envejece los días de lluvia, ¿Y tú?
- Yo soy la que envejece sólo cuando consigue imaginar cosas nuevas, si mi mente se estanca en este mundo jamás conseguiré aprender nada nuevo, ni saber lo que se siente al cumplir treinta años, o medio siglo. No podré siquiera tener algo nuevo sobre lo que pensar, o nuevas razones para entristecerme o alegrarme. Por eso estoy sola, porque nadie ha conseguido hacerme imaginar nada. Por eso me dedico a soñar despierta día tras día.
Tras aquel encuentro hablaron todos los días. Ella le contaba los mil mundos que creaba y destruía en su pensamiento a cada paso que daba por los tejados y él inventaba para ella mil aventuras para colorear su mente, o le hablaba de todas las personas que había conocido en sus viajes. Otras veces le dibujaba paisajes, o le hacía retratos o plasmaba con los pinceles todo aquello que ella expresaba con su boca. Así pasaron los días, bajo la lluvia y las constantes fantasías,que los hacían envejecer sin cesar. Saltaban a las calles sólo para zambullirse en los charcos y gritar como animales enloquecidos y volvían a escalar por las paredes llenas de humedades e interpretaban sus propias obras de teatro. Otras veces se pintaban los rostros de colores e inventaban nuevos alfabetos y nuevos idiomas, y un millón de nuevos dioses sobre los que blasfemar. De esta forma el que sólo envejecía los días de lluvia y la que envejecía al imaginar se dirigieron juntos hacia la muerte impulsados por su propio tifón desbocado, con la total seguridad de que si algún día el tiempo los engullía por completo, ellos habrían vivido.
Sólo envejecía los días de lluvia (I)
Sólo envejecía los días de lluvia, y esos días salía a pasear por los tejados anaranjados de su ciudad. Saltaba de casa en casa, de teja en teja. Jugaba al equilibrismo con los gatos negros y ahuyentaba a las palomas que se refugiaban en los campanarios. También dibujaba en los cristales empañados y saludaba a la gente resguardada en sus hogares. Algunos se asustaban al verle y manchaban las mantas con chocolate caliente. Así los días de lluvia todas las casas se llenaban de pedazos de porcelana rota y de manchas de café en los sofás.
Otros, en cambio, ya le conocían y le dejaban vasos de leche en las repisas de las ventanas, o flores, o lápices de colores para que dibujara lo que se le ocurriera, o lo que viera o para que los adoquines se tiñeran un poco de su alegría. También hizo amistad con los músicos callejeros. Con aquel violinista gris de barba trenzada y cabeza bajo un sombrero siempre empapado, que le dedicaba mil sinfonías mientras él le escuchaba con pasión desde algún canalón cercano. Y también con aquella joven flautista de ojos azules y melena pelirroja que interpretaba sus saltos y sus piruetas a través del mar de antenas parabólicas. Así los días de lluvia aquella ciudad costera se quedaba sin la luz del Sol, pero a cambio se plagaba de pequeños cuadros anónimos que alegraban la vista a todos aquellos que se acordaran de mirar al cielo, y toda la urbe se convertía en un inmenso teatro con adoquines y tranvías rechinantes.
Sólo envejecía los días de lluvia, y por eso esos días salía a que le saltara el corazón del pecho con cada brinco entre las chimeneas. Pues quién sabe, quizás aquel día lloviera eternamente y toda su vida se fuera por delante aplastada por el peso de las nubes, o quizás sólo fuera una pequeña llovizna, o una tormenta de verano, que le trajeran madurez repentina, unos cuantos pelos más en la barbilla o nuevas arrugas bajo los ojos. De esta forma, con cada aguacero sus ojos se cargaban con unos gramos más de experiencia, sus pasos se hacían más firmes y le brotaban nuevos sueños. Pero jamás dejó de saltar sobre los cables telefónicos, ni de dibujar en los muros ni de saludar a los que se cruzaban con él por el techo de la ciudad.
Los días soleados no envejecía, ni tampoco los de ventolera, y entonces se dedicaba a aprender cosas nuevas, a conocer a gente y a explotar las nuevas capacidades adquiridas los días de tormenta. Durante esos días, o semanas, a veces meses, permanecía invicto al paso de las horas, como congelado por alguna magia maravillosa. Su pelo no crecía, ni tampoco sus huesos ni sus uñas. Durante esos días explotaba cada segundo como si fuera el último, atento siempre a las previsiones meteorológicas que podían anunciar su vejez en cualquier momento. Esos días no dormía, prefería soñar despierto e inventar historias. Saludaba a los vendedores de castañas y a los conductores de tranvía y a los pasteleros. Iba al colegio y trabajaba vendiendo periódicos, para no olvidarse de lo que ocurría en el mundo ni a ras del suelo.
A pesar de todo, a veces le atravesaba la tristeza, una tristeza tan intensa como lo eran sus alegrías, tan gris como las tempestades que le hacían envejecer. Y es que a pesar de todo se encontraba solo. Pues no tenía a nadie que quisiera correr con el por los tejados, a nadie que, como él, envejeciera sólo los días de lluvia.
Entonces decidió marcharse de allí, en búsqueda de quién envejeciera los días de lluvia. Buscó y buscó por todas partes, por todas las ciudades y pueblos. Primero buscaba entre las calles, y después se encaramaba a los tejados, preguntando a las mujeres que salían a tender y a los abuelos que salían a fumar si conocían a alguien que sólo envejeciera los días de lluvia. Así fue como descubrió mil nuevas constelaciones de tejados y de monumentos, un millón de nuevas cabriolas entre pájaros, árboles y azoteas.
Llegó a un lugar donde las casas eran palacios atrapados en los días de los cuentos, con torres curvadas en espiral y con murallas de colores. Allí conoció a un hombre negro que sólo envejecía con el sonido del buen blues, y que de tanto que amaba aquellas melodías envejecía cada día cientos de veces con una amplia sonrisa en los labios. También hizo amistad con un perro callejero, que dejaba de ser cachorro a medida que le aullaba a la Luna llena. Pero no encontró a nadie que envejeciera sólo los días de lluvia.