miércoles, 28 de marzo de 2012

Los cuerpos varados.


Encontraron los cuerpos varados entre las rocas de la playa. Lívidos pero no descompuestos. Aún podías sentir la vida y los recuerdos manando de las manos entrelazadas. Golpeando rítmicamente empujadas por las olas del mar, ese océano que los había tragado para escupirlos de nuevo a tierra. Los encontraron cuando ya los daban por perdidos. Los encontraron sin buscarlos. Los encontraron porque el destino los ahogó y la muerte los llevó a la orilla.
Cuando no puedes respirar, la vida deja de ser dificil. Te has ido. Has expirado, igual que la leche cuando se pasa. Te vuelves blanco y arcilloso.

Pero no irrelevante.

                                                                                     *
No van a volver.

Jared dejó la carta sobre la mesa y su peso sobre la cama. Cayó como suspendido, sentándose pensadamente, pero sin querer caer. Aún no.

-No van a volver.

Lo dijo en alto esta vez. Era una realidad. Estaban muertos, y la muerte no devuelve nada. Pero él no estaba triste. Ellos eran libres ahora, y él debía de cumplir una promesa. No les envidiaba. Ya no podrían ver el amanecer desde la proa del barco, ni tampoco la caída en picado del sol anaranjado, ni volverían a besarse, ni volverían a ver a Martha. No les envidiaba, porque no volverían a estar vivos. Sin embargo, ellos no tenían que añorarse a sí mismos. Eso sólo se le depara a los que se quedan. A los que respiran. Y a él, de entre todas las personas, había de tocarle ver muchos más atardeceres, y el sol naciendo del mar, como una boca de agua que crea fuego. Iba a navegar muchos nuevos días. Aunque lo haría sólo... hacía tiempo que él no tenía a unos labios  a los que besar, hacía tiempo que  ella también había caído presa de las mareas, y las bombas, y los barcos.

Y la guerra.

En cierta medida, iba nadando hacia ella ahora. Quizá más pronto que tarde se rencontrarían. Ya no estaría sólo. Pero aún quedaría Martha. ¿Quién cuidaría de ella? ¿Iría ella a parar a las fauces del mundo tambien?

Qué pocas cosas tenían sentido en aquella tierra, y cuántas poseían belleza. Todo estaba quedando cubierto de polvo plomizo y gris, cenizas de las ciudades que revoloteaban como cuerpos alados sobre los barcos, mientras éstos trazaban poco a poco el final de los finales. Ese día llegaría, se dijo, el día en que todos los cohetes sobrevolarían el cielo como llamas prendiendo el horizonte, y la humanidad dibujaría una magistral implosión en el espacio. Otros planetas nos mirarían, hechos trizas, lacerando las paredes negras del universo. Qué gran acto de heroísmo, extinguirse en una obra de arte tan efímera como milenios de historia.

Mientras, otros cuerpos gráciles, llenos de un pasado que se diluía entre las aguas, arrivarían a la húmeda arena de tantas playas. Y lejos, más lejos de lo que alcanza la vista, alguien recibiría una carta.

Y alguien se subiría en un barco.

                                                                                    *

En aquel momento sólo quedaba el mar. Jared tumbado sobre la cubierta de madera,  con las manos detrás de la cabeza y los pies cruzados. Ignorando los rugidos lejandos. Tan sólo mirando hacia las estrellas, pensando en quién las echaría a ellas de menos, ahora que ya no estaban vivas, aunque seguían brillando...

martes, 27 de marzo de 2012

El día del teatro


"El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre".                                                                                  Federico García Lorca

Como sabéis, hoy, 27 de marzo, se celebra el día mundial del teatro. Por eso para mañana, miércoles, os propongo que escribamos una escena teatral, con sus acotaciones y todo, a partir del siguiente cuento de Kafka:

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que le molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

Normal Paradise (tres primeros capítulos)

(Iris Malga)

No nos está permitido entrar en la sala de maquinaria porque dicen que es muy peligrosa y que puedes “electrocutarte”. Naturalmente, yo eso no me lo trago… Por eso estoy hoy aquí, a tan solo tres pasos de tocar esa puerta.
Tan grande, tan oxidada, tan misteriosa… Qué ganas tengo de abrirla.
- ¡Iris! ¡Iris Malga, ven aquí ahora mismo!
Me doy la vuelta a regañadientes para ver a mi director, que me lanza una mirada llena de odio y cansancio.
- Haga el favor de alejarse de ahí. Vete derechita a clase, luego ya hablaremos más tranquilamente de todo esto…
Asiento cabizbaja y comienzo a caminar, intentando no prestar atención a la bronca que me va echando por el camino. Cuando llego a mi aula, abro la puerta y me despido con un gesto de manos, deseando perderle de vista lo antes posible.
- ¡Oh Iris, justo a tiempo! ¡Pasa, pasa!
Mi tutora me sonríe y me señala un hueco que hay al lado de su mesa.
- A partir de ahora te sentarás aquí ¿entendido?
La clase empieza a reírse. Con un leve suspiro me acerco a mi nuevo pupitre… o lo que se supone que es un pupitre. Está tan pegado a la mesa del profesor que casi no se nota que hay dos y no una.
- Y bueno, como decía antes… Mañana seguramente anunciarán ya los ganadores del concurso de relato juvenil. Habrá un ganador por clase, así que quiero que os portéis bien y no hagáis el ridículo cuando estéis delante de las cámaras porque…
Abro mi cuaderno y me pongo a garabatear en él, poco dispuesta a seguir escuchando la “charla” de tutoría que dice la profesora. Si mañana anuncian a los ganadores, poco importa. Seguramente de nuestra clase tendrán que elegir a uno al azar, porque todos escribimos fatal. A mí me gusta más dibujar. Siempre que encuentro un poquito de tranquilidad en mi casa aprovecho para continuar pintando mi colección de cuadros personales, a los que luego enmarco y regalo a mi familia. Solo a mi familia.
- ¿Iris?
Levanto la cabeza al oír mi nombre y miro a mi tutora, que no para de sonreírme con esa sonrisa suya tan bobalicona.
- ¿Sí?
- Pero bueno ¿otra vez en babia? – niega con la cabeza – Le decía al resto de tus compañeros que si tú te ofreces voluntaria para ser la nueva delegada de la clase.
¿Cómo es que han cambiado de tema de conversación tan rápidamente? Eso solo puede significar una cosa… que Marta, la cotorra de la clase, ya ha vuelto a soltar temas por doquier.
- ¿Yo?
Eso sí que me sorprende. Soy muy callada cuando me lo propongo. También puedo decir que trabajo duro cuando hay que trabajar, pero de ahí a ser responsable… Ese es un tema tabú para mi personalidad, digámoslo así.
- Sí. Visto lo visto, eres la única chica de la clase que aún no ha hecho ese papel. Ya se está acabando el curso ¿por qué no te encargas tú de lo que queda del tercer trimestre?
- Pero…
Mi clase era la que menos alumnos tenía de todo el colegio. Solo éramos 14 personas, 4 chicas y 10 chicos. No era de extrañar que todas ellas ya hubiesen sido delegadas en este curso, pero ¿no podía una repetir el cargo?
- Venga Iris, todos sabemos lo mucho que te gusta poseer un cargo de tanta importancia como este. Anda, acepta.
Que no, ni de coña. ¡Pero si yo odio esa responsabilidad! Tienes que ocuparte del material de la clase, escuchar absurdas y aburridas charlas con los otros delegados de las otras clases, asistir a estúpidas reuniones para poner más normas sin sentido, vigilar que nadie rompa ninguna regla y en el caso de que vayamos de excursión, observar a todos para que no se pierda ninguno… Emm, no gracias.
- No – digo mientras le sostengo la mirada a la tutora, muy convencida.
- Te subiría un pelín más la media total de tus notas si viese lo mucho que trabajas por tu clase… – me susurra solo a mí.
Bueno, visto así… No me vendría mal una ayudita con mis notas. No está bien aceptar sobornos y tal, pero… ¿qué otra elección tengo? Además, conociendo a María (la tutora) seguro que me pone de delegada quiera o no quiera. Así que mejor aceptar esa oferta a quedarme sin nada ¿no?
- Está bien – digo lo más bajo que puedo.
- Así me gusta – y vuelve a sonreír como una niña pequeña en un parque de atracciones – En el segundo recreo quiero que vengas a la sala de profesores, hay reunión allí.
Vaya, mi primer día y ya empiezo con reuniones. ¡Oh, espera! Que también está la regañina del director al final de la clase.
Todos tenemos días buenos y días malos. Lo que pasa conmigo es que mis días siempre acaban siendo malos. Bajo la cabeza y vuelvo a concentrarme en mi dibujo, ignorando el resto de la charla que va soltando María.

(Eva Palomino)

- Idiotas…
Cojo la rana que está metida en la caja y la arrimo al rostro de Clara.
- ¡Ay! ¡Quítame ese bicho de encima! – grita ella – ¡Qué asquerosidad!
- No es un bicho, para empezar, y a mí me parece una monada – dice Javier.
- Si claro, y me dirás también que las cucarachas son como preciosos cisnes blancos nadando tranquilamente por el lago… ¡Tú estás loco! – le regaña ella.
Dejo la rana encima de la cabeza de Clara y me separo para ver mejor la escena. La chica de cabellos negros comienza a gritar como una posesa, corriendo por toda la clase. Javier y yo empezamos a reírnos, tanto que estamos casi llorando.
- ¡Ya está bien! ¿Qué es todo este jaleo? – el profesor de laboratorio se acerca a nosotros, irritado por no poder dejarlo leer.
- Nada – sonrío.
- ¡Esa niña, que está loca! ¡Eso es lo que pasa! – Clara se acerca y me lanza una mirada asesina.
- ¿Otra vez lo mismo, Palomino? ¿Es que nunca vas a parar? Cada vez que traigo un animal a clase para que lo estudiéis tú tienes que montar un numerito… ¡Qué no estamos en el circo! – el profesor se lleva la mano a la cabeza y suspira algo agotado.
- Perdón… no volverá a ocurrir – se disculpa Javier.
- Eso fue exactamente lo que me dijisteis en la clase anterior, cuando estábamos con las lombrices – gruñó.
- Y qué recuerdos – vuelvo a sonreír mirando a Clara. Ella también recuerda ese día… huy que si lo recuerda.
- ¡Estoy hasta las narices de vosotros tres! – grita de repente el profesor.
- ¿Qué? ¿Cómo que de los tres? ¡Oiga que yo no tengo nada que ver con ellos! – se queja Clara, pero Pepe la ignora.
- Cuando acabe la clase quiero que os vayáis a la sala de profesores de inmediato. Estaréis castigados sin recreo. ¡Y dar gracias a Dios que solo es eso!
Y se va.
Javier y yo volvemos a estallar a carcajadas. Sin embargo, Clara no se ríe en absoluto.
- Sois unos gilipollas, no sé ni siquiera por qué os hablo – se sienta en el taburete y comienza a rellenar la fotocopia con los datos curiosos de la rana que teníamos que poner como tarea para hoy.
- Lo siento, Clara, pero me temo que vas a estar con nosotros durante una buena temporada… Somos un grupo ¿recuerdas? – Javier se cruza de brazos y también se sienta.
- Solo porque yo vaya detrás vuestra en la lista de clase no significa que…
- Clara – la corto – hasta que no finalicemos la ESO no nos cambiarán de clase. Somos impares, así que quieras o no siempre estaremos nosotros tres juntos.
- ¡Pero si le digo a la tutora que nos separe porque juntos nos portamos mal tal vez…!
- ¿Decirle a Juana que nos separe? ¡Oh, vamos! – me río – Ella siempre pasa de nosotros, que te crees tú que ahora nos va a hacer caso.
- Arg – Clara deja el papel a un lado y apoya la cabeza en la mesa, ocultando su cara entre los brazos – Condenada a estar unida a estos fracasados… ¡vaya mierda!
Javier se levanta para recoger la rana y la mete en la caja.
- Vamos, tenemos que terminar la tarea a no ser que queráis un negativo más.

(Iris Malga)

Cuando entro en la sala de profesores me llevo una gran sorpresa. Eva, Javier y Clara están sentados en uno de los sofás negros de la habitación. Eva al verme se levanta y me abraza.
- ¡Iriana! ¿Qué haces aquí?
- ¿Qué haces TÚ aquí? Y no me llames así.
- Perdón, Iris, mi reina – hace una torpe reverencia y me sonríe – Nos han castigado por armar jaleo en Laboratorio.
- ¡Les! – grita Clara - ¡Les han castigado! ¡Yo no tengo nada que ver con ellos!
- Tú te quedas aquí con nosotros y asumes tu parte, maja – la regaña Eva – Gritar en clase no está permitido ¿vale?
Clara la saca la lengua y refunfuña para sí.
- Eh, volviendo al tema de qué hacemos todos aquí… ¿y tú, Iris? ¿Es que te has pasado al lado de los “malotes” del insti?
- No, por supuesto que no, – niego con la cabeza – eso te lo dejo a ti.
- ¿Y entonces?
- Es que tengo que ser la delegada de la clase y ahora tengo reunión con…
- ¿¡Qué!? ¿¡He oído bien!? ¿¡Tú delegada!? – empieza a reírse.
- Vaya, gracias por los ánimos.
Me siento en el sofá, quitándole el sitio a Eva. A ella parece importarle un pimiento, porque sigue de pie, riendo como si no existiera el mañana.
- Para ya, no tiene gracia – me quejo.
- ¡Oh! ¡Sí que la tiene! – se limpia una lágrima que cae por su mejilla – ¡No te pega para nada el cargo! ¡Ni siquiera eres responsable! – vuelve a reírse.
- Inmaduros – susurra Clara.

sábado, 24 de marzo de 2012

Sr. Oxímoron

- Y usted, ¿por qué se llama así, con ese nombre tan raro?
- Pues... ¡porque me lo puso mi padre, que era griego! Cuando yo nací dijo: "Este niño tiene cara de oxímoron". "¿Quéeee?" -dijo mi madre- "¿de quéee?". "De oxímoron, ¿no ves?. Está todo él como enfrentado: tiene un ojo gris azulado y otro negro, un labio regordete y para arriba y el otro fino y apenas marcado...". Y así siguió enumerando mis múltiples contrastes.
- Y usted ¿lo lleva bien?
- Pues mire, se hace lo que se puede. Ya sabe, el nombre no hace a la persona, la dignidad es algo que se lleva por dentro, y bla, bla, bla... Pero me ha costado mucho hacerme con el nombre y llegar a identificarme con él.
-Y ¿no ha pensado nunca en cambiárselo?
- Sí, claro; lo peor era de pequeño, en el colegio. Primero tenía que soportar que mis compañeros terminaran de reírse, porque no sé por qué mi nombre, nada más oírlo al pasar lista, les producía risa. Después pasaba el asunto a la curiosidad (que por qué te llamas así, que que quiere decir tu nombre, etc....). Y más tarde, llegaban los diminutivos y acortamientos del tipo de Oxi, Oxito, Osito, Yogui (por lo de oso), Morón, Moro, Mahoma... y todo, todo lo que uno pueda imaginarse.
- ¡Uf! ¡Qué mal rollo!
- Pero no podía cambiarme el nombre. Primero, por mi padre, que se sentía feliz cada vez que lo oía como si comprobara el éxito de su hazaña, y luego, porque no se pueden cambiar los nombres hasta que no se llega a la mayoría de edad, es decir, a los 18 años. Y para entonces... yo ya había solucionado mi problema.
- ¿Cómo?
- Pues convirtiéndome en un oxímoron todo yo. No solo por mis ojos de husky siberiano, no solo por mis labios, sino por mis actos, mis palabras, mis manías.
- A ver, cuente, cuente, que me tiene intrigado...
- Solo le pondré un ejemplo: Me eché una novia; era una buena chica, un poco sosa, pero me quería aunque yo a ella no. Le decía que sí siempre que me preguntaba y conseguía engatusarla con mis palabras, que ella oía embelesada: "tienes unos ojos ciegos para mí", o "eres mi niña adulta", o "quiéreme como yo te odio", y cosas por el estilo. Ella no me entendía, pero le daba igual (ya sabe usted, la fuerza de la palabra depende no tanto de su significado como de la forma de decirlo). Ella me preguntó que si nos íbamos a casar y le dije que sí, aunque yo no quería, y empezamos los preparativos. A sugerencia mía, su vestido no fue blanco sino negro (el que iba de blanco era yo). No tuvimos padrinos y a las preguntas de rigor del cura contestamos -a sugerencia mía también- a todo que no. El contraste con lo habitual era lo que me movía; yo quería el choque y el escándalo y lo conseguí.
  Por eso -y por más cosas que otro día le contaré- estoy aquí y hablo con ustedes de mi vida muerta o de mi muerte viva y no oculto que soy un loco cuerdo que, como Don Quijote, ve otras realidades y que estas existen a pesar de que todos los demás piensen que no; que ando por estos parajes en los que me han recluido con una felicidad triste que intento contagiar, y que me levanto todos los días dispuesto a defender la vida hasta la muerte porque esta es la que nos hace sentirnos vivos.
 No se duerma usted, compañero, que el sueño recorta la ilusión, y escúcheme, que soy un cuerdo loco que puede enimarle su triste vida.
 Oiga, oiga, no se me muera, que no me gusta la soledad en compañía. Despierte y míreme, mire mi ojo gris azulado y mire mi ojo negro. Sonríame, no me ponga muecas. No se me muera, no se me muera.