sábado, 10 de marzo de 2012

NADAR

El otro día, Anna se levantó de la cama presa en la sensación de un sueño. Estaba enamorada de un hombre, le quería tanto que no podía respirar al mirarle. Le quería con un alma que ni siquiera sabía si tenía. Y cuando despertó, le seguía queriendo. Aunque no le conociese. Aunque no fuera real. Anna había aprendido a abandonar lo intangible, porque el vacío nunca será capaz de recogerte mientras caes. Hacía un año que Anna le había dado la vuelta a su vida. Se había marchado de casa de sus padres gracias a la muerte de su abuela. Una mujer a la que no había visto nunca, pero que al parecer la quería en la distancia. Y para demostrarlo, se había muerto a los 85 años dejándole una buena cantidad de dinero a una nieta que nunca había conocido. Anna había cogido ese dinero y lo había invertido en una casa. En una salida hacia la intimidad y la independencia, había abierto una puerta que nunca jamás se iba a cerrar. Y había decidido que esa casa tenía que estar lejos, así que ahora, todas las mañanas, abría una ventana que daba al puente de San Francisco, y de alguna forma, a la libertad. Habían pasado tantas cosas que parecía imposible resumirlas en su cuaderno de viaje, tantas fotografías que ya no cabían en las paredes y personas que le habían dado color a su vida como pinceladas de un cuadro más grande que ella misma. Ahora sabía que el mundo era inmenso. Que ella era diferente. Y que cada día podía enseñarle algo. Que la vida estaba llena de sorpresas y que no había por qué controlarlo todo. Que se podía intentar ser feliz, sin más. Aunque no se consiguiera todos los días. Pero Anna tenía miedo de perderlo, de volver, de quedarse estática en un mundo que no se moviese y que, por mucho que luchase contra el estatismo de un reloj sin sonido, el pasado fuese a quedarse allí, sin poder volverlo a poner en hora. Anna había vuelto a aprender a andar, y ahora que su vida era una carretera, le parecía que la única opción era seguir caminando, porque no se podía regresar atrás. Anna también sabía que había renunciado a algunas cosas, porque había aprendido que, a veces, sentir era demasiado doloroso, así que había aprendido a esconder parte de su corazón en un vaso y ahora lo tiraba al mar desde lo alto del puente rojo. Anna creía en el destino como algo abierto a la aventura y en las casualidades como las hermanas pequeñas de la esperanza, traviesas pero también locas. Anna creía que los sueños daban respuestas, aunque estuviéramos demasiado ciegos como para verlas. Anna quería echar la vista atrás para recordar el presente sabía sin embargo  que la nostalgia es otro sentimiento que había que verter en el agua azul. Anna se había despertado queriendo a alguien que no existía, y tuvo ganas de echar a correr. No estaba escapando, estaba intentando respirar el aire que pasaba a su lado, deprisa, deprisa, como la vida. Anna quería viajar, y ver, y sentir. Así que decidió que soñar no era suficiente y se echó a nadar.
Porque no quería despertarse nunca más queriendo algo que no tenía.

1 comentario:

Pura dijo...

Se espera algo romántico y... NO, lo que te encuentras es un grito de libertad, autonomía e independencia. ¿Así andamos, mi niña?