domingo, 27 de mayo de 2012

Recinto hermético.

Siempre odié aquél lugar. Y cuando lo recuerdo es mucho peor, recortándose la simple y tosca forma rectangular del edificio contra un cielo ceniciento. La fachada era de un ligero color salmón sucio. Igual que el blanco de las paredes del interior, o que el suelo de mármol de la entrada. Adonde miraras siempre podías encontrar algún desperfecto, invisible para cualquiera pero no para mí: pequeñas grietas allí y allá, las absurdas plantas de plástico, un cuadro torcido, los ordenadores de hace años. Y luego estaba el personal con sus sonrisas, su atención, su amabilidad, su pose. Para mí eran todos unos farsantes. Estaba seguro que al terminar su jornada de trabajo volvían a casa contentos y mucho más felices por creerse estar cuerdos. Los fines de semana sus anécdotas sobre pacientes locos serían las más esperadas. Lo podía ver en sus gestos, incluso aunque estuviéramos de visita. Me ponían la mano en el hombro y la apretaban un poco mientras sus labios se curvaban en un amago de sonrisa trágica. Los fluorescentes reflejaban siempre un cierto brillo en sus gafas de montura marrón y fina. Siempre tenían gafas los del personal, y batas blancas, y realizaban los mismos gestos y todo eso que tanto aborrecía. 


Bueno, entonces con ese brillo en las gafas, que llevaban a unos tres o cuatro centímetros por debajo de donde tendrían que llevarlas, y apretándome el hombro me decían: “Todo va mucho mejor, ya verás cómo dentro de muy poco saldrá de aquí”. Todo muy solemne, como si me estuvieran diciendo lo que necesitaba escuchar. Y yo no contestaba. Necesitaba unos segundos para aplacar el dolor causado por sus palabras de cartón piedra. Les devolvía la mirada con el semblante serio, mordiéndome el labio, apretando los puños. Se pensaban que no me daba cuenta de la situación. ¿Todo va mucho mejor? pensaba ¿Para quién? Pero no decía nada. Seguía sentado en la maldita sala de espera, de esas que comparten cuerdos y locos. Viendo aquél desolador paisaje sin saber dónde mirar. Ni siquiera había una mesa con revistas como en otras salas de espera, no, ahí tenías que matar el rato sintiéndote cada vez más vacío, notando como una sustancia cada vez más agría se hacía dueña de tu boca. Veías a aquellas pobres personas andando despacio y como a trompicones, balbuceando, mirando al techo. Y lo peor de todo era cuando por despiste nuestras miradas se juntaban. Y parecían que recuperaban la lucidez momentáneamente para luego volver a perderse en una oscuridad parecida a la que se adueña de un vaso de agua cuando viertes una gota de tinta negra. Y otra vez a andar, a mirar al techo. Y luego escuchabas las risas y los llantos, y todas aquellas voces ininteligibles. Y los que esperábamos el turno de visitas no hacíamos más que sentirnos incómodos ante todo eso, y a sentirnos mal por eso mismo. Y yo quería escapar de ahí, echar a correr hasta encontrar un lugar en la tierra, un tapón que al destaparlo se llevara aquél lugar por el desagüe y, ya de paso, nos mandara a todos al infierno.


 Luego estaba aquél doctor de unos cincuenta años y pelo cano. Con esas malditas arrugas de expresión y esa voz que daba a entender que sabía algo que nadie más sabía. Como si al acabar cada frase fuera a reírse o algo así. Y venía andando despacio, se ponía a hablar con las enfermeras o con los bedeles aunque supiera que le estabas esperando. Pero no podías hacer nada. Esperar. Esperar. Ahí todo era esperar hasta la desesperación, hasta casi preferir quedarte allí con el resto de locos para no tener que volver otra vez. Y pasaban largos minutos hasta que llegaba y se ponía a hablar de cualquier estupidez, tardaba horas en ir al grano. Luego se aclaraba la garganta y te decía lo mismo de siempre. Llegué a odiar a ese doctor. Parecía sacado de algún tipo de culebrón. Era una completa pérdida de tiempo, un dolor sumado a la gran tristeza que me dominaba cuando ya, por fin, avanzaba por aquellos pasillos eternos y blancuzcos donde estaban aquellas habitaciones sin personalidad, siempre en penumbra. Si tan solo tuvieran una flor, una fotografía, un poster, todo cambiaría. Pero sólo eran el esqueleto de una habitación, la sencillez elevada a la enésima potencia. 


Al avanzar por ese pasillo iba perdiendo fuerzas. Aquí no había pasado, ni futuro. Todo el tiempo era un presente detenido. Eran, para ellos, un día exactamente igual al anterior, y exactamente igual que el día venidero. Y también pensaba en el mundo real que existía fuera de aquí. Nadie se ponía a hablar de lugares como este, nadie hablaba de cárceles, nadie hablaba de hospitales. Nadie hablaba de nada de lo que fuera complicado hablar. Hacían como si no pasara. Era horrible. El mundo perdía su lógica. Se deformaba y se retorcía. ¿Por qué, por qué, por qué? Retumbando en mi cabeza. Eterna pregunta sin respuesta. Era duro observar a aquellas personas sumidas en la gran injusticia que a veces se vuelve la vida, en la gran broma macabra de la pérdida, en el puñal en que a veces se transforma la infancia o en lo que fuera que les hubiera llevado a esta situación. Atontados por las pastillas. Aislados. Todo aquello que nos parece tan terrible introducido entre cuatro paredes y un techo. Algo chupaba mi energía. Era para echarse a llorar. Las edades entremezcladas, los diferentes grados de locura dispersos por diferentes salas llenas de juguetes sin sentido, y de música clásica de compositores totalmente desconocidos, y esos chillones y extraños dibujos animados en el televisor.


Fue curioso una vez. Mientras esperaba sentado, en la sala había un hombre de mi misma edad. Su hermano gemelo estaba aquí. Hablamos, mitad forzados por ser los únicos que estaban esperando a poder hacer su visita, mitad queriendo olvidarnos del lugar en el que nos encontrábamos. Me dijo medio en broma que en más de una ocasión había pensado en dar el cambiazo con su hermano. Decía que él era el fuerte de los dos, que era el mayor. A él no le importaría pasar un tiempo allí, fingiendo estar loco, hasta poco a poco ir demostrando que no lo estaba, y poder salir. Me dijo que sus padres pagaban el internamiento de su hermano, no entendían lo que era este sitio. Ni siquiera venían de visita. Él sí lo sabía pero no podía hacer nada. Cuándo le pregunté por qué no hacía el cambiazo no me contestó. Aunque luego yo mismo hallé la respuesta. Aunque eran gemelos el hermano internado parecía tener diez años más. La pérdida del pelo, la mirada, como dos pequeños charcos grises de cien kilómetros de profundidad. Eran los hermanos gemelos menos parecidos que había visto nunca. Era triste. Muchas cosas lo son. También era triste pensar que aquí se encontraban las ovejas negras de cada familia. De los que no se habla, de los que no se pregunta, tan solo entre cotilleos en las reuniones familiares en las que entablan conversación familiares lejanos que casi no se conocen.


El pasillo se terminaba justo llegando a su habitación. Siempre me costaba un poco entrar. Respiraba profundamente. Una vez, dos veces, tres veces. Llamaba a la puerta entornada, y entraba despacio. Me sentaba en la cama, a su lado. Intentando tragar el nudo en la garganta que se me formaba. Que más que nudo parecía una mano férrea intentando asfixiarme. Ella siempre se tocaba el pelo, jugaba con sus rizos. Y la mirada, la mirada miraba al infinito. Tan terriblemente bella y tan lejana, en otro mundo al que no podía acceder. Mundo de cubito de hielo, de isla minúscula, de planeta perdido. Muchas veces canturreaba o tarareaba alguna canción desconocida por mí. Tal vez desconocida por todo el mundo. Y sobre la mesa del escritorio había decenas de folios desparramados. Con frases escritas que terminaban en todo tipo de garabatos. La preguntaba qué tal estaba, qué había hecho ese día, todo eso. Sabía que no me iba a contestar. Entonces era yo él que le contaba cómo me iba, qué había hecho desde mi última visita, cómo se encontraba el gato, que películas había visto, que libros había leído. Cualquier cosa. A veces permanecía largos ratos sin decir una palabra, mirándola, esperando algún tipo de reacción. Pero ella seguía estirándose los mechones de pelo, y tarareando, sonriendo. Incluso a veces parecía feliz. Era extraño. Nunca quería ir pero cuando iba siempre quería quedarme ahí, a su lado, escuchando esas cancioncillas. Pero las visitas tenían un turno establecido. Una enfermera llegaba hasta la habitación, asomaba la cabeza, no tenía que decir nada. Me costaba despedirme, prometía volver, decía que se pusiera bien. Que esperaba que volviera a ser la de siempre. Me sentía un poco ridículo, la enfermera esperaba paciente a que acabara de hablar. Aunque imagino que no estaría escuchando, pensaría en sus cosas. En la lista de la compra, una llamada importante que tenía que recibir, cosas así. Ver despedidas entre paciente y visitante formaba parte de su día a día. Era normal que no le importara absolutamente nada lo que tuviera que decir. Una vez terminaba de hablar la cogía de la mano durante un par de segundos, como para absorber el suave tacto de su piel, su presencia. Con fuerza, con ansía, con el corazón y el cuerpo hecho polvo. Intentando recuperar todo aquél amasijo de ilusiones y sueños que ahora yacían encerrados en un recinto hermético. 


Volvía a recorrer el pasillo, todavía más lúgubre y oscuro. Tan desolador como un pueblo en ruinas. Y volvía a pasar por la sala de espera donde poco a poco los visitantes se iban congregando para volver a hablar con algún médico o con quién fuera que hablaran. Ahí estaba el médico de pelo cano, con su desquiciante presencia. Y después la calle. Con sus coches aparcados, sus alcantarillas, semáforos, bancos y papeleras, sus peatones paseando a perros, y el ruido y la contaminación, y los desastres naturales. Eso sí era de locos, y lo odiaba, tanto como aquél lugar dónde ella estaba.

2 comentarios:

Pura dijo...

Genial, Mario. Me gustan los detalles de la descripción, tan minuciosos que casi se puede ver, tocar lo descrito. ¿Has estado alguna vez en un sitio similar? Yo sí, en una residencia de ancianos, y el ambiente, te lo juro, era muy parecido. No olvidaré nunca el olor de las salas de espera ni de los pasillos. Ni tampoco las caras de los que allí vivían. Tú reflejas todo esto con precisión y sensibilidad. Ya te digo, me gusta mucho.
Ojo con el innecesario acento de aquel; no lo lleva nunca, según las últimas normas ortográficas.

Mario Sánchez dijo...

Muchas gracias Pura! No, no he estado nunca en un sitio así, pero bueno, así me lo he imaginado xD