martes, 28 de febrero de 2012

En colaboración con el Taller de Teatro


Por primera vez, y esperemos que no sea la última, teatro y escritura se dan la mano en el Montse. 
Paso a copiar los rasgos de los personajes sobre los que hemos de hacer los monólogos. (Hay varios archivos que no puedo abrir, Candela. A ver si tú puedes recuperarlos para mañana).


Frank Smidth (Candela Díaz)

Frank Smidth es un hombre de media edad quevive en el ático del último número de la pequeña y típica calle de BerlínGörlitzer Strasse, que está cogiendo el Metro en Postdammer Platz en direcciónGörlitzer Tor. La calle es muy agradable y silenciosa en horario escolar, yfamiliar e infantil cuando los niños salen de la escuela y van al parquecitoque hay al final de la calle.
 AFrank la vida le ha decepcionado lo suficiente como para sentirse seguro en surutina. Una rutina tranquila y agradable, y amena para él. La rutina delevantarse todos los días entre las nueve y las diez de la mañana, peinarse lojusto, vestirse y bajar a la panadería-pastelería de la acera de en frente a laque va desde niño. Todos los días le compra a la anciana y amable tendera unaRuffini grande de arándanos azules. Sube a su casa, desayuna un café con lechey su magdalena, y cuando termina, saca del cajón de su mesa del despacho sumoleskine de media cuartilla llena de dibujos y pinturas. Antes de ponerse apintar le gusta mirar todos sus trabajos recordando los momentos en los que loshacía. Tras comprobar que no tiene ninguno sin terminar, empieza uno nuevo.
 A lahora de la comida, deja el cuadernito abierto sobre la cómoda de su salón, y vaa la cocina a hacer la comida. Suele comer chukrut, salchichas alemanas y puréde patatas.
Su día suele pasar tranquilo, con la radiode fondo, y los ladridos de los perros en el parque.
 Cuando termina su siesta, si hace buen tiempo,le gusta coger el Metro y pasear por la ciudad hasta el Tiergarten.
 Frank es un hombre solitario y tímido, pero sialguna persona le habla, es muy amable.
Es un tipo ni muy alto ni muy bajo, nigordo ni delgado. Tuvo el pelo muy negro, pero empieza a encanecer y a teneralgunas entradas. Tiene ya algunas arrugas, pero un rostro agradable, y cuandosonríe, las menos de las más, tiene una sonrisa muy bonita que le hace unoscuantos años más joven.



Manolo el del taxi. (Silvia Otegui)

 Manolo es un hombre de unos cincuenta años. Tieneuna cara simpática y una voz grave. Manolo es calvo y tiene una considerablebarriga cervecera debido a sus tardes enteras en la barra del bar de su amigoTomás. Suele llevar camisa de cuadros y pantalón de pana beige. No se pierdenun solo partido sea de quien sea, y siempre les acompañan a sus amigos del bary a él unas cañas, patatas fritas y cortezas.
 Aunque él es taxista, no está muy cotizado ensu oficio ya que vive en un pueblo de no más de 3 km cuadrados. Lo cualtambién le da una excusa para su mujer, porque puede decirle que no encuentramuchos clientes.
 Vivecon su mujer Dolores, aunque él la llama cariñosamente Lola. Ella se queja deque no le hace caso y de que se pasa el día en el bar con Tomás. Manolo siempreconsigue arreglar la situación con su mujer gracias al cariño que ha sidoacumulado por todo el tiempo que se lo ha dado.
Manolo no es muy cariñoso, y Lola se loreprocha, pero en el fondo sabe que la quiere mucho.


Paloma Sainz (Nuria Cabez)

Tiene cincuenta y cinco años, aunque elladice no haber pasado de los cincuenta. Mide 1’70.
Su color natural de pelo es castaño oscuro,pero desde los quince años se lo tiñe de rubio. Lo lleva largo, por la alturadel pecho, intenta darle un toque juvenil, con peinados muy sofisticados, perono le sirven de mucho, ya que lo tiene viejo y quemado de tantos tratamientosque se ha hecho.
Paloma es hija única. Viene de una familiaacomodada, en la que la sobreprotegieron y la hicieron caprichosa, con la buenaintención de darle lo mejor, ya que la vida de sus padres había sido dura en sujuventud. Paloma creció y vivió hasta los veinticuatro años en la casa delcentro de Madrid de sus padres. Fue a un colegio de monjas. Siempre se habíadejado llevar por la moda e intentaba hacer sus propios diseños, así que a losdieciocho sus padres contrataron una costurera para ella y empezó a diseñarpara amigos y conocidos de sus padres. A esa edad, empezó a salir con RicardoRamírez, que fue el hombre que le pidió matrimonio y se casaron a losveinticuatro años. Entonces se mudaron a un chalet en las Rozas, enorme, conmuchísimos jardines, una fuente en la entrada, una piscina por detrás. Ricardo,como era arquitecto, le diseñó una sala para que siguiera con su negocio.
Ahora lleva una rutina muy tranquila,extrañamente llega a salir de ella. Ya lleva veinticinco años con su modistería.Suelen venir clientes comunes con su marido, que es el que les suele recomendara su mujer. Suele trabajar por las mañanas y algún día a la semana lleva susdiseños a las costureras. Esa misma tarde, va su marido a recoger los trajes. Ylos sábados y domingos organiza brunchs  en sus jardines, a los que suelen acudir susamigas del alma. Se pasan la tarde marujeando sobre los fracasos de las“amigas” de la carrera.


SteveMc Pollock. (Bonelli)

Nacidoen un bar de Texas (sobre la mesa de billar), hijo de una stripper retirada yde un “amigo” suyo, nunca habla de sus orígenes, pero está orgulloso de sulugar de origen (Texas).  Debido a ladura vida de su madre, fue criado por su tía Dorothy que le inculcó los típicosvalores conservadores de una mujer sureña como ella. Esos valores desembocaronen una conducta misógina y racista que utilizaba para expulsar toda su rabiareprimida. Tiene adicción al alcohol, tabaco y de vez en cuando los combina conantidepresivos obteniendo un alter ego llorón y triste que se arrepiente de lavida que lleva.
Cuandosu madre murió (sobredosis en el motel Winky Peach), Steve entendió que deberíahacer algo con su vida, así que con los ahorros heredados (bastantes, debido aque el “amigo” había pagado una manutención que su madre nunca le dio) decidióviajar a Bangkok para establecer allí una franquicia del bar de stripteasedonde nació y creció (lo que incrementó en parte su racismo al convertirse enpadre ilegítimo de varias de sus bailarinas asiáticas).
Nueveaños después, se mudó a Las Vegas para retirarse definitivamente y con lafortuna que había amasado pudo comprar una buena mansión y atraer a una mujerdecente (que le dejó a los dos años, terminando con su quinto matrimonio).
Suedad actual es 48 años, pero siempre dice tener 38 lo cual camufla sobremaneracon un peluquín color castaño, similar a 2 ardillas muertas. 


jueves, 23 de febrero de 2012

La melodramática indigestión de la vida -


                           La cama está vacía con una única persona. El sol se irradia desde la ventana. La vida pasa lenta. El péndulo está roto y la tierra inclinada. El abismo es grande y el océano espeso. Se revuelve ella entre las sábanas. Arrancándole recuerdos a la sal. El suelo se abre y corre la estampida. Cesa el tañido. Nace la mañana. Ella despierta. Ella abre los ojos. Ella sueña que navega. Cuando sólo cae. Extiende los brazos como una vela. Se arranca del pecho el nombre. Lo tira por la borda. Pierde el norte. La cama está vacía con una única persona. La sábana blanca la envuelve. Su peso la arrastra. Su cuerpo se desvanece. Su corazón se desgarra. Cae lentamente. Atraída por la gravedad. El universo en verso se derrama. Por ese borde entre la realidad. Se agarra a la almohada. Pero las nubes ya no están. En esa cama... sólo habita la soledad.
                                                                                               Una onda sobre el mar. Un océano de fuego. Un grito sordo. Una estampida calle arriba. Una caída vacío abajo. Una persona exhalando. Un suspiro muriendo. Una nube negra. Una nube rota. Electricidad. Muerte y muerte. Sin parar. Olvido. Tierra trágate. Una sombra sobre el mundo. Una onda sobre el mar. Un océano de fuego. El intento de salvar. La nada. El mar. La nada. La nada. La nada.

                                                       El mundo en tus ojos mientras te pierdo.

                              El mundo en tus ojos mientras se va.

                                                                             El mundo.

                                                                                       Tus dedos.

                                                              Las ganas de saltar.

La oración simple: Definición de Simun

El bosque Jun inunda la zona occidental del continente. Sobre las copas de los árboles crece una cúpula inmensa. La cúpula es el hogar de los Simun. Los Simun siempre se organizan en colonias-cúpulas. Estas ciudades a pequeña escala están repartidas por todo el bosque. Los Simun forman comunidades auto-protectoras.
Ellos son los descendientes de nuestra civilización. Primero el orden. Segundo el caos. Ahora el orden. Los dinosaurios se extinguieron. Los homínidos se extinguieron. Ellos se extinguirán.
Los Simun son seres nocturnos. Los Simun son herbívoros. Ellos acumulan materia orgánica durante la noche. Por el día descansan en el interior de sus cúpulas. Durante el descanso transforman la materia orgánica en energía. En el centro de cada cúpula varias enormes burbujas azul eléctrico acumulan esta energía.
Las cúpulas las fabrican con madera de los árboles. La superficie externa es recubierta por un gel. Este gel es segregado por ellos mismos. Con el gel protegen la madera de las precipitaciones y los cambios de temperatura.
No mueren. En sus orígenes se han reproducido con la energía.

Detalles.



Nuestro amor mirando,
por la ventana hacia la ciudad.

Detalles y letras
de canciones.
Tus dedos en mi cintura,
tus versos en el cuello,
el amor en la penumbra.

Detalles y destellos
de colores.
Tus ojos en mi boca,
tus letras en mis dedos,
la nostalgia en las teclas
de esta terrible ansiedad.

Detalles y sonidos
de discos por sonar.
Dolor sobre la piel,
lágrimas y sal,
escondida entre las sábanas
espero a acabar el día.
Y el día, sólo acaba de empezar.

Tus zapatos en la puerta,
las ganas de gritar,
derribar las paredes y correr,
esperar
te, a la orilla del mar.

Quizá estés,
quizá los detalles regresen,
quizá,
a esta orilla del mar.
Tu amor en el alfeizar
y los deseos de saltar.

Detalles,
y mi forma de bailar,
detalles,
y tu forma de soñar.

Tu amor sobre el alfeizar
y mi caída al saltar.

Detalles, detalles, detalles
                                y nuestra forma de olvidar.                                  

martes, 21 de febrero de 2012

Pensamiento pentagramado


Deja de respirar. Deja de latir. Deja de pensar. Deja de escuchar mi voz en tu cabeza.
Deja de parpadear. Deja de tragar. Deja de mirar. Deja de sentir lo que tienes a tu alrededor.
Para mí es igual de imposible dejar de pensar en clave de sol. Las notas vienen a mí y se ordenan en el pentagrama de mi cabeza. Tengo que traducir las melodías a palabras, para que ellos las entiendan; para que comprendan qué pienso, qué siento. Las palabras se quedan cortas, no son suficientes.
Llega de pronto la música a mi mente, en ocasiones mansa como aguas tranquilas de un arroyo, pero otras veces se desata en mí como una tormenta, en borbotones imparables, inabarcables de olas de notas que me arrollan. Sí, la música me ataca con sus punzantes acordes y sus fieros arpegios. Me toma, me mece a placer, y yo no puedo hacer más que ponerme a escribir con frenesí donde sea, para que esa música pueda salir de mí, para desinflar el globo en el que me convierto.
Pero claro, ellos no comprenden. No entienden nada. No son capaces de sentir apenas un ápice de lo que yo siento. Esos torrentes de música son inalcanzables para ellos, que en su pobreza se limitan a lo meramente superficial. Sí. Les incomoda observar que alguien esté dentro de su obra. No pueden escuchar una composición que soy yo, que yo soy la música, que yo... ¿No lo dije? Las palabras son insuficientes. Es por eso por lo que no gusto. Porque estoy dentro de la música, y la música está dentro de mí. Porque nos fundimos en un cuerpo. Porque somos sólo un alma, un alma viva, que siente, que rompe, que hace que salten astillas. Todos ellos quieren escuchar una muy educada y melosa composición fruto del dinero. Una obra en la que el supuestro "músico" no ha dejado su esencia. Ahí está el riesgo: en que no son las notas, es tu alma la que se expone al público.
Se horrorizan al ver el La que ha tocado mi meñique reducido a una tecla suelta y una cuerda rota dentro del piano. Pero es ésa la verdadera música: la música pasional, la música torrencial, la música visceral, que duele en la cabeza por su intensidad y que transcrita al papel resulta arrolladora y temible. Es una diosa a la que poseo, y cuya sierva soy. Me tiene. Me pertenece y la pertenezco. Estoy a su merced.
¿Deliro? Eso es lo que piensan muchos. Quizá. Quién sabe. ¿Quién es tan osado de asegurar que no está loco?
Pero yo en igual medida que venero a la música, la temo. Siento pavor a caer presa de su encanto, a ser ahogada por su tormenta, a ser arrollada por su violencia.
Aún así, a pesar de temerla pavorosamente, no puedo dejar de pensar en clave de sol.

La oración simple...


 ...corta, rotunda. Y el verbo en 3ª persona.
No hay más requisitos.



Hermana

Nunca te he dicho cuánto llego a añorarte,
porque me falta la voz, las palabras no bastan.
Muy bien, vete, vive tu maldito destino,
entrégate a quienes no te merecen
hasta que de ti no quede más que nada.
Pero recuerda, hermana, que te espero;
que un día, recuerda, prometiste volver a casa.
Sé que no te alcanza mi voz cansada,
que nos falla la distancia,
pero aun así te hablo, te mando mis ganas,
no se te ocurra desfallecer y volver agotada.
Vuelve llena de ilusión y fuerza,
como te fuiste. Vuelve plena de vida,
Laura.

Malos hábitos

No escribir es como un mal hábito: no lo haces un día, lo vas dejando y cuando te das cuenta piensas, ¿cuánto tiempo hará? No lo sabes, pero recuerdas que en algún momento pudiste hacerlo, quizá no sea demasiado tarde, quizá aún puedas conectar algún pensamiento con sentido y transmitir algo. Pero, por desgracia, hay veces que es demasiado tarde. Tus pensamientos se agolpan en las sienes y las palabras ya no fluyen; todo lo que una vez hubo se ha perdido y ya no sirve, ya no se parece a la música, ya no es una forma de liberación o de tortura, ahora sólo queda una triste mancha en el papel, inservible e ilegible. Ya no provoca el descanso que solía producir, no puede sacarte los pensamientos, buenos y malos. Ahora sólo queda incomprensión y desazón, una mota de polvo de lo que pudo haber sido pero no llegó a ser.

La realidad, a veces tan cruda que parece irreal, te atrapa y te encuentras caminando por unas vías que tienen un único destino: una ciudad derruida, una cáscara vacía, un huevo que jamás volverá a abrirse, porque la ciudad que una vez fue exuberante representación de la imaginación misma, se está pudriendo. Pretendió huir, pero se encontró atrapada y la parca le dio caza. No pudo zafarse, porque ni huyendo al lugar donde la vida se genera podría esconderse; la Muerte será siempre más rápida.

Tras la muerte de lo que te permitía escribir quedas solo, y no sabrás cómo luchar contra ello, no sabes cómo arreglarlo. Es una enorme pérdida que te deja a la deriva en un mar de desdicha y que te hace preguntarte sobre la “verdad”, sea cual sea su significado.

Cuando vuelves a intentarlo ves que todo el trecho recorrido lo has vuelto a hacer para atrás, y que si quieres volver no queda más remedio que reanudarlo y probar, a base de errores que probablemente ya hayas cometido. Porque de alguna forma no supiste proteger aquello que importaba.

Si quieres volver tendrás que empezar de cero, como cualquier novato que no comprende el significado de las palabras ni cómo han de unirse unas a otras para transmitir lo que sus desordenados pensamientos ruegan sea dicho; esta forma no ha de ser la ordinaria, sino una forma de una exactitud inalcanzable, para salvar todo lo que se pueda de ellos mientras luchan por no hundirse en el océano del olvido.

Es la muerte del pensamiento la que lo provoca.

lunes, 20 de febrero de 2012

Sólo envejecía los días de lluvia (II)

Continuó su camino, recorriéndose todos los tejados y las calles del mundo, cruzando los mares colgado de los mástiles y de los botes salvavidas. Conoció a multitud de personajes. En el desierto encontró a dos amantes que envejecían con el roce de la luz del sol, y que se habían marchado a aquel rincón del mundo lleno de arena para disfrutar de la más intensa y efímera de las historias de enamorados. Pero también encontró un niño que sólo crecía con el roce de los copos de nieve, y que en medio de aquel océano terroso permanecía siempre joven. Ya al otro lado del mundo encontró a una mujer hermosa y triste, que sólo envejecía cuando contaba cuentos. Ella le pidió que escuchara una de sus historias, y así lo hizo él, escuchando atentamente la historia de la gata que un día soñó con los tejados, y de como desde aquel día todo aquel que tiene algo de gato en su alma desea pasear por el cielo de las casas. A ella se le platearon algo más los cabellos y él se fue pensando en que tal vez tuviera algo de gato en el alma. Pero a pesar de todo seguía sin encontrar a alguien que envejeciera sólo los días de lluvia.

Ya agotado de buscar y buscar llegó a una ciudad en medio de una frondosa selva. Había tantos tejados que ni la vista de mil búhos podía abarcarlos, y tantos cables entre ellos que podría haber ido de punta a punta de la ciudad en tirolina. Los monos se paseaban por entre aquellos aéreos callejones, saludándole con una mano en el corazón y con la otra quitándose un sombrero imaginario. En vez de coches había elefantes que eran como azoteas en perpetuo movimiento y los habitantes, encantadores, pronto comenzaron a dejarle platos de arroz y de extrañas especias en los balcones. Y es que en aquella ciudad no cesaba de llover. Llovía y llovía día tras días sin descanso, a veces hasta que los tenderos parecía extraños peces rodeados de arrecifes de frutas y verduras. Y como la lluvia no parara el no descendía nunca de los tejados y pronto no hubo nadie en la ciudad que se sorprendiera de su presencia. Y como siguiera lloviendo el envejecía inexorablemente día a día.

Allí la conoció a ella, era una joven rubia y de ojos verdes, siempre seria, aunque no malhumorada, y que jamás hablaba, aunque de vez en cuando dejaba escapar algún silbido cantarín. Se paseaba silenciosamente de poste en poste telefónico con la cabeza en las nubes y la mirada perdida, como inmersa en un mundo que nadie más podía sentir o apreciar.
En ocasiones pasaba a su lado sin mirarle siquiera, concentrada en su mundo interior que sólo ella conocía. Él le pasaba la mano delante de los ojos sin que conseguir que se inmutara siquiera, le hacía muecas y saltaba por encima de su cabeza haciendo volteretas impresionantes y ruidosas. Pero ella continuaba su camino sin tropezarse ni sorprenderse por nada. Un día, tras varias semanas de intentos desesperados y con la curiosidad hirviéndole por dentro, se plantó ante ella en un cruce de azoteas y gritó como un salvaje hasta que se quedó sin aliento. Tras ésto ella levantó la mirada repentinamente y aturdida, como si la acabaran de sacar de una profunda reflexión o quizás de un largo sueño.

- ¡Hola!-dijo ella- como si lo acabara de ver por primera vez. ¿Quién eres? -preguntó-

- Soy el que sólo envejece los días de lluvia, ¿Y tú?

- Yo soy la que envejece sólo cuando consigue imaginar cosas nuevas, si mi mente se estanca en este mundo jamás conseguiré aprender nada nuevo, ni saber lo que se siente al cumplir treinta años, o medio siglo. No podré siquiera tener algo nuevo sobre lo que pensar, o nuevas razones para entristecerme o alegrarme. Por eso estoy sola, porque nadie ha conseguido hacerme imaginar nada. Por eso me dedico a soñar despierta día tras día.

Tras aquel encuentro hablaron todos los días. Ella le contaba los mil mundos que creaba y destruía en su pensamiento a cada paso que daba por los tejados y él inventaba para ella mil aventuras para colorear su mente, o le hablaba de todas las personas que había conocido en sus viajes. Otras veces le dibujaba paisajes, o le hacía retratos o plasmaba con los pinceles todo aquello que ella expresaba con su boca. Así pasaron los días, bajo la lluvia y las constantes fantasías,que los hacían envejecer sin cesar. Saltaban a las calles sólo para zambullirse en los charcos y gritar como animales enloquecidos y volvían a escalar por las paredes llenas de humedades e interpretaban sus propias obras de teatro. Otras veces se pintaban los rostros de colores e inventaban nuevos alfabetos y nuevos idiomas, y un millón de nuevos dioses sobre los que blasfemar. De esta forma el que sólo envejecía los días de lluvia y la que envejecía al imaginar se dirigieron juntos hacia la muerte impulsados por su propio tifón desbocado, con la total seguridad de que si algún día el tiempo los engullía por completo, ellos habrían vivido.

Sólo envejecía los días de lluvia (I)

Sólo envejecía los días de lluvia, como si las gotas que caían del cielo se llevaran consigo pedazos de su tiempo hacia los confines de las alcantarillas. El resto del tiempo permanecía intacto, como una estatua de mármol griego reluciendo al Sol.

Sólo envejecía los días de lluvia, y esos días salía a pasear por los tejados anaranjados de su ciudad. Saltaba de casa en casa, de teja en teja. Jugaba al equilibrismo con los gatos negros y ahuyentaba a las palomas que se refugiaban en los campanarios. También dibujaba en los cristales empañados y saludaba a la gente resguardada en sus hogares. Algunos se asustaban al verle y manchaban las mantas con chocolate caliente. Así los días de lluvia todas las casas se llenaban de pedazos de porcelana rota y de manchas de café en los sofás.

Otros, en cambio, ya le conocían y le dejaban vasos de leche en las repisas de las ventanas, o flores, o lápices de colores para que dibujara lo que se le ocurriera, o lo que viera o para que los adoquines se tiñeran un poco de su alegría. También hizo amistad con los músicos callejeros. Con aquel violinista gris de barba trenzada y cabeza bajo un sombrero siempre empapado, que le dedicaba mil sinfonías mientras él le escuchaba con pasión desde algún canalón cercano. Y también con aquella joven flautista de ojos azules y melena pelirroja que interpretaba sus saltos y sus piruetas a través del mar de antenas parabólicas. Así los días de lluvia aquella ciudad costera se quedaba sin la luz del Sol, pero a cambio se plagaba de pequeños cuadros anónimos que alegraban la vista a todos aquellos que se acordaran de mirar al cielo, y toda la urbe se convertía en un inmenso teatro con adoquines y tranvías rechinantes.

Sólo envejecía los días de lluvia, y por eso esos días salía a que le saltara el corazón del pecho con cada brinco entre las chimeneas. Pues quién sabe, quizás aquel día lloviera eternamente y toda su vida se fuera por delante aplastada por el peso de las nubes, o quizás sólo fuera una pequeña llovizna, o una tormenta de verano, que le trajeran madurez repentina, unos cuantos pelos más en la barbilla o nuevas arrugas bajo los ojos. De esta forma, con cada aguacero sus ojos se cargaban con unos gramos más de experiencia, sus pasos se hacían más firmes y le brotaban nuevos sueños. Pero jamás dejó de saltar sobre los cables telefónicos, ni de dibujar en los muros ni de saludar a los que se cruzaban con él por el techo de la ciudad.

Los días soleados no envejecía, ni tampoco los de ventolera, y entonces se dedicaba a aprender cosas nuevas, a conocer a gente y a explotar las nuevas capacidades adquiridas los días de tormenta. Durante esos días, o semanas, a veces meses, permanecía invicto al paso de las horas, como congelado por alguna magia maravillosa. Su pelo no crecía, ni tampoco sus huesos ni sus uñas. Durante esos días explotaba cada segundo como si fuera el último, atento siempre a las previsiones meteorológicas que podían anunciar su vejez en cualquier momento. Esos días no dormía, prefería soñar despierto e inventar historias. Saludaba a los vendedores de castañas y a los conductores de tranvía y a los pasteleros. Iba al colegio y trabajaba vendiendo periódicos, para no olvidarse de lo que ocurría en el mundo ni a ras del suelo.
A pesar de todo, a veces le atravesaba la tristeza, una tristeza tan intensa como lo eran sus alegrías, tan gris como las tempestades que le hacían envejecer. Y es que a pesar de todo se encontraba solo. Pues no tenía a nadie que quisiera correr con el por los tejados, a nadie que, como él, envejeciera sólo los días de lluvia.

Entonces decidió marcharse de allí, en búsqueda de quién envejeciera los días de lluvia. Buscó y buscó por todas partes, por todas las ciudades y pueblos. Primero buscaba entre las calles, y después se encaramaba a los tejados, preguntando a las mujeres que salían a tender y a los abuelos que salían a fumar si conocían a alguien que sólo envejeciera los días de lluvia. Así fue como descubrió mil nuevas constelaciones de tejados y de monumentos, un millón de nuevas cabriolas entre pájaros, árboles y azoteas.

Llegó a un lugar donde las casas eran palacios atrapados en los días de los cuentos, con torres curvadas en espiral y con murallas de colores. Allí conoció a un hombre negro que sólo envejecía con el sonido del buen blues, y que de tanto que amaba aquellas melodías envejecía cada día cientos de veces con una amplia sonrisa en los labios. También hizo amistad con un perro callejero, que dejaba de ser cachorro a medida que le aullaba a la Luna llena. Pero no encontró a nadie que envejeciera sólo los días de lluvia.

sábado, 18 de febrero de 2012

Uroboros

Esta mano es mía. 

Le escribí en su mano con el rotulador negro. Luego dibuje líneas retorcidas que iban por su mano hasta crear una espiral en su palma. Ella cogió el rotulador.

 Este cuello es mío.

 Y encima una marca de pintalabios. El humo blanco y espeso envolvía la habitación con su ligero abrazo. Las persianas bajadas, la luz encendida. Nos reíamos de vez en cuando, sin ningún motivo aparente, sin ningún detonante. Miraba sus ojos durante minutos. Veía como se convertían en dos soles azul oscuro. No podía escapar.

 A veces me ponía a temblar. Me abrazaba a sus piernas. Observaba la ceniza. La ceniza regaba todo el suelo de parquet. Era como el agua de rocío que debía bañar los mundos calcinados. Humo por todas partes. Su risa. Y cuando apagué la luz, penumbra. 

El colchón sin colcha era frío. Y el techo parecía estar muy alto y muy bajo al mismo tiempo. Levantaba la mano para intentar alcanzarlo. Ella levantaba su mano y alcanzaba la mía. 

 -Esta mano es mía. 

 Cerraba los ojos y veía esferas de luz amarilla y anaranjada. Ella se levantó para poner música a poco volumen. El cuaderno estaba demasiado lejos como para alcanzarlo con el brazo. Fui arrastrándome escalando por su espalda. El cuaderno estaba en la mesilla. Lo alcancé. Ella se dio la vuelta. 

-Este cuello es mío. 

Leyó en voz alta. Yo escuché. Rehíce el camino a rastras. Cogí el rotulador negro. Abrí el cuaderno. Ella se incorporó. Su cabeza apareció por encima de mi hombro derecho. Se apoyó en él. Notaba su respiración en el cuello. Notaba mechones de su pelo rozando mi espalda. Había perdido la noción del tiempo. Miraba el papel en blanco del cuaderno. Mi mano sujetaba el rotulador. Ella fumaba a mí lado. Más y más humo. Toneladas de humo. Estábamos en el interior de una nube. Sumergidos. Suspendidos. A cinco mil metros de altura. Los pájaros se reían. Si miraba al suelo veía manchas oscuras y verdes. Tierra y bosques. Lagos de azoteas. 

Empecé a escribir: Los peces de colores, nadan alrededor de tus tobillos. El agua es gélida. Gélida y transparente. Pero somos un iceberg. Somos una isla. Tu boca es un arrecife de coral. Ella lo leía en voz alta. Se reía. Yo también. Me mareaba. Tiré el cuaderno y el rotulador al suelo. Mi cabeza cayó en su regazo. Ella me mira a mí. Yo miro al cielo. Un cielo con dos soles de color azul oscuro. Su mano me acaricia el pelo. Agarro con suavidad su muñeca. Me detengo a observar su piel. Es blanca como el mármol. De vez en cuando aparece algún pequeño lunar. Arena del desierto en la que hay esparcidas unas pocas piedrecitas de obsidiana. 

 -Esta mano es mía. 

Vuelvo a mirar la ceniza. Es un océano de ceniza. Insondable. Oscuro. Sin vida. Con un gran remolino. Quiere tragarse y llevar a su fondo a todo lo que tiene alrededor: la cama, nosotros, las latas vacías de cerveza, el cuaderno y el rotulador, incluso el humo. El borde la cama es un precipicio. Golpean las olas contra el acantilado. Una y otra vez. Una y otra vez. Sus piernas de sirena me rodean. Me protegen. Busco refugio en su cuello. Abajo el oleaje se enfurece. La espuma parece brillar en la penumbra como el color blanco bajo los rayos ultravioleta. No dejo de pensar que yo estoy aquí arriba y el mar ahí abajo. Nieva dentro de la habitación o llueven plumas de cuervo. Doy otra calada. La cama gira. Ella me abraza. Pasa la yema del dedo índice por aquellas palabras pintadas con rotulador negro y dice:

 -Este cuello es mío.

 Le digo que me cuente cualquier cosa, lo que sea. Ella comienza a hablar bajito, casi en susurros. Yo cierro los ojos. Su voz lo envuelve todo. Está en mis oídos y en mis párpados. Entre la tela del colchón y entre la pintura de la pared. Su voz es perfume, es primavera, es electricidad. Su voz duele y mece, araña el alma, me parte en dos y me recompone, me reconforta. Combate mi fiebre. Mi fiebre. Me calma. Su lengua es una aspirina efervescente y la mía es agua. Sigue hablando, las palabras salen sin mucho espacio unas de otras. Es como el murmullo de un río. Me cuenta lo que quiere llegar a ser. Lo que le gustaba cuando era pequeña. La primera vez que sintió tristeza. Una tristeza enorme y abrumadora. Como una tormenta llena de rayos y truenos. Una tristeza que la dejó hueca por dentro. Una tristeza que la convirtió en porcelana. Una tristeza, que pese a superarla, le dejó cierto brillo en la mirada. Un brillo mate. Extraño. Un brillo que compartimos.

viernes, 17 de febrero de 2012

Y luego... escribir


Leer sin ganas. Leer por aburrimiento. Leer para no hacer ruido. Leer para dejar que tu padre duerma la siesta. Leer porque no te dejan poner la tele. Leer porque ya nadie quiere contarte un cuento. Leer porque te han castigado sin salir. Leer porque estás en la cama con fiebre. Leer porque estás solo. Leer porque imitas a tus hermanos mayores. Leer porque lo hace tu madre. Leer libros para niños. Leer novelas que no te dejan leer. Leer hasta que te apagan la luz. Leer sin leer, pensando en otra cosa. Leer en la biblioteca. Leer todos los libros de la biblioteca infantil. Leer porque tu hermana lee en la cama de al lado. Leer libros de Tintín en casa de tu abuelo, reír porque tu tía llora con una novela, llorar porque te da pena el abominable hombre de las nieves. Leer y leer y leer cinco líneas sobre sexo. Leerlas y leerlas una vez más. Leer porque quieres estar solo. Leer porque te sientes solo. Leer porque te crees distinto. Leer para encontrar almas gemelas. Leer aquello que aún no has vivido. Leer para llenarte la cabeza de pájaros. Leer para presumir. Decir que has leído un libro que no has leído. Resumir libros en literatura que no has leído. Sacar buenas notas en literatura haciendo resúmenes de libros que no has leído. Leer para imitar lo que has leído. Leer para fardar. Leer para ligar. Leer para consolarte de un abandono. Leer por falta de planes. Leer por falta de amor. Leer para que no digan. Leer mientras esperas. Leer sentado en el váter. Leer para dormirte. Leer para poder hablar con él. Leer para sorprenderle. Leer por puro gusto. Leer por vaguería. Leer porque no te gustan los deportes. Leer porque no tienes un duro. Leer para olvidar. Leer para recordar. Leer para aprender. Leer un libro que no quieres que se acabe. Leer el libro de un amigo. Leer todos los libros de un hombre que te gusta. Leerle el pensamiento. Leer el libro que él está leyendo. Leer el libro que él querrá leer después. Leerle a tu hijo. Leerle hasta que se quede dormido. Leerle hasta que te quedas dormida. Leerle el Tintín que tú leíste. Leerle cuando se muere el abominable hombre de las nieves. Leerle y consolarle luego su llanto inconsolable. Leerle para que aprenda a estar solo. Leerle para volver a vivir la infancia. Leerle por gusto. Ver cómo un hijo lee. Releer. Leer sólo lo que te gusta. Leer sólo aquello que te emocione. Leer por amor.
Leer a su lado.

(Gracias a Jesús Menes, que me ha pasado este maravilloso manifiesto, escrito por Elvira Lindo, a favor de la lectura)

martes, 14 de febrero de 2012

Nada... ¿nada?

No, nada no. Pero casi nada.
(Lo siento; no puedo concretar más)

sábado, 11 de febrero de 2012

Algo que escribí ayer...

Mientras observaba a mi jefe colocando los productos de la caja en las estanterías yo tenía que firmar los papeles de la entrega:

QUERIDO SEÑOR CUESTA:
AQUÍ ESTA EL PEDIDO QUE NOS HIZO LA NOCHE PASADA POR TELÉFONO
COSTE DE LA LLAMADA: 1,55.
PEDIDO: LACA x5, PRODUCTO A 18%, PRODUCTO B 46%, PRODUCTO C 13%.
COSTE TOTAL: 196.985,98.
FIRMA: Jorge Garrido Carrión
GRACIAS POR USAR NUESTROS SERVICIOS, UN SALUDO, JORGE GARRIDO CARRIÓN.

                                                          ZANIFALIA S.L.

Eché la última firma y me atreví a preguntarle qué eran esos productos, yo no los había oído, ni visto, ni estudiado en mi vida.
- Esto, querido ayudante en prácticas, son unos productos muy especiales, así que tienes que tener mucho cuidado con ellos. Además de ser excesivamente caros, podrían ser el remedio que estamos buscando contra las enfermedades.
- ¿Qué tipo de enfermedades?
Como si yo hubiese hecho un chiste, empezó a reírse descontroladamente.
- ¿¡Qué pregunta es esa!? ¡Todas las enfermedades!
Se dio la vuelta y me miró, ahora ya serio.
- Si el experimento sale bien podríamos curar enfermedades, desde un simple constipado hasta la malaria.
- ¡Eso es imposible!
- Imposible… hasta hoy. Si sale bien.
Esto era una locura. Tal vez mi madre tuviera razón y el señor Cuesta estuviese chiflado, pero yo me moría de ganas por trabajar como ayudante del científico más famoso y conocido en toda España. Soraya, mi hermana, siempre decía que me buscase otro trabajo, que no quería que me volviese yo también loco y acabase en un manicomio.
A mí sinceramente me parece una chorrada que la gente piense que los científicos están locos. Puede que ha algunos se les haya subido el trabajo a la cabeza, pero había habido otros muchos que han descubierto cosas extraordinarias, y yo quería formar parte de ese grupo.
Cuando me dijeron que había un puesto libre como ayudante en prácticas en el Laboratorio de los Ángeles, no lo dudé un instante y me mudé a Valencia para poder trabajar con mi nuevo jefe, que además era el mismísimo Mario Baltasar Cuesta.
Yo ya había terminado la facultad hacía meses y era cuestión de días que cumpliera los 23 años. Compartía piso con mi mejor amigo y Beatriz, la dueña. Gregorio todavía no se había acostumbrado a convivir en un mismo piso con una mujer y mucho menos a respetar su intimidad, por lo que cada noche, siempre que yo volvía de trabajar me encontraba con una discusión nueva. Gregorio tenía un año más que yo y Beatriz… bueno, no nos lo había dicho todavía, pero era joven, eso sí. También había que admitir que era guapa, mucho, demasiado. Bueno, mierda, era muchísimo más que eso. Creo que no encontraría palabras para describirla.
Gregorio era el típico chaval que todavía se agarraba a la adolescencia, salía por las noches de copas y volvía a casa con una chica diferente. Beatriz era más tranquila, callada y muy reservada. Solo hablaba para decir “buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches”, “hola”, “adiós” y para quejarse. Yo me considero un chico trabajador, atento y soñador, a veces demasiado. Según mi hermana tengo talento para las historias. Hace un año, cuando todavía estudiaba en la facultad y vivía con mis padres y hermanos, se me ocurrió enseñarle a Soraya las historias que yo solía escribir, todas ellas iban de héroes o heroínas que salvaban el mundo de la pobreza y los maltratos. No eran los típicos héroes que iban en calzoncillos, volaban o tenían super poderes. No. Eran personas normales que de repente se contagiaban de productos tóxicos y se hacían más inteligentes, fuertes y bondadosos (no sé en qué estaría yo pensando cuando puse eso). Eran personas que tras descubrir lo que le habían pasado, decidían salvar al mundo de las miserias que nos rodeaban.
Bueno, a lo que iba, se lo enseñé a mi hermana y le encantó. Me preguntó un millón de veces si yo llegaría a ser escritor y un millón de veces tuve que contestarla que lo único que quería ser era científico para descubrir curas contra enfermedades mortales, como el cáncer. Para mí eso sería como ser Spiderman o Batman.
Me despedí de mi jefe y cogí mi abrigo del perchero. Ya había terminado mi turno de noche y como era viernes, no volvía a trabajar hasta el lunes.
Cogí un taxi y estuve 10 minutos pensando en esos productos tan raros que había comprado el señor Cuesta. La empresa tampoco me sonaba de nada, así que me prometí que buscaría información sobre ella más tarde.
El taxista me preguntó tres veces cuál era la calle y al cabo de 15 minutos (quitando el tiempo de espera cuando los semáforos estaban en rojo) llegamos a mi calle. Bajé de aquel coche de un blanco casi oxidado, pagué al conductor y le di las gracias.
Nada más entrar en el piso, Aurelio que era el portero, me saludó y me dijo que tenía correo nuevo. Intrigado me dirigí a mi buzón para encontrarme con un sobre bien gordo, con un sello rosa pegado. Aurelio me entregó además una caja de cartón bien grande (y pesada) que venía a juego con la carta.
- Deben de quererte mucho – me susurró.
- Sí, eso parece.
Eso o que se acercaba mi cumpleaños y ya me envían los regalos por adelantado.
- Buenas noches Aurelio.
- Que descanses.
Subí las escaleras con cuidado de que no se me cayese el paquete. El ascensor se había averiado y bendita sea vivíamos en un tercero. Llamé dos veces y, como siempre, Gregorio me abrió la puerta.
- ¡Pero tío! ¿Qué es eso? – preguntó señalando la caja.
- Ni idea. Me lo han enviado.
- Qué suerte tienes, si mis coleguis de Francia me enviasen cosas así…
- ¿Me estás escuchando? – preguntó una voz irritada.
La voz femenina de Beatriz hizo que temblara. Estaban en medio de una discusión y parecía que la iba ganando ella por la cara de cansancio que me ponía Gregorio.
- Aguanta – le susurré.
Él me sonrió y levantó el pulgar a modo de respuesta.
- ¡Gregorio! – gritó Beatriz.
- ¡Hombre! ¡Pero si sabes mi nombre! Vamos progresando, muy bien.
- ¡Cállate! ¡Que sea la última vez que entras en mi cuarto de baño sin llamar primero a la puerta!
Ah, era por eso.
- Tranquila – se cruzó de hombros – no eres la primera mujer que veo desnuda ¿sabes? Además, tienes unos pechos muy bonitos – sonrió.
Las mejillas de Beatriz se colorearon y le tiró una zapatilla. Gregorio se agachó y para mi desgracia la zapatilla aterrizó en mi cara, haciendo que soltase la caja que cayó al suelo provocando ecos en la sala.
- ¡Ah!
Caí al suelo y me tapé la cara en un inútil intento de defenderme. ¡A buenas horas!
- ¡Eduardo! ¡Lo siento mucho, de verdad! – Beatriz corrió a mi lado y se agachó para ayudarme a orientarme.
- ¡Ala! ¡Mira lo que has hecho! ¿Estás contenta? – gritó Gregorio.
- ¡No! ¡Tú no deberías haberte agachado!
- ¡Sí hombre! ¡Y dejar que esa zapatilla me diese a mí, no te jode! – se defendió.
- ¡Es que era para ti, tonto!
- ¡YA! ¡CALLAOS LOS DOS UN RATO PORFAVOR! – chillé.
Gregorio cerró la boca a regañadientes y Beatriz me ayudó a levantarme.
- Te sangra la nariz ¿voy a por hielo? – me preguntó ella.
- No tranquila, estoy bien. Se me pasará.
- ¡No te hagas el duro! ¡En el fondo te duele y estas llorando como un bebé nenuco! – dijo Gregorio. Beatriz le lanzó una mirada asesina y le ordenó que se fuera a su habitación y no saliera de allí hasta previo aviso. Gregorio muy divertido, obedeció la orden como si ella fuera su madre y él el niño travieso que ha roto un jarrón muy caro.
Los ignoré y me dirigí hacia la cocina, buscando por las encimeras un vaso.
- De verdad que lo siento – se disculpó Beatriz.
- No pasa nada. Estabas enfadada y al menos sé que esa zapatilla no iba realmente dedicada a mí, eso consuela.
Ella se rió y me llenó el vaso de agua fría.
- Es que a veces él me pone de unos nervios…
- Lo hace con todo el mundo. Él es así, le gusta causar jaleo.
Asintió y me miró. Era la primera vez que manteníamos una conversación de más de 5 palabras, no es broma. Me sorprendió la naturalidad con la que llegaba a poder hablar con ella. Desde que Gregorio me enseñó el piso y yo la vi por primera vez, siempre pensé que me costaría mucho ser natural al hablar con ella. No sé qué tenía Beatriz que me ponía nervioso y hacía que soltase estupideces carentes de sentido.
Sus brillantes ojos grises cual la niebla me miraban arrepentidos y culpables.
- No pasa nada, en serio. Esto le puede ocurrir a cualquiera – expliqué.
Justo en ese momento alguien llamó a la puerta. Beatriz la abrió y dejó entrar a una señora de más de 50 años, que por cierto estaba más enfadada que un perro sin su hueso. Era nuestra vecina de abajo, Doña Pili. Ella me recordaba a las abuelas que había por mi pueblo, que se sentaban en los bancos a marujear y de allí no había ni dios que las moviera hasta las siete en punto.
- Estoy más que harta de los ruidos que hacéis ustedes. Mi marido y yo no podemos disfrutar de un momento de paz por vuestro irresponsable jaleo. Un ruido más y me quejo a la comunidad de vecinos ¿entendido?
La mujer nos deseó buenas noches y cerró la puerta.
- ¿Y esto le puede ocurrir a cualquiera? – me preguntó Beatriz. La sonreí sin saber qué contestar.
- ¿Ya puedo salir, mamá?
Gregorio salió de su habitación y nos miró.
- ¿A qué vienen esas caras largas?
- La vecina del segundo ha subido a quejarse de nuestro ruido y nos ha dicho claramente que si volvíamos a hacer algo parecido se quejaría a la comunidad de vecinos – le expliqué.
- ¿Y qué?
Beatriz suspiró.
- Serás tonto e ignorante. ¡Intentará convencer a la junta para que nos echen a los tres! ¿Lo coges ahora?
- ¡Ah! Buah, no pasa nada. Tranquilos, me tenéis a mí. ¡Yo os protegeré!
- Eso es lo que me preocupa – susurré.
Y para acabar la noche, sonó el teléfono.
- ¿Qué más puede ocurrir?
- A lo mejor es el banquero diciendo que te han robado el dinero – contestó Gregorio.
- Eso, tú dale ánimos – dijo Beatriz.
Me escabullí de la pelea y cogí el teléfono.
- ¿Sí?
- ¿Eduardo?
- ¿Mamá?
A lo lejos pude oír perfectamente la frase de “no hay nada mejor que la maternidad de una madre para consolarte en momentos de estrés” que dijo Gregorio.
- ¡Sí! ¡Hola cariño! ¿Cómo estás? Agotado supongo. ¿Qué tal el trabajo?
- Muy bien. Hace un rato que he llegado.
- Ese Cuesta te hace trabajar mucho para esa birria de paga que te da. Deberías pedirle…
- No, tranquila. Me gusta lo que hago, y recuerda, no solo lo hago por el dinero.
- Ya… ¿Cómo esta Gregorio?
- Fenomenal, yo diría que bastante para mi gusto.
Gregorio corrió hacia el teléfono y gritó su “holaaaaaaaaaaaaaa señooooraaa Ramírez” dejándome a mí y a Beatriz -que también se había acercado- sordos. Mi madre se rió.
- Bueno, tengo muy poco tiempo. Todos quieren hablar contigo ¿a quién te paso primero?
- Me da igual.
- En ese caso te paso a Soraya que está muy nerviosa.
- Vale, vale.
- ¡Eduardito! ¡Hola!
- ¡Soraya! ¿Qué tal?
- Bien ¡he aprobado el exámen de Naturales! – gritó.
Soraya era una de mis tres hermanos. Era la mediana, por así decirlo. Tenía 12 años e iba a 1º de la ESO. Siempre estuve muy unido a ella. También al resto de mis hermanos, pero ella y yo siempre hemos pasado grandes ratos juntos. Yo le solía contar muchas de mis historias antes de dormir y ella siempre ha sido una niña muy alegre y llena de energía. El más pequeño era Oliver, de 10 años. Le encanta jugar al fútbol y es un friqui de las matemáticas y la tecnología. Lo triste es que heredó varios de los problemas que tiene mi padre. Y el más grande de la casa (sin contar conmigo) era Héctor, de 16 años. No era muy trabajador que se diga y hace poco recibí la noticia de que le habían pillado haciendo pellas con su novia. Le encantan las artes marciales y los botellones. Era un poco como Gregorio.
Mi padre es una de las razones más importantes por las que decidí ser científico. Desde que descubrimos que papá tenía cáncer y malaria, aparte de problemas cerebrales debido a un accidente de coche, decidí hacerme científico y no descansar hasta encontrar una cura para poder salvarle la vida.
- ¡Sabía que lo aprobarías!
- Uf, he estado muy nerviosa. Mi profesor al entregarme el examen me hizo la broma de que había suspendido y me eché a llorar en clase.
Me reí.
- Tuvo que estar ahí el pobre diciéndome que era broma, que había aprobado con sobresaliente y que ¡por dios, que me calmara!
- Y yo me lo he perdido.
- ¿Tú que tal en el trabajo?
- Bien, agotado pero bien.
- Oye te paso con Oly, que me tengo que ir a cenar ¡chao!
- Vale – sonreí - ¿Oliver?
- EL mismo.
- ¿Qué tal estás chaval?
- Bien.
- Ya solo me queda una semana para visitaros y celebrar el cumpleaños.
- Sí. ¿Has visto el regalo?
- ¿Qué regalo?
Gregorio me señaló la caja como si fuera lo más evidente del mundo. A través del teléfono podía oír la voz de mi madre diciendo que le pasara el móvil a Héctor.
- ¿Hola?
- Aquí estoy.
Esta vez contestó Héctor.
- ¿Te ha cambiado la voz? – pregunté.
- Yo qué sé.
- Sí, seguro que sí. La última vez que hable contigo tenías una voz más aguda.
- Serán imaginaciones tuyas, porque mamá no nota nada.
Fruncí el ceño.
- Supongo. ¿Estás bien? – pregunté.
- De puta madre.
Ignoré la palabrota y las risas de Gregorio para concentrarme en la charla que había estado preparando para él.
- Oye, ya sabes que como papá no puede darte consejos de padre a hijo… por las dificultades que está viviendo ahora… y que tú a mamá no la haces nunca caso… ¿es necesario que tenga que prevenirte del uso de los condones? ¿O ya eres tú lo bastante mayorcito para ocuparte de eso sin problemas?
Gregorio me hizo muecas graciosas y Beatriz intentó no atragantarse con el agua cuando pronuncié en voz alta “condones”.
- No seas viejo, que para eso te queda todavía una temporada. No soy tonto ¿cómo crees que se pondría mamá si le dijera que he dejado preñada a Esmeralda?
- Pero ya habéis…
Hablar de estos temas y encima delante de Beatriz y Gregorio no ayudaba mucho que se diga.
- ¡Por dios Edu! ¡Sí coño! ¡Ya hemos follado! ¡Y más de diez veces! ¡Tú tendrás 22 años pero eso no significa que yo no sepa ya todas estas cosas!
Gregorio estalló a carcajadas y a Beatriz se le calló el vaso al suelo, rompiéndose en más de trescientos trocitos de cristal.
- Y una cosa más Edu…
- Dime.
- No vuelvas a darme otra de estas charlitas “padre a hijo”. Yo me chuleo de que tengo un hermano mayor que ya vive en Valencia, no me hagas cambiar de opinión.
- De acuerdo – suspiré.
- ¡Y tú también aprovecha, que me he enterado de que vives con una chica que esta buenísima! ¡No la dejes escapar! ¿Eh?
- Descuida.
Gregorio señaló a Beatriz y siguió riéndose. Ella lo ignoró y me miró avergonzada.
- Bueno, besos de parte de mamá y de papá, que no puede ponerse. ¡Adiós chaval! ¡Nos vemos el 12 de Diciembre! – gritó.
Así fue como me despedí de mi familia y colgué. ¡Vaya día!
- Héctor es la ostia tío. Me cae muy bien – rió Gregorio.
- Cállate.
- Ya me encargo yo de recoger esto, vosotros podéis iros ya a dormir – dije agachándome para recoger los trozos de cristal con sumo cuidado.
- ¿A la cama a estas horas? No, ni de coña. Yo me voy a la disco. ¡Hasta mañana!
- Adiós.
- No vuelvas – susurró Beatriz.
Sonreí y cogí varios trozos de cristal. Gregorio cerró la puerta de la entrada dándonos a entender que ya se había ido y que estábamos solos.
- Yo te ayudo. El vaso lo he tirado yo.
Asentí. El buen rollito de antes había desaparecido y ya no sabía qué podía decirla. ¿Qué pensaría ella del comentario que ha dicho mi hermano? ¿Creerá que me voy a aprovechar de ella? Dios mío, qué difíciles son las mujeres.
En silencio tiramos el resto de los cristales a la papelera y nos encerramos en nuestros cuartos.
                            Continuará... o tal vez no ;)