Desperté aquella mañana con ganas de comerte a dentelladas y beberme tu alma, sabiendo que saltaría por un precipicio y al llegar abajo no habría mar y me estrellaría contra el asfalto gris de la desilusión. Pero salté igualmente, porque el masoquismo siempre me había salido bien, y descubrí que tenía alas desgarradas para planear a dos centímetros del dolor. Y sobrevolé el desierto de la rabia y la impotencia y dejé atrás las ganas de matar, las de morir, las de olvidar; y dejé que el viento me lo arrancase todo a mordiscos, hasta que sólo quedaste tú, enganchado a los jirones de alas rotas que colgaban de mi espalda.
Y cogí una aguja oxidada y me tatué tus caricias, para no olvidarlas nunca; me lancé en una carrera suicida hacia el horizonte, queriendo alcanzar el sol e inmolarme en un corazón en llamas, para quemar las dudas y echar las cenizas de la indecisión al viento, y volar tras ellas y hostigarlas hasta que huyan más allá de Neverland, y atesorar la niñez eterna en una isla donde sólo estemos los dos juntos. Y me tiré de cabeza contra las raíces de ese árbol que conducía a un país maravilloso, a buscarte un sombrero para esa loca cabeza; y me dejé olvidado un tarro de miel en la ventana, y cuando acudieron las moscas dejé que se posasen en mi piel y ahogasen con su zumbido el temblor de mis manos; y dejé enganchada la pena al rímel seco y me tragué las lágrimas que nunca deberían haber salido.
Y si pensé un solo momento en descoserte de los bajos de mi abrigo, lo olvidé al arrullo de los mil abrazos que no te he dado y de las catorce vidas que nos quedan por vivir, de las canciones a medias y los poemas que no riman. Y me coloqué delante del tren de lo que debería ser, para ser arrollada por mil kilómetros hora de prejuicios absurdos, y salté a un lado en el último momento, dejándome el alma abandonada en las vías y desollándome las palmas de las manos en las piedras del camino de tanto tropezar por no saber mirar al suelo; por estar oteando constantemente el cielo, en busca de una sonrisa sincera entre tantas nubes. Porque vaya mierda de primavera que estamos teniendo.
Y cuando se me enronqueció la voz de gritarle a la vida y tenía llagas en las yemas de los dedos, y el tequila me sabía a agua fresca, y las dos de la mañana eran demasiado pronto para todo, y no me hacía falta fumar para asfaltarme los pulmones, cogí mi vieja guitarra y le arranqué los acordes de sangre y muerte que me hacían falta para cantar lo que un día escribimos; y esperé que me hicieses los coros, pero acabé cantando a capella después de estrellar el clavijero en la cara de la sorpresa. Y cuando las palabras se negaron a abandonar mi garganta, moví las manos como mariposas ciegas, pero ninguno de los dos conocía el lenguaje de los sordos y acabamos abrazados en una misma angustia, sin necesitar nada más que entendernos.
Esta noche, tiraré la pluma por la ventana y esconderé las alas; me sacaré los ojos y te los envolveré para regalo, que al fin y al cabo lo prometido es deuda; me beberé todos los jarrones del barrio y me fumaré los pensamientos, para flotar por encima de lo que quiero olvidar; daré un descanso a mi memoria, que se agota de atesorar momentos; me arrancaré la piel a tiras, para quitar de mi cuerpo el recuerdo de los besos no dados y el rastro de tus dedos; dormiré las quinientas horas que me has robado de tantas madrugadas; dejaré salir la tristeza enquistada, para que no se me pudra dentro y envenene mis sonrisas; colgaré un cartel en mi ventana para el sol, donde ponga “No molestar”; apuntaré todo lo que tenía que decirte y que se perdió en una respiración profunda, para quemar las palabras, ahora inútiles, y hablarte en una mirada incomprensible.
Y sabes que no lo haré, porque vivir de la contradicción es mi lema y el masoquismo siempre me ha ido bien. Porque somos tú y yo, y con nosotros las cosas no podían ser de otra manera.
Y cogí una aguja oxidada y me tatué tus caricias, para no olvidarlas nunca; me lancé en una carrera suicida hacia el horizonte, queriendo alcanzar el sol e inmolarme en un corazón en llamas, para quemar las dudas y echar las cenizas de la indecisión al viento, y volar tras ellas y hostigarlas hasta que huyan más allá de Neverland, y atesorar la niñez eterna en una isla donde sólo estemos los dos juntos. Y me tiré de cabeza contra las raíces de ese árbol que conducía a un país maravilloso, a buscarte un sombrero para esa loca cabeza; y me dejé olvidado un tarro de miel en la ventana, y cuando acudieron las moscas dejé que se posasen en mi piel y ahogasen con su zumbido el temblor de mis manos; y dejé enganchada la pena al rímel seco y me tragué las lágrimas que nunca deberían haber salido.
Y si pensé un solo momento en descoserte de los bajos de mi abrigo, lo olvidé al arrullo de los mil abrazos que no te he dado y de las catorce vidas que nos quedan por vivir, de las canciones a medias y los poemas que no riman. Y me coloqué delante del tren de lo que debería ser, para ser arrollada por mil kilómetros hora de prejuicios absurdos, y salté a un lado en el último momento, dejándome el alma abandonada en las vías y desollándome las palmas de las manos en las piedras del camino de tanto tropezar por no saber mirar al suelo; por estar oteando constantemente el cielo, en busca de una sonrisa sincera entre tantas nubes. Porque vaya mierda de primavera que estamos teniendo.
Y cuando se me enronqueció la voz de gritarle a la vida y tenía llagas en las yemas de los dedos, y el tequila me sabía a agua fresca, y las dos de la mañana eran demasiado pronto para todo, y no me hacía falta fumar para asfaltarme los pulmones, cogí mi vieja guitarra y le arranqué los acordes de sangre y muerte que me hacían falta para cantar lo que un día escribimos; y esperé que me hicieses los coros, pero acabé cantando a capella después de estrellar el clavijero en la cara de la sorpresa. Y cuando las palabras se negaron a abandonar mi garganta, moví las manos como mariposas ciegas, pero ninguno de los dos conocía el lenguaje de los sordos y acabamos abrazados en una misma angustia, sin necesitar nada más que entendernos.
Esta noche, tiraré la pluma por la ventana y esconderé las alas; me sacaré los ojos y te los envolveré para regalo, que al fin y al cabo lo prometido es deuda; me beberé todos los jarrones del barrio y me fumaré los pensamientos, para flotar por encima de lo que quiero olvidar; daré un descanso a mi memoria, que se agota de atesorar momentos; me arrancaré la piel a tiras, para quitar de mi cuerpo el recuerdo de los besos no dados y el rastro de tus dedos; dormiré las quinientas horas que me has robado de tantas madrugadas; dejaré salir la tristeza enquistada, para que no se me pudra dentro y envenene mis sonrisas; colgaré un cartel en mi ventana para el sol, donde ponga “No molestar”; apuntaré todo lo que tenía que decirte y que se perdió en una respiración profunda, para quemar las palabras, ahora inútiles, y hablarte en una mirada incomprensible.
Y sabes que no lo haré, porque vivir de la contradicción es mi lema y el masoquismo siempre me ha ido bien. Porque somos tú y yo, y con nosotros las cosas no podían ser de otra manera.
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