lunes, 9 de mayo de 2011

Diario


Madrid, 8 de mayo:


Seguro que esta situación te resulta familiar…

Te encuentras en tu habitación, ese lugar sagrado que recoge tu esencia más oculta, ese oasis de soledad en un mundo absurdo y aglomerado, esa fortaleza que te permite ser lo que quieras tras sus muros; impenetrable, inaccesible, inalcanzable para los demás.

Estás sentado junto a tu mesa y delante tienes… una hoja en blanco. Tranquilo, no te asustes. Esto es algo que estás leyendo, por lo tanto es ficción y no tienes de qué preocuparte. No puede atacarte desde aquí.

Pero es cierto, delante tienes un folio en blanco. Una hoja, un objeto inanimado (dicen los ingenuos), extraído directamente del corazón de un árbol noble, de superficie lisa, de tacto suave, sugerente, que te invita con un guiño seductor a que la mancilles, a que la violentes imprimiendo tu estampa y tu huella, en ella. Es una llamada a la que muy pocos saben resistirse; la mayoría, débiles, en cuanto ven una de ellas, se sienten irremediablemente atraídos y sin poder contenerse, ¡zas! una palabra, un trazo, un borrón, una mancha… lo que sea. Inmediatamente después, desconocen el por qué, pero se sienten… aliviados. Tranquilos.

Yo me encuentro delante de una de ellas. Justo ahora. Pero no es el mismo caso. No es ella quien se me ha aparecido delante para embaucarme, no. Esta vez la he llamado yo. Tengo delante una hoja en blanco, y quiero escribir algo. Lo que sea. Pero no puedo.

Es posible que, si has estado un poco perdido en los últimos párrafos, sepas ahora comprender mejor de qué estoy hablando.

Verás, yo, siempre he querido ser escritor. Y la razón de ello es ni más ni menos, que me siento incapaz de serlo. He probado muchas cosas a lo largo de mi, por otra parte, joven vida. He jugado con los riesgos y con los vicios, y me he autoevaluado poniéndome delante las empresas más difíciles. Pero… ¿escribir? No, eso es imposible.

Un amigo, que sí es escritor (y por lo tanto, no puedo evitar sentir una gran admiración por todo lo que él hace) me dijo un día que me colocara delante de un papel, con el bolígrafo o el lápiz en la mano, y que simplemente escribiese lo primero que se me pasase por la cabeza. Lo que fuera. Cualquier cosa.

Yo, no voy a negártelo, era bastante incrédulo al respecto. Si escribir fuera tan fácil como hacer eso el mundo estaría lleno de escritores. Y efectivamente, aquí tengo la prueba más irrefutable de que estaba en lo cierto. Me encuentro delante de un folio en blanco, con una pluma en la mano y no estoy escribiendo.

Hay dos posibilidades, que mi amigo ande errado, o que yo esté haciendo algo mal. Desde luego, mi amigo no puede haberse equivocado. Así que el problema, soy yo. O más concretamente, el problema es que no estoy escribiendo lo primero que se me ha pasado por la mente. ¿Y sabes por qué? Porque ahora mismo estoy pensando en un gato.

No se trata de un gato cualquiera sino del gato de mi vecina. Siempre anda colándose en nuestra terraza, como si se pensase que es el amo del lugar y que el mundo entero le pertenece. Es un animal horripilante, desgarbado, anda cojo de la pata derecha trasera, pero ello no le impide trepar y saltar a donde le viene en gana. Como abrigo luce un pelaje negro marchito, con calvas en algunas zonas, sin brillo ni lustre, que sin duda en numerosas ocasiones ha sido el hogar preferido por garrapatas y otros parásitos. El rabo que siempre lleva inhiesto, está cercenado por la punta y en su lugar solo queda un muñón atrófico. De las orejas, una la tiene mordida, arrancado un extremo, posiblemente en una reyerta callejera. Los bigotes de alambre, despeinados, son la prolongación de una mirada feroz, maléfica, que se te clava directamente en las pupilas y que te persigue incluso cuando ya no lo ves.

Es una bestia salvaje, que más de una vez he sentido vigilándome, atento a cualquier desliz, cualquier signo de debilidad para saltar sobre mí y hundir sus afiladas uñas de acero en mi piel, en mi cara. Y ahora, me está observando. A través del cristal de la ventana de la terraza que da a mi habitación, y que siempre tengo cerrada, su forma inconfundible me oprime incluso aquí dentro, a salvo, en mi santuario. Mirándome directamente, sin apartar ni un segundo la vista, sus ojos rasgados me dejan ver como si se tratase de agua toda su maldad. Este no es un animal común, por sus venas corre la sangre del mismo gato que condujo a la locura a Poe, es el demonio personificado. Debería acabar con él, antes de que él acabe conmigo.

-Fluflú, fluflú, ven gatito bonito, ven con mamá…

El gato diabólico, ante la llamada de su dueña se ha vuelto por fin y yo puedo descansar de su prisión hipnótica. Esa estúpida….encima tiene el valor de alimentar a una alimaña como ésa. Claro, quién sino alguien como mi vecina podría sentirse feliz acogiendo en su hogar a una alimaña. Mujer estúpida… No es más que una ignorante y una paleta. Por supuesto, conviviendo con semejante espécimen de ser humano, ¿qué podía devenirle al pobre gato?

En el fondo no es más que una criatura desamparada que, un día, fue un gatito, un minino cariñoso y juguetón. Con un pelaje negro brillante, tan suave como la seda, que darían ganas de estarle acariciando constantemente. Una pequeña cría separada de su madre tempranamente para poder ser vendida en una tienda de animales explotando su encanto de bebé. Llegado el momento apropiado, una familia, sin duda con niños, lo comprarían llenos de ilusión.

Lo llevarían a casa, le pondrían un lazo de color azul alrededor del cuello. Le darían un ovillo de lana para jugar y un cascabel. Dejarían que les mordiese el dedo y que les clavase sus pequeñas uñitas en la mano, porque no harían daño. Su morrito curioso les haría cosquillas en la oreja mientras durmiesen y con un gesto involuntario, acudirían a acariciarle la barriguita peluda. Disfrutarían de sus ronroneos, de cómo se frotaba contra las piernas, de cómo mordía los zapatos y arañaba los muebles. Lo alimentarían, lo cuidarían y lo querrían. Hasta un día. Después ya no. Después se cansarían, se aburrirían de él. Dejarían de quererlo. Es posible que se hiciera demasiado grande, que cada vez destrozase más los muebles, la ropa, los jarrones decorativos que tiraría al suelo. Sus uñas arañarían de verdad y, ¡Dios no lo quiera, podría saltar sobre alguno de los niños y morderlo! Sí, de una adorable mascota habría pasado a ser un animal salvaje, peligroso. Una amenaza en el hogar, que no podía ser tolerada.

Y así el gato, el desdichado gato, sin saber por qué, sin haber hecho nada malo, sin ser consciente de lo que implica tener una familia, sería abandonado, en la calle.

Allí descubriría un nuevo mundo terrible y cruel. Donde todo son dificultades, donde no encuentras más que deshechos para llevarte a la boca, donde todos son tus adversarios, todos buscan pelea y al final, solo estás tú para lamerte las heridas. Allí perdería la punta de su rabo y el extremo de su oreja izquierda. Allí quedaría tullido de una pata. Allí aprendería lo que es la soledad y que nadie te quiera, que a nadie le importes.

En realidad esos ojos rasgados, a través del cristal de la ventana de mi habitación, lo único que gritan es auxilio, ayuda. Y su lomo surcado de cicatrices no es más que un cuadro de todas las penurias sufridas. Pobre animal. Pobre ser vivo. Ahora quisiera levantarme y acariciarle, demostrarle mi cariño, reconfortarle un poco con mi presencia. Pero se ha ido.

Se ha ido tras esa vieja chismosa y entrometida. No es más que una cotilla que tras no haber trabajado de verdad en su vida se dedica a molestar a los demás, a malmeter entre los vecinos.

Cada vez que la he oído hablar no ha sido más que para soltar mentiras por esa boca de víbora que tiene. Cuando me la encuentro por la escalera y me sonríe, arqueando los labios pintados en una mueca grotesca, falsa, deshonesta, no puedo evitar sentir las náuseas hirviendo en mi estómago. Su apariencia es tan repulsiva que me cuesta mirarla a los ojos; unos ojos pequeños, maliciosos, escrutadores, que andan a la caza de la imperfección, del error, de la equivocación, para luego poder clamarlos a los siete vientos y reírse a su costa.

Su afectación es tal, en cada gesto que hace, en cada frase que dice, que parece que estuviera representando un papel secundario, intentando que se semejase al protagonista. Sus manos grasientas y sucias, su ropa de treintañera cuando sobrepasa los cincuenta, su pelo teñido de zanahoria porque es demasiado tacaña como para ir a la peluquería y le pide a una hermana que se lo haga. Las uñas larguísimas, pintadas de los colores más estrambóticos, la excesiva sucesión de cadenas de santos y vírgenes adosadas al cuello como una correa. Y esa verruga… esa verruga enorme, gigantesca, marrón, que sobresale junto a su labio superior y que está coronada justo en su mismo centro por un pelo negro tieso.

Estoy convencido de que esa verruga es el centro de poder de toda su maldad. Debería extirpársela, como si se tratara de un tumor maligno. Ahora mismo. No debo esperar más. Cuanto antes libre al mundo de ese ser, mejor.

Así pues me levanto, abandono la infructífera pluma y como un torbellino desatado, abro la puerta de mi casa y cruzo los escasos metros que separan mi puerta de la de la temible gorgona. Miro decidido la madera; dudo entre si aporrearla hasta que me abra o intentar derribarla de una patada. No sé que haré una vez esté en el interior pero ni siquiera me lo planteo. No es momento de pensar sino de actuar. Actuar, actuar, actuar. Pero de repente, justo cuando tengo mi brazo flexionado, en el ángulo perfecto para descargar mi puño contra esa última frontera, escucho algo, un rumor que viene desde dentro y no parece que provenga de ningún aparato electrónico. Escucho con mayor atención, pegando mi oreja a la madera. En seguida lo descubro y me espanto: son sollozos. Está llorando. Ella, la bruja, la arpía, está llorando. ¿Por qué! ¿Por qué está llorando!

Todos mis planes de actuación de desintegran en un segundo. No soporto las lágrimas. No soporto ver a la gente llorar, ni siquiera en las películas. Todo ese….proceso, me asquea. Los ojos hinchados, las narices mocosas, goteantes, los gemidos, los balbuceos, los gimoteos, las palabras sin sentido, los pañuelos llenos de sustancias verdosas y pringosas…. No puedo entrar ahí. Es más, debería desaparecer ahora mismo antes de que por algún poder extrasensorial me detecte al otro lado de la puerta y la abra, porque entonces, me encontraré frente a ella y..., y..., ¡no puedo enfrentarme a eso!

Retrocedo siguiendo los pasos decididos que marqué antes, ahora con un sentimiento rallante en el pánico irracional. Cruzo de nuevo el umbral de mi casa, vencido y derrotado, me dirijo a mi habitación, cierro la puerta tras de mí y me siento como si nada hubiera sucedido ante mi mesa de trabajo. Noto que las manos me tiemblan levemente. No puedo quitarme de la cabeza esos sollozos. Y pensar que esa persona abatida se encuentra justo al otro lado de mi pared…

Pobre mujer. Ahora lo único que me inspira es compasión. No es más que un desdichado ser patético e incomprendido. ¿Qué derecho tengo yo a juzgarla? Quizá su personalidad actual no sea más que el resultado de años y años de aislamiento social, de vacío, de soledad. A fin de cuentas. ¿Quién es ella? Sé que se llama Ana Rosa, Ana Rosa Panadero. Lo sé por su buzón. Panadero. ¿Qué puede esperarle a una niña pequeña que se apellida así en colegio?

Seguro que de pequeña era una niña encantadora, probablemente un poco comilona, a la que le encantaban las gominolas y por eso siempre estuvo algo rechonchita. Tendría una cara redonda, redonda como un queso. Con unos carrillos carnosos ideales para los pellizcos de las abuelas y las señoras mayores. Se vestiría un poco estrafalariamente, porque siempre heredaría de su hermana mayor la ropa, dada de sí y con agujeros de anteriores caídas y peleas.

Sería una niña muy sensible, un poco ñoña, de ésas que lloran por cualquier cosa y siempre se están chivando, pero a la que le encantan los animales y no soporta ver cómo los niños torturan a los insectos o tiran piedras a los perros. Los primeros días iría a clase aferrada a su muñeco preferido, no queriendo soltarse de él hasta que viera de nuevo a su madre. Una niña tímida, algo patosa, a la que no se le dan bien los deportes y por ello, sufriría las burlas de sus compañeros. Probablemente no formó parte de un grupo de niñas. O si lo hizo, fue solo porque ellas la aceptaron para sentirse superiores a ella. Al crecer, su timidez y su introversión irían creciendo a causa de la inaceptación de sus compañeros de clase y de su baja autoestima. No despuntaría en ningún campo en particular, y ella lo preferiría así para no llamar la atención. Los años de instituto pasarían por ser una sucesión de días vacíos e insulsos, en los que su máximo empeño resultaría no ser torturada por ningún niñato cruel, o por la más popular de la clase. Aprendería a acumular resentimiento y odio contra el mundo, que no la ayudaba y que permitía que ella sufriese de esa manera. Su familia sería el único apoyo constante pero aún así insuficiente a la hora de compensarla por todos los malos ratos pasados.

Su crecimiento físico y emocional continuarían avanzando, no así el intelectual, me atrevo a asegurar. Ser un marginado no es fácil, y ser un marginado poco avispado menos aún. ¿Qué futuro podría haber para ella? Estaría destinada a ser una fracasada y los fracasados no tienen cabida en nuestro mundo. Su camino sería arduo y difícil. Al terminar el instituto entraría a trabajar a una tienda de algún tipo, tal vez de ropa. O tal vez en la pastelería de su familia. O en un estanco. Allí donde fuere, conocería, para su desgracia, al hombre que le rompería por primera vez el corazón.

Un hombre más mayor que ella pero todavía joven, de esos que se las dan de machos cuando en realidad lo único que guardan en su interior es una inseguridad pueril y una dependencia digna de Edipo hacia su madre. Este gallo expulsado del corral entraría haciendo gala de un poder sensual inexistente y de un caché y estilo cuanto menos, cuestionables. Vería en ella una presa vulnerable y fácil de conseguir; con unas pocas palabras amables que se encuentran en cualquier manual básico de seducción, conseguiría empezar a salir con ella. Poco a poco la iría camelando como se enrolla el algodón dulce en un palito. Hasta que finalmente cuando la joven e inocente Ana Rosa hubiese dejado caer todas sus paupérrimas defensas, se abalanzaría sobre ella, exprimiéndola el alma y el cuerpo hasta que no quedase nada de valor. Una vez logrado el objetivo original, se desharía de ella. Puede que con hermosas palabritas escritas en una carta, a estilo novelesco. Puede que directamente no hubiese despedida y que un día ella se encontrase con un silencio de respuesta y una ausencia de compañero. Más realista.

Pasaría semanas llorando (horror), días y noches enteros. Sin parar. Desolada, sintiéndose el ser más desgraciado de la tierra, abandonada toda esperanza de alcanzar la felicidad, atisbada por un momento. Y para qué continuar con este calvario. Decepción tras decepción, desgracia tras desgracia, tristeza tras tristeza. Hasta que finalmente, lo único que le queda es un gato repudiado como ella, y un vecino neurótico, mentalmente insano, con trastorno de personalidad y aires de esquizofrenia. Un genio, eso sí, una mente brillante y sin parangón en su tiempo… un genio que no obstante no sabe escribir. Porque esto no es escribir, amigo mío, esto es desvariar.

¿Conoces la sensación que te embarga cuando estás a punto de cometer una locura? ¿Una acción extraña, fuera de lo común que no tiene ningún sentido y de la que probablemente no sacarás provecho alguno? Sí, la conoces. Si no fueras del tipo de personas que la sienten de vez en cuando no estaríamos hablando ahora. Pues bien, yo la estoy sintiendo ahora. Sí, voy a hacer una locura. ¿Sabes cuál? ¡Já! Pues no te la pienso decir.

Bueno de acuerdo, te la diré, pero sólo porque siento que tenemos una gran afinidad. Voy a dejar caer la pluma sobre la mesa de nuevo, voy a abandonar mi sancta santórum y voy a hacer una visita a Ana Rosa y a su gato. Continuaremos nuestra conversación más adelante.

Por si no regreso con vida: quiero que me entierren como a los faraones egipcios y que mis órganos vitales sean repartidos con equidad entre mis familiares. A ver si así consigo transmitirles un poco de juicio, aunque sea desde ultratumba.

5 comentarios:

Sara dijo...

Es muy largo, lo sé. Lo siento. Cualquier corrección o crítica será bien recibida. ¡Menos que lo abrevie! porque eso, soy incapaz de hacerlo.
=)

Daniel Rosselló Rubio dijo...

Joder sara, si algún dia hacen una peli basada en un libro tuyo tendrán que dividirla en dos XDXD

muy bueno, genial la combinación de descripción asquerosa, piedad y paranoias del muchacho:)

Sara dijo...

Já! entonces seré tan guay como los potters y los crepusculianos! qué honor! Me lo tomaré como un cumplido. :P

Pero... increíble lo has leído entero! pensé que nadie lo haría... te mereces un premio! en serio! (hablaré con Bea xP )

Eso es justo lo que me interesaba, yupi! Muchas gracias =D

Pura dijo...

Sara:
No puedes dejar de ser tú; por mucho que te intentes poner sádica, violenta, incluso sangrienta, al final te sale tu gran corazón, y no es broma.
Es estupendo. Enhorabuena

C.S dijo...

jajaja bueno, vale, cuando yo dije raro mentía, esto sí que es raro xD Me encanta como escribes, maldita! jajaja, debería hacer una lista de las mil geniales palabras que has utilizado para crear todas esas maravillosas descripciones. Como bien dice Pura, te puede el heart to heart, luego dirás, pero eres muy magnánima jajaja. Me ha gustado mucho el tono, entre tierno y cómico, incluso cuando la narración era más cruel, aunque éste oscila y creo que se tamablea un pelo hacia el final. Es un texto tan largo (ñañaña) que tendré que imprimirmelo para hacerte una crítica de esas que tu ahces, y que esté a tu altura xD. Pero me ha gustado mucho, porque es muy tuyo, aunque sea raro. Y porque es muy largo y está colgado, es decir que mantengo mi esperanza de que, si te encierro en un zulo me puedas hacer amiga de Potentada y vender varios miles de copias de tus Best Seller. :P