sábado, 18 de febrero de 2012

Uroboros

Esta mano es mía. 

Le escribí en su mano con el rotulador negro. Luego dibuje líneas retorcidas que iban por su mano hasta crear una espiral en su palma. Ella cogió el rotulador.

 Este cuello es mío.

 Y encima una marca de pintalabios. El humo blanco y espeso envolvía la habitación con su ligero abrazo. Las persianas bajadas, la luz encendida. Nos reíamos de vez en cuando, sin ningún motivo aparente, sin ningún detonante. Miraba sus ojos durante minutos. Veía como se convertían en dos soles azul oscuro. No podía escapar.

 A veces me ponía a temblar. Me abrazaba a sus piernas. Observaba la ceniza. La ceniza regaba todo el suelo de parquet. Era como el agua de rocío que debía bañar los mundos calcinados. Humo por todas partes. Su risa. Y cuando apagué la luz, penumbra. 

El colchón sin colcha era frío. Y el techo parecía estar muy alto y muy bajo al mismo tiempo. Levantaba la mano para intentar alcanzarlo. Ella levantaba su mano y alcanzaba la mía. 

 -Esta mano es mía. 

 Cerraba los ojos y veía esferas de luz amarilla y anaranjada. Ella se levantó para poner música a poco volumen. El cuaderno estaba demasiado lejos como para alcanzarlo con el brazo. Fui arrastrándome escalando por su espalda. El cuaderno estaba en la mesilla. Lo alcancé. Ella se dio la vuelta. 

-Este cuello es mío. 

Leyó en voz alta. Yo escuché. Rehíce el camino a rastras. Cogí el rotulador negro. Abrí el cuaderno. Ella se incorporó. Su cabeza apareció por encima de mi hombro derecho. Se apoyó en él. Notaba su respiración en el cuello. Notaba mechones de su pelo rozando mi espalda. Había perdido la noción del tiempo. Miraba el papel en blanco del cuaderno. Mi mano sujetaba el rotulador. Ella fumaba a mí lado. Más y más humo. Toneladas de humo. Estábamos en el interior de una nube. Sumergidos. Suspendidos. A cinco mil metros de altura. Los pájaros se reían. Si miraba al suelo veía manchas oscuras y verdes. Tierra y bosques. Lagos de azoteas. 

Empecé a escribir: Los peces de colores, nadan alrededor de tus tobillos. El agua es gélida. Gélida y transparente. Pero somos un iceberg. Somos una isla. Tu boca es un arrecife de coral. Ella lo leía en voz alta. Se reía. Yo también. Me mareaba. Tiré el cuaderno y el rotulador al suelo. Mi cabeza cayó en su regazo. Ella me mira a mí. Yo miro al cielo. Un cielo con dos soles de color azul oscuro. Su mano me acaricia el pelo. Agarro con suavidad su muñeca. Me detengo a observar su piel. Es blanca como el mármol. De vez en cuando aparece algún pequeño lunar. Arena del desierto en la que hay esparcidas unas pocas piedrecitas de obsidiana. 

 -Esta mano es mía. 

Vuelvo a mirar la ceniza. Es un océano de ceniza. Insondable. Oscuro. Sin vida. Con un gran remolino. Quiere tragarse y llevar a su fondo a todo lo que tiene alrededor: la cama, nosotros, las latas vacías de cerveza, el cuaderno y el rotulador, incluso el humo. El borde la cama es un precipicio. Golpean las olas contra el acantilado. Una y otra vez. Una y otra vez. Sus piernas de sirena me rodean. Me protegen. Busco refugio en su cuello. Abajo el oleaje se enfurece. La espuma parece brillar en la penumbra como el color blanco bajo los rayos ultravioleta. No dejo de pensar que yo estoy aquí arriba y el mar ahí abajo. Nieva dentro de la habitación o llueven plumas de cuervo. Doy otra calada. La cama gira. Ella me abraza. Pasa la yema del dedo índice por aquellas palabras pintadas con rotulador negro y dice:

 -Este cuello es mío.

 Le digo que me cuente cualquier cosa, lo que sea. Ella comienza a hablar bajito, casi en susurros. Yo cierro los ojos. Su voz lo envuelve todo. Está en mis oídos y en mis párpados. Entre la tela del colchón y entre la pintura de la pared. Su voz es perfume, es primavera, es electricidad. Su voz duele y mece, araña el alma, me parte en dos y me recompone, me reconforta. Combate mi fiebre. Mi fiebre. Me calma. Su lengua es una aspirina efervescente y la mía es agua. Sigue hablando, las palabras salen sin mucho espacio unas de otras. Es como el murmullo de un río. Me cuenta lo que quiere llegar a ser. Lo que le gustaba cuando era pequeña. La primera vez que sintió tristeza. Una tristeza enorme y abrumadora. Como una tormenta llena de rayos y truenos. Una tristeza que la dejó hueca por dentro. Una tristeza que la convirtió en porcelana. Una tristeza, que pese a superarla, le dejó cierto brillo en la mirada. Un brillo mate. Extraño. Un brillo que compartimos.

2 comentarios:

Daniel Rosselló Rubio dijo...

Guay! Lo mejor las imágenes de la cama en medio de las olas

Pura dijo...

¡Qué bonito, Mario! Y qué cantidad de información y de iágenes en tan pocas palabras. Es una historia de amor preciosa.