miércoles, 7 de marzo de 2012

Escritos Colectivos

Hay un pueblo pequeño, en algún lugar remoto de este insignificante planeta, que es víctima de una maldición nacida del odio y del rencor de uno de sus fundadores. Un pueblo atrapado  en su propia marginación, buscada a propósito por un grupo de jóvenes que un día abandonaron su gran ciudad para vivir en una comunidad independiente, utópica, donde harían florecer sus sueños comunes de felicidad rodeados de la naturaleza más pura y fascinante que pudiesen encontrar en los confines del planeta.

La cosa había ido bien al principio. Todos tenían los mismos ideales, los mismos sueños, aproximadamente, las mismas edades. La idea era crear un espacio en el que no hubiera propiedad ni coacciones, de forma que no existiera más norma que respetar al otro como si tú mismo fueras él. No habría autoridad, ni gobernantes, y las decisiones se tomaban todas las noches cuando, al caer la tarde, se reunían en la casa más grande de aquel pueblo abandonado que habían ocupado meses atrás.

Todo parecía un sueño. No había peleas, intercambiaban cosas en lugar de comprarlas (porque sabían que el dinero traía problemas), no había discusiones mayores que las provocadas por la decisión de la cena... Pero, evidentemente, no iba a se así siempre. Los problemas empezaron a surgir. Cosas como el tamaño de las casas ocupadas o el cambio justo de bienes fueron las que lo desataron todo.

¿Por qué mi casa no mira al bosque? decían unos, ¿por qué la mía no mira al este? decían otros. Empezó a brotar la envidia. Los vecinos recibían mejores raciones de comida, trabajaban menos, les miraban mal. La desconfianza empezó a recorrer la comunidad, y la enemistad. Se formaron grupos con un líder. Empezaron las peleas.

Los ciudadanos se reunían en consejos para intentar buscar una solución entre todos ellos, pero los líderes mostraban sus ideales y todos se separaban, agrupándose en torno a aquel que les gustaba. Pero la cosa no terminaba ahí. La maldición se hacía notar cuando estallaban las disputas. Las armas empezaron a nacer en las sociedades y con ellas surgió el poder. Ante él todo está perdido. Cada una de las diferencias pasó a medirse en poder. El más poderoso tenía lo que quería, u el menos poderoso trataba de ganarse la vida. El poder gluía de unos a otros al igual que el pueblo crecía y las armas se cambiaban. Los grupos separaron la ciudad en líderes, mientras todos y cada uno de ellos siempre quería más y más, El problema parecía agravarse sin encontrar solución. Pero todo tiene un límite.

Las noticias del conflicto llegaron al resto del mundo, y el conflicto se convirtió en un espectáculo mediático. Equipos de televisión llegaban de todas partes del mundo para dar cuenta del fracasso de una supuesta utopía, incluso se creó un reallity show que seguía la vida de varios de los líderes durante su día a día en la lucha por el control de esa pacífica unión. El mundo capitalista se àrtía de risa con el infortunio de aquellos a los que consideraban unos "vagos cobardes incapaces de adaptarse al mundo real". Pero todo cambió con las primeras víctimas.

Las muertes se sucedieron entre pobladores de la utópica aldea, pero el mundo no hizo nada. "Más realismo" decía la audiencia. Sin embargo, cuando una bala perdida acabó con la vida de un periodista, el mundo no tardó en tomar medidas. Cualquier persona con la edad apropiada para luchar residente en el pueblo fue arrestada y hubo algunas ejecuciones públicas (y otras no tan públicas). Los niños fueron dados en adopción. Ahora, en el pueblo solo quedan los fundadores, ancianos que se culpan unos a otros de la muerte y encarcelación de sus hijos y del arrebatamiento de sis nietos, que una vez fueron amigos y que ahora solo aguardan al muerte, odiándose los unos al los otros.

1 comentario:

Pura dijo...

Hay que ver qué mal acaban nuestros intentos utópicos...Alguna vez deberíamos cambiar esto ¿no?