Sabe a arena, a estela de cometas, a vacío. Me atraviesa la garganta, me absorbe, me empuja, me lanza de piedra en piedra, y de baldosa en baldosa. Me estanca, me aleja. Convierte mi piel en escamas color verde musgo. Y pegado al tronco de los árboles el viento es el único que me despeina. Paso de hora en hora y de día en día diluyéndome como la acuarela, como las bandadas de palomas de humo que cruzan el cielo y al siguiente instante se desintegran. Tuerzo las esquinas de las esquirlas de metal en busca de refugio. Escalo la cubertería, me pierdo entre tus sabanas y renazco de la ceniza de tus cigarrillos. Me envuelve la hierba y el barro, el asfalto, el liquen. Y se pegan a mi paladar, a mis córneas, a mis dientes páginas de mil cuadernos. Y me trago la tinta, y todo sabe a historias rotas y finales difusos. A nudos y a serrín, a sangre y tristeza. A estados de coma y a puntos de sutura.
Luego vuelo en círculos acechando tu taza de café, tus horas de sueño. Luego intento bucear a pulmón en tu perfume, intento tatuarme en cada una de tus huellas dactilares. El cielo tiene el color de lo que expulsan los tubos de escape, el agua sabe a sábado nada más despertar. No dejo de dar vueltas. No dejo de pensar, de buscar silencio y algún lugar sin tiempo ni espacio, solo calma y largas horas de llamaradas azules alrededor. Busco un atardecer infinito que me envuelva en el fuego que despides. Descuartizo mis sueños y los entierro. En mi cabeza resuena el eco atronador de mil tormentas. Y mis venas estallan en fuegos artificiales, no dejan de aparecer animales por la sala de estar y las infusiones se ríen a carcajadas. A las cartas postales les han salido alas y se escapan de unos buzones que intentan devorarlas. Las personas olvidaron sus rostros y sus nombres, y en vez de bocas tienen un acordeón y botones por ojos. Caminan por la calle como ruedan las piedras por las laderas. Sus almas pesan y son pastosas como la pasta de papel pero mucho más grisácea. Respiran y se mueven al compás. Con sus paraguas, sus bolsos, sus maletines. Y guardan la oscuridad en bolsas y luego se la beben cuando nadie mira, después sonríen y prosiguen su eterno camino.
El Sol guiña los ojos y gruñe. La Luna es una inmensa aspirina efervescente. Como efervescente se vuelve la ropa ante esta lluvia ácida, ante esta marea negra, ante esta avalancha de porcelana rota. Y para matar el tiempo devoro a Saturno, salto sin paracaídas, dibujo silencio. Y colecciono las promesas escritas en servilletas de papel que hay abandonadas por la acera. Diviso las cuevas donde se esconden aquellos que tienen la derrota grabada a navaja en la frente. Y los minutos en el metro son como horas, como una espesa manta que tapa cada poro. En el subsuelo, sobre la atmósfera, en cualquier parte.
Se arremolinan las nubes, arde Roma, se desbocan los caballos, explota la tos, muere la risa, suenan las campanas, los incendios salpican, la pimienta huye. Todo se acaba mezclando. Todo tan eterno y tan poco duradero como de costumbre, todo tan inútil: laberintos llenos de puertas y ventanas, ruedas pinchadas, pasos en falso. Y los trucos de magia no tienen ningún truco, las sopas de letras saben a papel de periódico. Y revientan los tímpanos de las iglesias, y se paran los corazones de las piedras. Los cuervos llevan el misterio agarrado del pico, los elefantes pierden la memoria a cabezazos contra una realidad que languidece dada de la mano de una locura púrpura y espesa, muy salada, más que el mar. Y graniza en algún lugar entre mis pulmones y tiembla el suelo y salen cosas de la chimenea. Todo está borroso, abandonado en mitad de un desierto de vidrio, sin norte ni sur, ni viento, ni cielo, ni sombra.
Luego vuelo en círculos acechando tu taza de café, tus horas de sueño. Luego intento bucear a pulmón en tu perfume, intento tatuarme en cada una de tus huellas dactilares. El cielo tiene el color de lo que expulsan los tubos de escape, el agua sabe a sábado nada más despertar. No dejo de dar vueltas. No dejo de pensar, de buscar silencio y algún lugar sin tiempo ni espacio, solo calma y largas horas de llamaradas azules alrededor. Busco un atardecer infinito que me envuelva en el fuego que despides. Descuartizo mis sueños y los entierro. En mi cabeza resuena el eco atronador de mil tormentas. Y mis venas estallan en fuegos artificiales, no dejan de aparecer animales por la sala de estar y las infusiones se ríen a carcajadas. A las cartas postales les han salido alas y se escapan de unos buzones que intentan devorarlas. Las personas olvidaron sus rostros y sus nombres, y en vez de bocas tienen un acordeón y botones por ojos. Caminan por la calle como ruedan las piedras por las laderas. Sus almas pesan y son pastosas como la pasta de papel pero mucho más grisácea. Respiran y se mueven al compás. Con sus paraguas, sus bolsos, sus maletines. Y guardan la oscuridad en bolsas y luego se la beben cuando nadie mira, después sonríen y prosiguen su eterno camino.
El Sol guiña los ojos y gruñe. La Luna es una inmensa aspirina efervescente. Como efervescente se vuelve la ropa ante esta lluvia ácida, ante esta marea negra, ante esta avalancha de porcelana rota. Y para matar el tiempo devoro a Saturno, salto sin paracaídas, dibujo silencio. Y colecciono las promesas escritas en servilletas de papel que hay abandonadas por la acera. Diviso las cuevas donde se esconden aquellos que tienen la derrota grabada a navaja en la frente. Y los minutos en el metro son como horas, como una espesa manta que tapa cada poro. En el subsuelo, sobre la atmósfera, en cualquier parte.
Se arremolinan las nubes, arde Roma, se desbocan los caballos, explota la tos, muere la risa, suenan las campanas, los incendios salpican, la pimienta huye. Todo se acaba mezclando. Todo tan eterno y tan poco duradero como de costumbre, todo tan inútil: laberintos llenos de puertas y ventanas, ruedas pinchadas, pasos en falso. Y los trucos de magia no tienen ningún truco, las sopas de letras saben a papel de periódico. Y revientan los tímpanos de las iglesias, y se paran los corazones de las piedras. Los cuervos llevan el misterio agarrado del pico, los elefantes pierden la memoria a cabezazos contra una realidad que languidece dada de la mano de una locura púrpura y espesa, muy salada, más que el mar. Y graniza en algún lugar entre mis pulmones y tiembla el suelo y salen cosas de la chimenea. Todo está borroso, abandonado en mitad de un desierto de vidrio, sin norte ni sur, ni viento, ni cielo, ni sombra.
3 comentarios:
Ay Mario, qué bueno! Sobre todo el principio y el final. Echaba de menos tal condensación de sensaciones ;)
Muchas gracias Carlota!!
ya era hora de colgar algo nuevo xD
Me encanta lo de "Y revientan los tímpanos de las iglesias". Me encanta todo, en general y, como dice Carlota, la gran cantidad de sensaciones que transmite el texto. Genial!
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