Desorientado y confuso como cuando suena el despertador a deshora, como cuando amanece diez minutos tarde. Con aroma a día de lluvia, a noche cerrada y descolorido como una foto de hace años, como un dibujo a carboncillo que poco a poco perdió su contenido, y su forma, y su mensaje. Pasan las horas. Tiembla el suelo. Monotonía. Desde la sala de estar a la más alta torre truena y llueve el eco de los pasos que una vez diste. Me ciegan de recuerdos. Me inmovilizan. Me atan al techo. Me queman por dentro. Mil sonidos. Mil imágenes. Ningún sentido. Tus caricias abriéndome heridas. Tu perfume me asfixia. No hay escapatoria. Me rodea siempre el mismo camino. El mismo árido paisaje. Toneladas de bruma. Siglos de andar sin dirección. Sopla el viento. Cae la Luna en tus pupilas, el Sol no sale. Todos los relojes se han parado. Y de beber sirven agitado insomnio con hielo en una copa que siempre tiene la huella candente de tu carmín. Veinticuatro horas preso. Y al despertar mi saliva es arena y tu presencia humo. Y al despertar no me he despertado todavía. Mi cabeza parece romperse en mil piezas que no encajan. No encuentro las palabras para componer ni siquiera un “buenos días”. El café se transforma en hormigón y el azúcar en cristal. Cierro los ojos. Los abro. Nada cambia. Todo sigue en su lugar. El mismo polvo. Los mismos colores. Las mismas quejas. Este continúo atardecer. Esta búsqueda eterna. Este manantial de agua color musgo y hasta arriba de estrés. Este pasadizo que está hasta arriba de pasos en falso.
En la calle subsiste mal grapado el espectáculo de todos los días. Se pone en marcha con una moneda, se apaga cuando nadie mira. Se resquebraja el azul del cielo, todo parece de cartón. Nada es consistente pero aún así es real. Vuela el periódico. Los almacenes están llenos de gritos. Los camiones caen por un curioso efecto dominó. Los pájaros se marchan, revolotean, cantan. Los gatos callejeros observan y sonríen, debajo de los coches, perdidos entre arbustos. A veces llueve té y otras, meteoritos. Sopla el destino huracanes. Las casualidades se agolpan en una cadena de latigazos y traspiés. ¿Qué brilla a lo lejos? ¿por qué llorarán las farolas? Las paredes caen como si fueran de papel mojado. Las luciérnagas brillan y brillan. Crece el liquen. Se evapora el café. Estallan avalanchas de nieve. Se ahoga Venecia.
Que se respiran azulejos de ceniza que pesan como losas. Que las sonrisas son de tinta azul, los días de la semana bloques de granito. Todo despide radiación. Las palomas mensajeras pierden el hilo. Que todo está fuera de control, que todo gira. Que tus labios parecen de aceite y los míos de agua, que nunca se mezclan. Que los volcanes emergen, que las ventanas se cierran. Mis decisiones me mastican y me tiño la mirada con una interrogación. Que mis pasos son tan débiles como la llama de una vela. El viento me arrastra lejos aunque no me mueve del sitio.
Se cultivan precipicios, se pintan ojeras. Se riega con cemento. Se purifica con fuego. Tú te marchas. Yo lo intento. Te sigo con la mirada pero soy yo quién se pierde de vista. La vida parece una obra de sombras chinas. Una lluvia torrencial de colores de acuarela. Difumino mis contornos, ato las imágenes que conservo de ti, con doble nudo, a mis papilas gustativas. Y me saben cómo se siente el agua oxigenada en las heridas abiertas. A esa pizca melancólica que se vierte cuando las nubes cubren París. Al terror que produce el infinito. Al impacto contra el agua gélida del Ártico.
3 comentarios:
¡¡¡El caos!!! ¡¡¡El apocalipsis!!! ¿si no estás tú? ¿y si estás?
Fenomenal, Mario.
Me quedo con lo de " tus labios son de aceite y los míos de agua, que nunca se juntan" :)
Waooo! Para variar, me ha encantado.
Yo también me quedo con esa frase, y con "A esa pizca melancólica que se vierte cuando las nubes cubren París".
Me sugiere dos cosas: el -Apocalipsis, como ha dicho Pura (al fin y al cabo, el café se ha evaporado y Venecia se ha hundido...no hay motivos para seguir viviendo).
-O la muerte, ocasionada por un veneno muy dulce.
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