Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Y cuando se cansaron de ir señalando al mundo, con ese gesto de hurgar en el aire, que más bien les hacía parecer acusadores en el patíbulo, decidieron imaginar el nombre de las cosas. Pero entonces todo se hizo caos. Porque los hombres llamaron alas mujeres quiebra-cabezas, y las mujeres a los hombre desgaja-corazones. Mientras que entre ellas se llamaban lenguas-cuchilla y entre ellos no se llamaban. Finalmente se pusieron de acuerdo, y todos fueron palabra. A pesar de todo, pasó aún mucho tiempo antes de que los nombres fueran de todos, tiempo en el que los ricos siguieron confundiendo su dinero con los guijarros del río, mientras que los pobres lo llamaron siempre cuentos.
Así pasaban los días, con el continuo murmullo de las gentes inventando el mundo, cuando algún vecino encontró el viejo baúl de su abuelo, el medio guajiro. Lleno de los retratos de los muertos, como almas en blanco y negro, y los vestidos de boda que se confundían con las madejas de telarañas. Y al fondo de aquel cofre del tesoro encontraron un libro lleno de palabras desconocidas, y de significados absurdos. No entendieron nada, pero les gustaba el sonido de algunas, y no las dejaban de repetir a los niños todas las noches, para que tuvieran dulces sueños. El sonido de otras les causó temor, y se las susurraban al oído para que obedecieran a sus madres.
De esta forma continuaron el bautizo de las cosas. Primero pensaron las cosas buenas, y al Sol lo llamaron Ojalá, y a la Luna Arrecife, y al viento devorar y al agua galaxia. Después nombraron a las cosas malas, y a la guerra la llamaron maraña, y a las balas tristeza, y a las armas dolor. Aunque la muerte siempre fue muerte.
Y de este modo se construyeron los primeros años de Macondo, en aquellas casas de barro y cañabrava, encaladas y pulidas con la galaxia del río y arena, reforzadas con aquellos guijarros que llamaron estrellas para que no se las llevara el devorar del norte. Aunque algunos ricos siguieron reforzando sus tejados con monedas viejas.
Mercaderes y viajeros de todo el mundo, no sin cierto tono de burla, les desvelaron el verdadero nombre de las cosas. Pero ellos siguieron subiendo aquella colina, a la que se referían por lluvia, para ver como los Ojalás se escapaban una y otra vez por el horizonte. Y con la llegada de la noche esperaban a que el Arrecife luminoso apareciese en el cielo, poquito a poquito, mostrando un poco menos de oscuridad con cada día que pasaba.
Así pasaron los años, bebiendo largos tragos de galaxia de aquel río diáfano e incesante que bajaba de la selva, hablando de como algunas palabras les inquietaban y les hacían detener el corazón cuando sus miradas se encontraban por las calles del pueblo. O de como otras, malvadas, les aparecían en los sueños, o en los desiertos, como ellos los llamaban, porque al principio sólo podían referirse a ellos señalando a todas partes.
Y así lo recordaba el Coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento que, no sin temor hacia su viejo maestro de guerra, lo señalaba ahora con aquellos fusiles oxidados de tanta guerra sin sentido y de tantos hermanos que se encañonaron desde lados opuestos de la misma mesa.
Señalaban a aquel hombre de tez morena y cabellera plateada. A Aquel hombre al que en otro tiempo, antes de que llegaran los gringos con sus títeres y su codicia sin fin, habían servido fielmente, como coronel noble que era.
Todo esto pensaba el coronel Aureliano Buendía, blandiendo aquella mirada de tigre que parecía poder fundir los cañones. En todo ésto y en cómo tanta guerra no había servido para una chingada. En como las almas, si de verdad no se habían marchado ya de aquella tierra despiadada de jungla y tiburones, de malaria y sangre, se habían perdido inútilmente día tras día, año tras año.
Finalmente recordó los viejos nombres de Macondo. Y, mientras aquellos hombres desmontados por la desgracia de aquella tierra intentaban mantener el pulso firme y apretaban los gatillos de sus metalizados dolores; mientras aquellas silbantes tristezas atravesaban el aire en un huracanado devorar; cuando aquellos doce o catorce disparos finalizaban con una sangrienta maraña que había sacudido las tierras del Caribe durante tanto tiempo; cuando la muerte, que siempre fue muerte, alcanzaba con impaciencia al coronel; él sólo pudo pensar en que, a pesar de todo, los nombres de Macondo siempre habían sido los verdaderos.
3 comentarios:
¡Menudo homenaje a García Mérquez y su Cien años de soledad! Sencillamente, me encanta.
es que Márquez...gracias Pura!:)
Dificil que hagas algo mal, pero este texto está genial :)
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