El café de máquina de la oficina sabía casi a agua, ni siquiera podría decirse que tuviera aroma. Tengo cinco minutos para beberme el café. Luego mis manos vuelven a encontrarse cara a cara con las letras gastadas y cansadas del teclado del ordenador. Mis ojos chocan con un reloj que se mueve a paso de tortuga.
El jefe se pasea cada media hora, habla con algunos y les dice, al acabar, que sigan trabajando. El jefe se marcha. Mis manos siguen ancladas al teclado, el reloj no se mueve, y si lo hace, su sonido es tan estruendoso como una estampida de truenos procedente de un oscuro nubarrón.
Mi compañera de al lado habla por teléfono con su familia, su novio que vive en Dinamarca y todo eso. Cuando el jefe se pasea, pone el teléfono en espera, teclea, y hace como si nada. Yo mantengo la misma mueca que deben poner mis manos al teclear durante tantas horas seguidas.
Mis dedos tocan en el piano un eterno réquiem, pero mi mente quiere volar montada en el petirrojo que veo por la ventana. Pero en el interior de la oficina un cálido fuego arde. Unas pálidas llamas que me hacen sentir más a gusto que en casa. Todos los días las busco: en los grifos del baño, en cada papelera, entre los espacios de cada número del reloj, en los archivos de mi ordenador. Pero por más que lo busco no los encuentro, sin embargo yo lo siento, sé que el fuego está en alguna parte de este trabajo, y el no encontrarlo me desespera aún más. Una vez estuve a punto de preguntárselo al jefe, pero el reloj corría tan rápido que me entró miedo de que me despidiera.
Quemarlo todo, eso sí que estaría bien, despertarse un día y ver que la oficina ha ardido hasta los cimientos y que tú eres el único superviviente. A veces quemo cosas, cuando estoy solo y sé que nadie me ve: papeleras, cabinas telefónicas, una vez quemé un coche. No estoy loco, aunque sé lo que pensaría la gente si pudiera saber lo que pasa por mi mente. La soledad y un trabajo de mierda dejan tocado a cualquiera. Noto que me estoy poniendo nervioso, abro un archivo de texto: “lista de tareas: machacar la cabeza del jefe con el teclado del ordenador, graparle los dedos al administrador, cortarle los frenos al coche de la psicóloga de la empresa”. Lo borro inmediatamente, a veces me asusto de mí mismo.
A la psicóloga de la empresa también la asusto. Lo veo en su rostro cuando anota cosas en su cuadernillo. Me ha recetado toda suerte de pastillas: antidepresivos, calmantes. Quiere controlarme. Creo que sabe demasiado. Debería hacer algo al respecto. Me molesta ligeramente que esa desconocida sepa tanto de mí. Sí, quizás debería hacer algo. Siempre me juzga. Me mira por encima de la montura de sus gafas con una mezcla de superioridad y compasión. Definitivamente debería hacer algo al respecto. ¿Y si le cuenta a alguien lo que sabe de mí? En realidad no sabe nada. Cree que lo sabe todo, pero no sabe nada. Arrogante… voy a hacer algo al respecto. Quizás debería tomar algunas de las pastillas que me receta. Empiezo a aterrorizarme de mí mismo. Quizás debería ir a verla, aunque temo lo que pueda pasar.
Ahora que me paro a reflexionar sobre esto, puede que la psicóloga sepa más de mí de lo que me imagino. Tal vez piense que soy un peligro para la sociedad y quiera quitarme de en medio con pastillas misteriosas. Sí, he de hacer algo al respecto. Tal vez sea ella la que tenga que desaparecer, tal vez podría drogarla yo a ella. Llevarla a un bosque, atarla a un árbol y quemarla viva. Sí, sería la primera persona a la que quemo, y querría saber qué se siente…
Pero no, eso truncaría mis planes secretos. Yo no puedo dejar rastros tan evidentes, atarían unos cabos con otros y sabrían que había sido yo. Al fin y al cabo, aunque la psicóloga sepa tanto de mí, no es ella quien me está perjudicando; es más, podría decir hasta que me cae bien; no me importaría invitarla a salir alguna noche y ¡quién sabe! Hasta a lo mejor llegábamos a algo. Mi objetivo es el jefe, que se pasea y pasea como si no tuviera nada que hacer más interesante. No puedo soportar su “sonrisita”, ni sus “palmaditas” en la espalda cuando quiere ser simpático (“Por cierto, Pérez, ¿qué tal está su mujer? ¿ha terminado ya la quimio?”). Voy a por él.
Tiene que caer, seguro que la gente me lo agradece. ¿Qué sentido tiene que alguien que se pasea por los pasillos sin hacer nada en todo el día y llegando a la hora que se le antoja sea el que más gana? Se merece lo que le va a pasar, creo que incluso él opina que se lo tiene ganado, ¿cómo no iba a odiarse a sí mismo? Tiene un trabajo insignificante, insulso. Sí, el mejor sueldo, pero por no hacer nada. Lleva una existencia vacía, es una cáscara y no merece vivir por ello. Pero tendré que dejarlo por hoy, nadie debe sospechar. Tiene que seguir siendo secreto para que pueda funcionar.
Mi compañera de al lado habla por teléfono con su familia, su novio que vive en Dinamarca y todo eso. Cuando el jefe se pasea, pone el teléfono en espera, teclea, y hace como si nada. Yo mantengo la misma mueca que deben poner mis manos al teclear durante tantas horas seguidas.
Mis dedos tocan en el piano un eterno réquiem, pero mi mente quiere volar montada en el petirrojo que veo por la ventana. Pero en el interior de la oficina un cálido fuego arde. Unas pálidas llamas que me hacen sentir más a gusto que en casa. Todos los días las busco: en los grifos del baño, en cada papelera, entre los espacios de cada número del reloj, en los archivos de mi ordenador. Pero por más que lo busco no los encuentro, sin embargo yo lo siento, sé que el fuego está en alguna parte de este trabajo, y el no encontrarlo me desespera aún más. Una vez estuve a punto de preguntárselo al jefe, pero el reloj corría tan rápido que me entró miedo de que me despidiera.
Quemarlo todo, eso sí que estaría bien, despertarse un día y ver que la oficina ha ardido hasta los cimientos y que tú eres el único superviviente. A veces quemo cosas, cuando estoy solo y sé que nadie me ve: papeleras, cabinas telefónicas, una vez quemé un coche. No estoy loco, aunque sé lo que pensaría la gente si pudiera saber lo que pasa por mi mente. La soledad y un trabajo de mierda dejan tocado a cualquiera. Noto que me estoy poniendo nervioso, abro un archivo de texto: “lista de tareas: machacar la cabeza del jefe con el teclado del ordenador, graparle los dedos al administrador, cortarle los frenos al coche de la psicóloga de la empresa”. Lo borro inmediatamente, a veces me asusto de mí mismo.
A la psicóloga de la empresa también la asusto. Lo veo en su rostro cuando anota cosas en su cuadernillo. Me ha recetado toda suerte de pastillas: antidepresivos, calmantes. Quiere controlarme. Creo que sabe demasiado. Debería hacer algo al respecto. Me molesta ligeramente que esa desconocida sepa tanto de mí. Sí, quizás debería hacer algo. Siempre me juzga. Me mira por encima de la montura de sus gafas con una mezcla de superioridad y compasión. Definitivamente debería hacer algo al respecto. ¿Y si le cuenta a alguien lo que sabe de mí? En realidad no sabe nada. Cree que lo sabe todo, pero no sabe nada. Arrogante… voy a hacer algo al respecto. Quizás debería tomar algunas de las pastillas que me receta. Empiezo a aterrorizarme de mí mismo. Quizás debería ir a verla, aunque temo lo que pueda pasar.
Ahora que me paro a reflexionar sobre esto, puede que la psicóloga sepa más de mí de lo que me imagino. Tal vez piense que soy un peligro para la sociedad y quiera quitarme de en medio con pastillas misteriosas. Sí, he de hacer algo al respecto. Tal vez sea ella la que tenga que desaparecer, tal vez podría drogarla yo a ella. Llevarla a un bosque, atarla a un árbol y quemarla viva. Sí, sería la primera persona a la que quemo, y querría saber qué se siente…
Pero no, eso truncaría mis planes secretos. Yo no puedo dejar rastros tan evidentes, atarían unos cabos con otros y sabrían que había sido yo. Al fin y al cabo, aunque la psicóloga sepa tanto de mí, no es ella quien me está perjudicando; es más, podría decir hasta que me cae bien; no me importaría invitarla a salir alguna noche y ¡quién sabe! Hasta a lo mejor llegábamos a algo. Mi objetivo es el jefe, que se pasea y pasea como si no tuviera nada que hacer más interesante. No puedo soportar su “sonrisita”, ni sus “palmaditas” en la espalda cuando quiere ser simpático (“Por cierto, Pérez, ¿qué tal está su mujer? ¿ha terminado ya la quimio?”). Voy a por él.
Tiene que caer, seguro que la gente me lo agradece. ¿Qué sentido tiene que alguien que se pasea por los pasillos sin hacer nada en todo el día y llegando a la hora que se le antoja sea el que más gana? Se merece lo que le va a pasar, creo que incluso él opina que se lo tiene ganado, ¿cómo no iba a odiarse a sí mismo? Tiene un trabajo insignificante, insulso. Sí, el mejor sueldo, pero por no hacer nada. Lleva una existencia vacía, es una cáscara y no merece vivir por ello. Pero tendré que dejarlo por hoy, nadie debe sospechar. Tiene que seguir siendo secreto para que pueda funcionar.
1 comentario:
Mentes calenturientas...
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