El otro día, Anna se levantó de la cama presa
en la sensación de un sueño. Estaba enamorada de un hombre, le quería tanto que
no podía respirar al mirarle. Le quería con un alma que ni siquiera sabía si
tenía. Y cuando despertó, le seguía queriendo. Aunque no le conociese. Aunque
no fuera real. Anna había aprendido a abandonar lo intangible, porque el vacío
nunca será capaz de recogerte mientras caes. Hacía un año que Anna le había
dado la vuelta a su vida. Se había marchado de casa de sus padres gracias a la
muerte de su abuela. Una mujer a la que no había visto nunca, pero que al
parecer la quería en la distancia. Y para demostrarlo, se había muerto a los 85
años dejándole una buena cantidad de dinero a una nieta que nunca había
conocido. Anna había cogido ese dinero y lo había invertido en una casa. En una
salida hacia la intimidad y la independencia, había abierto una puerta que
nunca jamás se iba a cerrar. Y había decidido que esa casa tenía que estar
lejos, así que ahora, todas las mañanas, abría una ventana que daba al puente
de San Francisco, y de alguna forma, a la libertad. Habían pasado tantas cosas
que parecía imposible resumirlas en su cuaderno de viaje, tantas fotografías
que ya no cabían en las paredes y personas que le habían dado color a su vida
como pinceladas de un cuadro más grande que ella misma. Ahora sabía que el
mundo era inmenso. Que ella era diferente. Y que cada día podía enseñarle algo.
Que la vida estaba llena de sorpresas y que no había por qué controlarlo todo.
Que se podía intentar ser feliz, sin más. Aunque no se consiguiera todos los
días. Pero Anna tenía miedo de perderlo, de volver, de quedarse estática en un
mundo que no se moviese y que, por mucho que luchase contra el estatismo de un
reloj sin sonido, el pasado fuese a quedarse allí, sin poder volverlo a poner
en hora. Anna había vuelto a aprender a andar, y ahora que su vida era una
carretera, le parecía que la única opción era seguir caminando, porque no se
podía regresar atrás. Anna también sabía que había renunciado a algunas cosas,
porque había aprendido que, a veces, sentir era demasiado doloroso, así que
había aprendido a esconder parte de su corazón en un vaso y ahora lo tiraba al
mar desde lo alto del puente rojo. Anna creía en el destino como algo abierto a
la aventura y en las casualidades como las hermanas pequeñas de la esperanza,
traviesas pero también locas. Anna creía que los sueños daban respuestas,
aunque estuviéramos demasiado ciegos como para verlas. Anna quería echar la
vista atrás para recordar el presente sabía sin embargo que la nostalgia es otro sentimiento que había
que verter en el agua azul. Anna se había despertado queriendo a alguien que no
existía, y tuvo ganas de echar a correr. No estaba escapando, estaba intentando
respirar el aire que pasaba a su lado, deprisa, deprisa, como la vida. Anna
quería viajar, y ver, y sentir. Así que decidió que soñar no era suficiente y
se echó a nadar.
Porque no quería despertarse nunca más
queriendo algo que no tenía.
1 comentario:
Se espera algo romántico y... NO, lo que te encuentras es un grito de libertad, autonomía e independencia. ¿Así andamos, mi niña?
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