Antes me gustaba ir de compras. Paseaba entre los azulejos y de cuando en cuando pegaba mi naricilla a los escaparates hasta ver algo que probarme. En ese momento entraba en la tienda y pasaba largo tiempo poniéndome miles de cosas que luego no compraba.
Antes me gustaba ir a la playa en los días nublados y pasar muchas horas haciendo castillos, y cuando subía la marea trataba de que no se desmoronasen. También buscaba entre las rocas conchas y algas con las que decorar mis construcciones.
Antes me gustaba la ensalada de pasta. Meterme en la cocina y cocinar para mí una enorme ensalada, con pimiento y pepino. Y luego tomarla tranquilamente escuchando la televisión.
Eran cosas que le gustaban a mi yo anterior, cosas que actualmente me parecen nimias y sin significado ¿Cómo he cambiado tanto? La respuesta es simple pero en absoluto sencilla. Todo comenzó la última navidad antes de la guerra, celebraba Nochebuena con mis amigos, de la mayoría de ellos desconozco ahora su destino, por la radio sonaban las noticias de la invasión de Canadá por parte de los rusos, pero ese día eso nos resultaba indiferente, era un día feliz, o debería haberlo sido.
Un hombre de rojo llamó a la puerta. Lo sé porque fui yo misma quien le abrió. Los hombres de rojo nunca eran buena señal. Ya conocíamos de su existencia, aunque no sabíamos bien qué hacían. Algunos vecinos habían recibido sus visitas. Ahora sus casas estaban en venta. Mi amigo Tobías recibió una llamada de sus padres diciendo que les había visitado un hombre de rojo y que fuesen inmediatamente. Nunca volvimos a saber de él. Mi prima Laurie, residente en Kiev, recibió una llamada de uno de ellos. Se suicidó dos meses después. Se me subió el corazón a la garganta.
-¿Qué se le ofrece?
El hombre de rojo esbozó una sonrisa torcida porque yo aún no le había reconocido y tardaría en hacerlo todavía un rato.
Sin una sola palabra, sólo con esa sonrisa torcida en aquel rostro ambiguo y maltratado por la guerra irrumpió en el salón y ante la mirada atónita de mis amigos, ocupó mi asiento y en silencio comenzó a comer de mi plato.
Cuando conseguí serenar mi ánimo y quitarme el susto de encima, me dirigí al hombre aquel y con el tono más tranquilo que pude le dije:
-Señor, ha ocupado usted mi asiento y ese plato del que come es el mío. Le ruego que se levante y acceda a ocupar el sitio libre que hay en el otro extremo de la mesa.
La verdad es que pensé –y todos mis amigos hicieron lo mismo- que el hombre de rojo no iba a esperar a que yo terminara de hablar y que me haría desaparecer sin piedad a la primera de cambio. Y sin embargo, no fue así; se levantó y mirándome fijamente recorrió el lateral de la mesa y se sentó en el hueco que quedaba.
Toda la escena parecía carecer de sentido. El hombre aún no había abierto la boca para nada, exceptuando, como es evidente, las veces que lo hacía para comer. Estábamos todos con los ojos como platos y probablemente en nuestras miradas era fácilmente perceptible nuestro asombro.
Cuando el reloj dio las dos en punto habló. Nos habló del virus T. Todos estábamos afectados por él. No había cura, solo desgaste. Describió los síntomas y rogó a los que lo padecieran que le acompañaran. Me fui quedando sola. Sola y distinta. Se fue el hombre de rojo y yo esperé a los síntomas que estaban por venir.
3 comentarios:
Ulises! Me parece muy interesante, inquietante y con futuro :) Creo que le falta un poco de cohesión, para entender mejor el planteamiento, pero me encanta el tinte futurista que te gastas ultimamente jaja. Por cierto, lo de hombres de rojo es porque vienen de Rusia? jaja
Lo de la falta de cohesión es porque fue una especie de cadaver exquisito xD
Lo de hombres de rojo lo puso Elio, luego me comento que en efecto era rojo por ser comunista
Publicar un comentario