Cuando era pequeña, mi día favorito de la semana era el domingo. Mi hermana solía llevarme al Rastro y, luego, paseábamos por ese Madrid al que nunca van los padres, el Madrid antiguo de calles estrechas, olores exóticos y adoquines ennegrecidos. Entrábamos en tiendas de trapero a buscar tesoros, comíamos en locales diminutos, apoyadas en la barra -a la que yo nunca llegaba- y volvíamos a casa exhaustas y completamente felices. Yo admiraba a mi hermana con la inocencia absoluta de los niños y me prometía que, de mayor, no sería normal y aburrida, sino que recorrería el Madrid de los domingos, al que nunca van los padres.
Había una tienda en especial que me encantaba. Tenía un escaparate diminuto y sucio atestado de trastos viejos, rotos e inservibles, que hacían preguntarse cómo aquel antro podía seguir abierto. Y en medio de toda aquella basura, como si fuese un milagro, había una cometa. Destacaba en el escaparate con un brillo de irrealidad y era para mí un misterio que siguiese allí cada vez que pasábamos por delante del escaparate. Me parecía totalmente imposible que sólo yo me hubiese enamorado de aquella maravilla. Desde el momento en que la descubrí, los paseos de los domingos estaban volcados al momento en que podía ver a mi cometa. Cada vez inventaba una excusa -un traspiés, atarme los cordones, rehacerme la coleta en el reflejo del casi opaco cristal- para robar unos preciosos segundos ante ella. La contemplaba, me la bebía con los ojos, y cada día descubría un nuevo detalle que me confirmaba que era perfecta.
Sin embargo, nunca se lo dije a nadie. Sentía que algo tan bonito no podía ser para mí y temía que, si le confesaba a mi hermana lo mucho que ansiaba aunque sólo fuese sostenerla en mis manos, me diría que no me la compraba. Sabía que también podría decidir conseguírmela, pero el miedo a que machacasen mi sueño me paralizaba y hacía que, cada vez que cogía aire y valor ante la roñosa tienda, acabase hablando del tiempo. Así, guardé durante mucho tiempo mi secreto deleite, conformándome con observar sus brillantes colores a través de un polvoriento cristal, y me acostumbré a la idea de que nunca volaría una cometa. No debía ser, sin embargo, tan buena actriz como yo creía, porque un día mi hermana llegó a casa con un paquete en las manos y, sonriente, me lo entregó. Yo lo cogí con manos temblonas y quité el papel de estraza poquito a poco, no queriendo creer lo que tenía delante. Y ahí estaba. Emergió del vulgar papel como una aparición, de seda suave y caña ligera, hecha para pertenecer al cielo. La deposité en mis piernecillas y la contemplé durante mucho tiempo, sin saber cuándo me despertaría. La acaricié con las yemas de los dedos, asombrada de que tuviese el mismo tacto que había imaginado tantas veces al verla ahí, al otro lado del cristal, apenas a veinte centímetros y tan inalcanzable. No me había dado cuenta de lo mucho que me dolía no tenerla hasta que estuvo en mis manos.
Durante días, la cometa estuvo en mi casa y yo no me atreví a sacarla. Temía que se manchase o rompiese o que alguien, llevado por la envidia o la codicia, me la arrebatase. Creía que cualquiera que la viese la querría tanto como yo. Sin embargo, pronto comprendí que mi cometa se ahogaba encerrada y, armándome de valor, bajé con mi hermana a una pradera a las afueras de la ciudad, donde había ya algunos madrugadores volando sus propios espantajos. Eran todas cometas demasiado pequeñas, pesadas o estridentes; no había ninguna como la mía, y me hinché de orgullo. La sujeté con cuidado con la punta de los dedos e, insegura, comencé a correr. Pronto noté cómo el viento la tomaba en sus brazos y la solté. Mi cometa ascendió como una flecha, rauda, elegante, bellísima. Yo cogí el carrete de hilo y durante mucho tiempo me limité a mirar cómo se mecía en el cielo, alejándose según las corrientes de aire, destacándose contra las nubes, con su seda vibrando como si riese. A veces parecía recordar que algo la unía a la tierra y, rápidamente, viraba y planeaba, proyectando su sombra sobre mí, aunque enseguida volvía a irse.
Al cabo de un rato, noté que algunos de los que allí estábamos, todos con los ojos clavados en lo alto, movían sus hilos, los levantaban y giraban y, apenas con un movimiento de muñeca, sus cometas respondían y giraban, reproduciendo el trazado en el cielo. Decidí intentarlo y, tímidamente, moví el brazo a la derecha. Justo en aquel momento, un remolino atrapó mi cometa, que ascendió bruscamente. El cordel corrió como un latigazo tras ella, quemándome la palma de la mano y clavándoseme en la muñeca. Yo la disculpé, ajusté el hilo entre los dedos y volví a probar, una y otra vez. Y todas y cada una de las veces, mi cometa se resistía, se escapaba y el hilo dejaba una dolorosa marca, recordatorio de mi arrogancia. Por fin, con las manos destrozadas, me resigné. Mi cometa nunca me haría caso, porque no era como las demás: estaba hecha para volar libre, sin ataduras, como un pájaro de seda que poseyese libre albedrío. Y, aunque todavía me escocía la piel y notaba lágrimas en mis mejillas, decidí que por aquello mismo me gustaba tanto mi cometa y no me enfadé.
Pero entonces, de pronto, se desató el vendaval. Las nubes iniciaron un sprint en el cielo y mi cometa fue tras ellas, viendo su oportunidad para ver el mundo y alejarse de los vulgares límites de mi Madrid. El hilo tironeó en mis manos y la cometa se fue quedando sola en el cielo, pero no por ello se rindió, sino que siguió tirando y tirando. Yo no quería perderla, porque apenas entonces aprendía a conocerla, pero nunca nadie me había enseñado a volar. Yo tenía huesos pesados y brazos inútiles, sin plumas que me elevasen. Tenía los pies desgraciadamente anclados al barro, aunque hiciese horas que no cesaba de mirar hacia arriba. Y cuando vi que, incluso calmado el viento, el cordel seguía pegando violentos tirones, entendí que sólo me quedaba una alternativa, pues nunca conseguiría que mi cometa fuese feliz en el suelo y yo nunca había pertenecido al cielo, Lenta, muy lentamente, con el dolor tatuado en cada articulación, abrí los dedos lentamente y la cuerda se deslizó entre ellas, acariciándome. Una vez libre, susurró "suerte" y mi cometa escapó con el viento, en dirección al pathos que algún dios caprichoso le había escrito. La vi caracolear y desaparecer en el horizonte, brillante y más bella que nunca, ahora que me abandonaba.
Me senté en el suelo, desconcertada. No entendía cómo se me había concedido el único deseo que me había surgido de lo profundo del corazón, de la sinceridad del alma, sólo para acabar quitándomelo. Se me antojaba de una dulce crueldad haberme prometido tanto para dejarlo en el recuerdo de su imagen desapareciendo. Me deshice las entrañas en lágrimas, me mezclé con el dolor hasta que fuimos una sola cosa. Me desprendí de tantas cosas que, ahora sí, habría podido volar. Pero no lo hice. Entonces llegó mi hermana, me tendió un clínex para secarme las lágrimas y, cogiéndonos en brazos a mí y a mi infinita tristeza, nos llevó a casa.
5 comentarios:
¡Qué preciosidad de cuento y qué bien escrito, Bea! Me encanta, me encanta.
Jo, es super bonito Bea, esta genialmente escrito :)
"Me desprendí de tantas cosas que, ahora sí, habría podido volar."
Es genial, Bea. Sólo una cosa: "Una vez libre susurró: " ¿Sería susurré?
Me ha encantado
Gracias a las tres ^^
No, sería susurró, es la cometa (bueno, el hilo corriendo entre los dedos, ese ruidillo que hace) la que susurra xP
Hola Bea:
Soy Gema que, desde hoy, soy seguidora de este blog. He leído tu relato tal y como nos ha sugerido Pura hoy y tengo que decirte que está muy bien. He sentido las calles de Madrid a las que nunca van los padres, y el viento y la cometa y hasta las lágrimas. Muchas felicidades y sigue escribiendo porfa!
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