Con motivo de mi dieciocho cumpleaños, mis padres y yo fuimos a Mongolia para ver las estrellas. Sí, soy tan viejo que por aquél entonces la contaminación lumínica no había devorado las estrellas.
Aquello era un nuevo mundo, con una nueva atmósfera y un nuevo clima, un mundo sin Sol y sin Luna, un mundo oscuro pero salpicado por la belleza de miles de astros que lo llenaba todo. En él, la vida botánica está reducida a los enormes, pero escasos, macroinvernaderos y la población es cinco veces menor que en El Día y El Atardecer, a pesar de poseer cinco veces más tierra. Los diurnos se niegan a vivir en la Noche, prefieren invadir el mar.
Incluso hoy, con un pie en la tumba, tengo el sueño infantil de viajar miles de años atrás en el tiempo, a la época en la que la Tierra aún rotaba sobre sí misma y los planetas giraban alrededor del sol. Maldigo al azar por haber querido que el universo se parase con la Tierra en posición un eclipse lunar, privándonos de su maravillosa contemplación para siempre.
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