Me despierto. Pongo los pies en el suelo frío. Frío, como siempre, como todo.
Como cada mañana me invade esa terrorífica sensación de falta. Echo de menos algo que desconozco.
Preparo un café en mi pequeña cafetera. El líquido negro discurre abrasador y amargo por mi garganta.
Vivo en un mundo abstracto, sin sentido. Al menos, yo soy incapaz de encontrárselo.
Salgo de casa y voy al trabajo. Tomo entre mis manos el primer zapato de toda un día tedioso e interminable. La suela está salida por la puntera. Con la remachadora lo claveteo distraídamente, pero certera.
Salgo del edificio doce horas después, y el hombre que reparte la comida al final de cada jornada, me entrega una bolsa de café, una caja con fruta, un trozo duro de carne y un pedazo de pan.
El cielo está pálido, de un gris macilento y enfermizo. El sol apenas consigue iluminar tras la capota de suciedad que nosotros mismos mandamos al cielo. Tropiezo con un escombro, y caigo de bruces. La boca se me llena de sangre. Escupo al suelo y descubro una muela en el charco carmesí. Me siento sobre una piedra, frotándome la mandíbula. De pronto, una mano me sujeta el hombro por detrás.
-Tienes que venir conmigo. Tú eres la persona que necesito.
Lo miro asustada.
-Te puedo ofrecer eso que te falta, y no sabes qué es.
Mi cabeza se llena de preguntas, y sigo los pasos del anciano. Por un ventanuco entramos en una casa semiderruida. Allí descubro piedras con dibujos.
Le miro y explica:
-Esto son letras. Con ellas se puede dibujar lo que dices. Ésta es la alfa...
Un rayo de luz traspasa entonces con fuerza la nube que lo cubría.
1 comentario:
Macilento, no malicento.
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